I
Decía Chesterton que para ser lo suficientemente listo como para hacerse rico, hay que ser lo suficientemente tonto como para creer que vale la pena.
Y si sustituimos la acumulación de dinero por la de poder, la frase no pierde ni un ápice de validez (entre otras cosas, porque hoy día dinero y poder son casi sinónimos). O sea, que los que se hacen ricos y los políticos de oficio y beneficio son los más listos de entre los tontos, lo que los convierte en doblemente peligrosos, puesto que no hay peor tonto que el que tiene la suficiente habilidad como para realizar sus tonterías.
A raíz de las sandeces que Gallardón no para de repetir en relación con el proyecto de reforma de la ley del aborto, podría parecer que es rematadamente bobo; pero no nos engañemos(o mejor dicho, no nos dejemos engañar). Que el actual ministro de justicia no es muy listo, lleva muchos años demostrándolo; pero no puede ser tan estúpido como para creer realmente que un feto de dos meses es un ser racional cuyos derechos hay que priorizar porque es el más débil. Según esa regla de tres, habría que anteponer los derechos de un pollito (o los de un huevo, que es un pollo nonato) a los de un ser humano, puesto que un pollito tiene mucha más conciencia que un feto y su indefensión no es mucho menor.
Para creer realmente que un feto es un sujeto de derecho, hay que tener menos neuronas operativas que el propio feto, y si Gallardón no tuviera unas pocas más, no habría llegado a alcalde ni a ministro. No caigamos en la trampa de llamar “ley Gallardón” al infame proyecto de reforma de la ley del aborto y pensar que es obra de un descerebrado, porque la cosa es muchísimo más grave: es obra de millones de descerebrados, víctimas y cómplices de la más eficiente máquina descerebradora jamás inventada.
Si Gallardón pudiera y quisiera ser honrado, diría: “El aborto es inadmisible porque Dios le ha insuflado al concebido no nacido un alma inmortal y solo Él puede disponer de su vida”. Pero este argumento, formulado sin ambages, no es de recibo en un supuesto Estado laico del siglo XXI: hay que camuflarlo, revestirlo de una apariencia de objetividad científica, para conseguir los votos de millones de católicos atascados en el Medioevo sin renunciar a un cierto aire de modernidad.
Y como siempre que la religión invade el terreno de la razón, el resultado es grotesco: “sería de reír si no fuera de llorar”, como solía decir Eva Forest. Grotesco y terrible, porque el poder de la Iglesia, que a veces subestimamos o creemos en declive, sigue siendo enorme, y el nacionalcatolicismo de Franco e Isabel la Católica, de la Inquisición y el Martillo de Herejes, del Opus Dei y la Conferencia Episcopal, es para muchos, en estos momentos críticos, una opción tan tentadora como el fundamentalismo islámico en otras latitudes, y por los mismos motivos.
Si los politicastros del PP apuestan por ir a la caza del voto fundamentalista, es porque lo consideran su mejor estrategia electoral, o la menos mala. Y como son tontos pero no tontísimos, es posible que no se equivoquen.
II. Católicos y herejes
Hay muchas maneras de ser cristiano, algunas de ellas admirables; pero solo hay una manera de ser católico, puesto que, por definición, católico es quien -y solo quien- acata la doctrina y la autoridad de la Iglesia Católica Apostólica Romana.
Lo cual implica cumplir (o al menos considerar de obligado cumplimiento) los cinco mandamientos de la Iglesia y aceptar tanto sus sacramentos como sus dogmas de fe. La consabida frase “yo soy creyente pero no practicante” tal vez sea admisible en algunos cristianos, pero no en un católico: un supuesto católico que cree poder prescindir de la práctica preceptiva y sacramental, en realidad es un hereje.
Y también es un hereje quien niega o cuestiona cualquiera de los dogmas de fe del catolicismo, entre los que se cuentan la transmisión hereditaria del pecado original, la inmaculada concepción de María, la doble naturaleza (divina y humana) de Jesús, la infalibilidad del Papa, la Santísima Trinidad, la omnipotencia y omnisciencia de dios, el libre albedrío del ser humano, la asunción de María en cuerpo y alma a los cielos, la resurrección de la carne, la existencia del infierno…
Es decir, un católico cree -tiene la obligación de creer- que todos (menos la virgen María) nacemos en pecado porque Adán y Eva se comieron una manzana; que el Papa es infalible porque tiene línea directa con el Espíritu Santo; que el cielo es un lugar espiritual, pero capaz de albergar cuerpos físicos, como el de Jesús y el de su madre; que dios es uno y trino a la vez (tres personas y una sola naturaleza); que somos libres a pesar de que dios sabe de antemano todo lo que vamos a pensar, sentir y hacer a lo largo de nuestra vida; y lo que es infinitamente más grave (y, como matemático, no suelo tomar el nombre del infinito en vano), un católico cree que un dios justo y misericordioso es capaz de infligir un castigo eterno a seres de responsabilidad limitada como son los humanos: una aberración (tanto desde el punto de vista de la lógica como desde el de la ética) que solo cabe en la cabeza de un demente.
¿Significa esto que, solo entre los cristianos, hay en el mundo unos 1.200 millones de dementes (de los cuales más de 30 millones en el Estado español, donde quienes se declaran católicos constituyen un 72% de la población)? Afortunadamente no, porque si les sumáramos los dementes de otras religiones y creencias disparatadas (como la astrología o la dianética), tendríamos que llegar a la alarmante conclusión de que a la inmensa mayoría de la humanidad tiene el cerebro atrofiado. Lo que ocurre es que, como dice el propio Evangelio, somos “hombres de poca fe”, y muy pocos creen realmente y hasta sus últimas consecuencias algunas de las cosas que creen creer. A lo largo de mi vida he tenido ocasión de discutir con cientos de católicos, y he podido comprobar que, en el fondo, muchos se resisten a creer que los pecadores sufrirán en el más allá un castigo eterno; lo cual, insisto, los convierte en herejes, y hasta hace bien poco habrían podido terminar en la hoguera.
Diríase que a quienes hemos recibido una educación católica nos cuesta darnos cuenta de algo tan obvio como terrible: que en el caso del catolicismo, ortodoxia y fundamentalismo son una misma cosa. Eso explica que la Conferencia Episcopal, el Opus Dei, los Legionarios de Cristo y sus politicastros asociados pretendan impedir que las mujeres decidan lo que hacen con su propio cuerpo (confiando, y esto es lo más alarmante, en la rentabilidad electoral de una aberración comparable a la clitoridectomía o la infibulación).
Y hablando de decidir sobre el propio cuerpo, habría que añadir que quienes pretenden criminalizar la prostitución no son mejores que quienes quieren criminalizar el aborto.
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