¿Qué pasaría si fuera maestra, llegara a un aula –mixta, obviamente- y dijera: “buenos días, alumnas”?
¿Qué pasaría si llegara a una reunión y emitiera un “hola, chicas”, habiendo chicos?
¿Qué pasaría si fuera conductora de un programa de televisión o de radio y saludara todos los días con un “bienvenidas a esta nueva edición de…”?
¿Cómo sería un acto sindical en el cual hubieran trabajadoras y trabajadores pero su líder sólo se refiriera a las “compañeras”?
¿Cómo les sonaría a los ciudadanos que los políticos y políticas sólo dieran sus discursos para las ciudadanas?
Seguramente, si alguna de estas hipótesis se concretara, los masculinos lo tomarían muy mal. Se sentirían desvalorizados, no tenidos en cuenta, que les han arrebatado su hombría para pisotearla en el suelo. Sin embargo, las mujeres convivimos todos los días con esta discriminación que implica el sexismo aplicado a algo tan básico como el lenguaje.
Es una faceta cultural que viene de larga data. Eterna, diría yo. A ninguna mujer, hace veinte años –o cinco-, se le hubiera ocurrido sentirse incómoda porque en un acto, un recital, la universidad o en los medios de comunicación no se la incluyera desde la palabra. Históricamente el género femenino fue el apéndice del masculino en las diferentes facetas de la vida, desde las tareas domésticas hasta la posibilidad de trabajar fuera de casa o soportar aberraciones que dan escalofríos de sólo pensarlas.
Transitamos un momento social en el cual empieza a consentirse la igualdad de derechos entre los sexos, pero aún así lidiamos con estos desplantes. Imagínense ustedes, hombres, cómo les resultaría cualquiera de las hipótesis que planteé al inicio del artículo. Ahora, quizá, puedan empatizar con nosotras.
No estoy hablando de excluir antagónicamente. Estoy diciendo que no somos todos, somos todos y todas. Que no somos “los…”, sino “los y las…” Que no somos trabajadores, sí trabajadores y trabajadoras. Y así…
El cuento más común que sale a la luz cuando se tocan estas temáticas es que implica un esfuerzo extra incluir. ¿Tan cara está la palabra que no podemos darnos el lujo de sumarle una a nuestra frase? ¿Tanto cuesta?
A algunas personas podrá sonarle descabellada o poco interesante la idea. ¿Qué importa que no las incluya en el lenguaje cuando sigue existiendo la violencia machista de formas mucho más cruentas como los femicidios, las violaciones y las golpizas sexistas? Ahí, creo, radica el mayor inconveniente: el machismo está en todos lados, en cada rincón de cada ciudad, en cada habitante de cada casa. Está en los hombres y, para peor, está en las mujeres. En las madres y los padres que crían a sus hijos y a sus hijas con esa cultura. En los profesores y profesoras que educan a los niños, niñas y jóvenes con esas bases. En las películas de Dinsey, en los juguetes con que juegan, en el color con que se viste a los bebés o las bebés, en el color del guardapolvo cuando van a jardín, en la televisión, etc. Hay que partir del inicio para recorrer el camino, difícil, atolondrado, repleto de obstáculos acostumbrados. Ya no somos un apéndice, ni queremos serlo. Es hora de que todos los hombres y todas las mujeres tomemos consciencia de ello y hagamos un trabajo en conjunto. ¿Cómo puedo hacer entrar en razón a un muchacho que maltrata a su pareja de que no puede hacerlo cuando, desde la voz, le estoy diciendo que ella no tiene relevancia?
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