Periódicamente la Sociedad se escandaliza, con justicia, por los curas pederastas que abusan sexualmente de niños en colegios católicos para varones.
Nunca he oído que alguien se indigne públicamente por las niñas cuya sexualidad es abusada, sin necesidad de tocamientos, a manos de mojigatas ignorantes en los colegios católicos para hembras.
Yo estudié en Bogotá en uno de estos colegios, donde, con la excepción de un par de clases impartidas por profesoras letradas que de alguna manera se nos colaron, la formación ética y espiritual se centraba en la inculcación de los principios morales católicos que atañen a la administración de la sexualidad femenina. No recuerdo que, para informarme sobre su religión, ese colegio me recomendara leer los Salmos, me señalara a Santa Teresa, me pusiera a escuchar a Bach o me hiciera ver una reproducción de Fra Angelico, y creo que ni siquiera me hizo estudiar el “Sermón de la montaña”. Procuró hacerme experta, en cambio, en las complejidades del método anticonceptivo de la T y en las reservas éticas que había que tener al respecto. No me mostró una sola película del católico Robert Bresson, pero sí El grito silencioso, esa película fundamentalista en la que un feto de gestación avanzada abre la boca al ser abortado.
Educar católicas consistía en prevenir la conciencia de género y enajenar la sexualidad, que pasaba a ser propiedad de una iglesia coleccionista de hímenes representada por un cura de falda que acudía semanalmente al colegio a confesar niñas. En la casa, los representantes de la coleccionista eran los católicos padres de familia, que ejercían con prohibiciones la potestad sobre el sexo de sus hijas hasta transferirlas a otro hombre a través del contrato matrimonial.
No era que las niñas hicieran siempre caso de estas provisiones, claro, pero tampoco sabían criticarlas ni se rebelaban, en su mayoría: aprendían a ser mentirosas, vergonzantes y culposas, y a sacar algún provecho de la situación. Demasiadas optaron por eternizar su inmadurez, como por demás corresponde en un país donde los hombres —del presidente Uribe, en sus consejos comunales, para abajo— llaman “niñas” a las mujeres aunque éstas tengan más de 30 años, sin ver en ello ningún menoscabo de la independencia de las aludidas.
Aunque fui al colegio hace tiempo, y la institución en donde estudié cambió de directivas y se adecentó, el retrato es vigente. Miles de colombianas siguen siendo educadas por una iglesia que no sólo excluye a las mujeres de su jerarquía, sino que las convence de que su núcleo y su tesoro (e, implícitamente, su mayor bien de intercambio) es su vagina. El desastre de la feminidad colombiana —la proliferación de mujeres abusadas, embobadas, pornizadas, pobres en conciencia y en representación política— es, en gran medida, responsabilidad de esa iglesia.
Un día, en el plantel del que hablo, con motivo de la presentación en la televisión colombiana de la serie El pájaro espino, la rectora reunió a las alumnas para echarles un discurso que desestimaba el placer sexual femenino. Si temía que alguna se levantara a un cura como sucedía en la serie, no estaba en nada. Ya entonces su iglesia, como la declaró la semana pasada el padre Germán Robledo, era “clóset de los gays”. Pero desde mucho antes de ser clóset, la iglesia católica ha sido cuartel de misóginos. Y si es inaceptable que la sociedad rechace a los gays al punto de que algunos de éstos vean un refugio en el sacerdocio, y si es muy grave que, una vez ordenados, algunos hombres hagan realidad sus fantasías pedófilas, tan grave es que católicos de ambos sexos, homosexuales o no, tengan en sus manos la educación de las víctimas de su misoginia, las niñas, sin sufrir por ello rechazo alguno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario