Insurrectas y Punto En los últimos años han surgido una serie de autoras que sostienen que el objetivo del nuevo feminismo debe ir más allá de conseguir la igualdad legal de la mujer blanca, occidental, heterosexual y de clase media. Para ellas, se trata de atender a mujeres tradicionalmente dejadas al margen y de combatir las causas que producen las diferencias de clase, raza y género. Mientras la retórica de la violencia de género infiltra los medios de comunicación invitándonos a seguir imaginando el feminismo como un discurso político articulado en torno a la oposición dialéctica entre los hombres (del lado de la dominación) y las mujeres (del lado de las víctimas), el feminismo contemporáneo, sin duda uno de los dominios teóricos y prácticos sometidos a mayor transformación y crítica reflexiva desde los años setenta, no deja de inventar imaginarios políticos y de crear estrategias de acción que ponen en cuestión aquello que parece más obvio: que el sujeto político del feminismo sean las mujeres. Es decir, las mujeres entendidas como una realidad biológica predefinida, pero, sobre todo, las mujeres como deben ser, blancas, heterosexuales, sumisas y de clase media.
Emergen de este cuestionamiento nuevos feminismos de multitudes, feminismos para los monstruos, proyectos de transformación colectiva para el siglo XXI.
Estos feminismos disidentes se hacen visibles a partir de los años ochenta cuando, en sucesivas oleadas críticas, los sujetos excluidos por el feminismo biempensante comienzan a criticar los procesos de purificación y la represión de sus proyectos revolucionarios que han conducido hasta un feminismo gris, normativo y puritano que ve en las diferencias culturales, sexuales o políticas amenazas a su ideal heterosexual y eurocéntrico de mujer. Se trata de lo que podríamos llamar con la lúcida expresión de Virginie Despentes el despertar crítico del “proletariado del feminismo”, cuyos malos sujetos son las putas, las lesbianas, las violadas, las marimachos, los y las transexuales, las mujeres que no son blancas, las musulmanas... en definitiva, casi todos nosotros.
Esta transformación del feminismo se llevará a cabo a través de sucesivos descentramientos del sujeto mujer que de manera transversal y simultánea cuestionarán el carácter natural y universal de la condición femenina. El primero de estos desplazamientos vendrá de la mano de teóricos gays y teóricas lesbianas como Michel Foucault, Monique Wittig, Michael Warner o Adrienne Rich que definirán la heterosexualidad como un régimen político y un dispositivo de control que produce la diferencia entre los hombres y las mujeres, y transforma la resistencia a la normalización en patología. Judith Butler y Judith Halberstam insistirán en los procesos de significación cultural y de estilización del cuerpo a través de los que se normalizan las diferencias entre los géneros, mientras que Donna Haraway y Anne Fausto-Sterling pondrán en cuestión la existencia de dos sexos como realidades biológicas independientemente de los procesos científico-técnicos de construcción de la representación. Por otra parte, junto con los procesos de emancipación de los negros en Estados Unidos y de descolonización del llamado Tercer Mundo, se alzarán las voces de crítica de los presupuestos racistas del feminismo blanco y colonial. De la mano de Angela Davis, bell hooks, Gloria Anzaldua o Gayatri Spivak se harán visibles los proyectos del feminismo negro, poscolonial, musulmán o de la diáspora que obligará a pensar el género en su relación constitutiva con las diferencias geopolíticas de raza, de clase, de migración y de tráfico humano.
Uno de los desplazamientos más productivos surgirá precisamente de aquellos ámbitos que se habían pensado hasta ahora como bajos fondos de la victimización femenina y de los que el feminismo no esperaba o no quería esperar un discurso crítico. Se trata de las trabajadoras sexuales, las actrices porno y los insumisos sexuales. Buena parte de este movimiento se estructura discursiva y políticamente en torno a los debates del feminismo contra la pornografía que comienza en Estados Unidos en los años ochenta y que se conoce con el nombre de “guerras feministas del sexo”. Catharine Mackinnon y Andrea Dworkin, portavoces de un feminismo antisexo, van a utilizar la pornografía como modelo para explicar la opresión política y sexual de las mujeres. Bajo el eslogan de Robin Morgan “la pornografía es la teoría, la violación la práctica”, condenan la representación de la sexualidad femenina llevada a cabo por los medios de comunicación como una forma de promoción de la violencia de género, de la sumisión sexual y política de las mujeres y abogan por la abolición total de la pornografía y la prostitución. En 1981, Ellen Willis, una de las pioneras de la crítica feminista de rock en Estados Unidos, será la primera en intervenir en este debate para criticar la complicidad de este feminismo abolicionista con las estructuras patriarcales que reprimen y controlan el cuerpo de las mujeres en la sociedad heterosexual. Para Willis, las feministas abolicionistas devuelven al Estado el poder de regular la representación de la sexualidad, concediendo doble poder a una institución ancestral de origen patriarcal. Los resultados perversos del movimiento antipornografía se pusieron de manifiesto en Canadá, donde al aplicarse medidas de control de la representación de la sexualidad siguiendo criterios feministas, las primeras películas y publicaciones censuradas fueron las procedentes de sexualidades minoritarias, especialmente las representaciones lesbianas (por la presencia de dildos) y las lesbianas sadomasoquistas (que la comisión estatal consideraba vejatorias para las mujeres), mientras que las representaciones estereotipadas de la mujer en el porno heterosexual no resultaron censuradas.
Frente a este feminismo estatal, el movimiento posporno afirma que el Estado no puede protegernos de la pornografía, ante todo porque la descodificación de la representación es siempre un trabajo semiótico abierto del que no hay que prevenirse sino al que hay que atacarse con reflexión, discurso crítico y acción política. Willis será la primera en denominar feminismo “prosexo” a este movimiento sexopolítico que hace del cuerpo y el placer de las mujeres plataformas políticas de resistencia al control y la normalización de la sexualidad. Paralelamente, la prostituta californiana Scarlot Harlot utilizará por primera vez la expresión “trabajo sexual” para entender la prostitución, reivindicando la profesionalización y la igualdad de derechos de las putas en el mercado de trabajo. Pronto, a Willis y Harlot se unirán las prostitturas de San Francisco (reunidas en el movimiento COYOTE, creado por la prostituta Margo Saint James), de Nueva York (PONY, Prostitutas de Nueva York, en el que trabaja Annie Sprinkle), así como del grupo activista de lucha contra el sida ACT UP, pero también las activistas radicales lesbianas y practicantes de sadomasoquismo (Lesbian Avangers, SAMOIS...). En España y Francia, a partir de los noventa, los movimientos de trabajadoras sexuales Hetaria (Madrid), Cabiria (Lyon) y LICIT (Barcelona), de la mano de las activistas de fondo como Cristina Garaizabal, Empar Pineda, Dolores Juliano o Raquel Osborne formarán un bloque europeo por la defensa de los derechos de las trabajadoras sexuales. En términos de disidencia sexual, nuestro equivalente local, efímero pero contundente, fueron las lesbianas del movimiento LSD con base en Madrid, que publican durante los noventa una revista del mismo nombre en la que aparecen, por primera vez, representaciones de porno lesbiano (no de dos heterosexuales que sacan la lengua para excitar a los machitos, sino de auténticos bollos del barrio de Lavapiés). Entre los continuadores de este movimiento en España estarían grupos artísticos y políticos como Las Orgia (Valencia) o Corpus Deleicti (Barcelona), así como los grupos transexuales y transgénero de Andalucía, Madrid o Cataluña.
Estamos aquí frente a un feminismo lúdico y reflexivo que escapa del ámbito universitario para encontrar en la producción audiovisual, literaria o performativa sus espacios de acción. A través de las películas de porno feminista kitsch de Annie Sprinkle, de las docuficciones de Monika Treut, de la literatura de Virginie Despentes o Dorothy Allison, de los comics lésbicos de Alison Bechdel, de las fotografías de Del LaGrace Volcano o de Kael TBlock, de los conciertos salvajes del grupo de punk lesbiano de Tribe8, de las predicaciones neogóticas de Lydia Lunch, o de los pornos transgénero de ciencia-ficción de Shue-Lea Cheang se crea una estética feminista posporno hecha de un tráfico de signos y artefactos culturales y de la resignificación crítica de códigos normativos que el feminismo tradicional consideraba como impropios de la feminidad. Algunas de las referencias de este discurso estético y político son las películas de terror, la literatura gótica, los dildos, los vampiros y los monstruos, las películas porno, los manga, las diosas paganas, los ciborgs, la música punk, la performance en espacio público como útil de intervención política, el sexo con las máquinas, iconos anarco-femeninos como las Riot Girl o la cantante Peaches, parodias lesbianas ultrasexo de la masculinidad como las versiones drag king de Scarface o ídolos transexuales como Brandon Teena o Hans Scheirl, el sexo crudo y el género cocido.
Este nuevo feminismo posporno, punk y transcultural nos enseña que la mejor protección contra la violencia de género no es la prohibición de la prostitución sino la toma del poder económico y político de las mujeres y de las minorías migrantes. Del mismo modo, el mejor antídoto contra la pornografía dominante no es la censura, sino la producción de representaciones alternativas de la sexualidad, hechas desde miradas divergentes de la mirada normativa. Así, el objetivo de estos proyectos feministas no sería tanto liberar a las mujeres o conseguir su igualdad legal como desmantelar los dispositivos políticos que producen las diferencias de clase, de raza, de género y de sexualidad haciendo así del feminismo una plataforma artística y política de invención de un futuro común.
* Beatriz Preciado es investigadora en la Universidad de Princeton y profesora de Teoría del Género e Historia Política del Cuerpo en la Universidad París 8. Su libro Manifiesto contra-sexual (Ópera Prima, 2002) se ha traducido a varios idiomas y es referencia del movimiento queer.
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