Desde hace ya varios años he insistido en que, si bien no se cuenta con una definición puntual sobre los conceptos «derechos sexuales» y «derechos reproductivos», estos existen como parte del catálogo de los derechos humanos, pues, «leyendo entre líneas» y apoyando esa lectura con «la expresión de nuestros valores y aspiraciones»1, queda claro que, a partir del derecho a la vida, del derecho a la libertad, del derecho a formar una familia, del derecho al desarrollo, entre otros, se puede construir el andamiaje jurídico de los derechos sexuales y reproductivos, y darles contenido.
Sin embargo, cinco años de trabajar en Ginebra como delegada gubernamental me han mostrado que no basta saber leer entre líneas, no basta ser creativa e interpretar las normas existentes; siempre habrá quien afirme que entre líneas no hay nada, solo renglones vacíos, y que las obligaciones del Estado son solo aquellas a las que expresamente se comprometió con la firma de un tratado o convenio determinado, y con las acotaciones hechas en las declaraciones y reservas expresadas al momento de la ratificación. Nada más que eso.
Estas obligaciones —me han dicho centenares de veces— no se pueden exigir por analogía o por mayoría de razón, tienen que ser expresas. Así, por ejemplo, lo que algunas personas llamamos derecho a la alimentación, derecho a la vivienda adecuada, según algunos delegados gubernamentales en el ámbito multilateral, no son derechos, son meros componentes, no exigibles, del derecho a un nivel de vida adecuado, en los términos del artículo 11 del Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales; para estos mismos delegados, el derecho a la salud tampoco es tal, pues la construcción del artículo 12 de ese mismo pacto no habla de un derecho a la salud, sino de un derecho «a disfrutar del más alto nivel posible de salud física y mental», es decir, una quimera difícilmente exigible; incluso, dicen que los derechos de la niñez tampoco existen, simplemente, porque la convención que los consigna no ha sido ratificada por el ciento por ciento de los Estados, aunque no aclaren que solo faltan las ratificaciones de Estados Unidos de América y Somalia.
A partir de los últimos dos años del siglo XX se ha gestado y consolidado una corriente de interpretación de las normas internacionales de corte positivista. Esta corriente afirma que las obligaciones de los Estados se encuentran solo en los tratados que han suscrito y en cuya interpretación literal no caben analogías ni otros métodos de interpretación. Las obligaciones estatales, según esta corriente, no están en las recomendaciones o comentarios de los órganos de vigilancia ni en los programas y planes de acción de las conferencias internacionales, ni en las resoluciones de las comisiones orgánicas. La aplicación de esta forma de pensar y ver al derecho internacional tiende a disminuir la eficacia de las normas relacionadas con derechos humanos en general, pero es especialmente dramática tratándose de derechos económicos, sociales y culturales, pues se les niega el carácter de derechos por su «falta de justiciabilidad». Más preocupante aún, al tratarse de derechos que afectan de manera especial a mujeres, niños y niñas.
He sido testigo de regresiones en la concepción de la naturaleza de la obligación estatal frente a los derechos humanos, porque, si bien ya se había dado un gran paso al reconocer que esta obligación es algo más que un simple no hacer, y que los Estados deben garantizar la plena vigencia y el pleno goce de todos y cada uno de los derechos humanos que han reconocido, he podido constatar, con cierta preocupación, que representaciones gubernamentales como las de Estados Unidos de América, Austria y Suecia, por ejemplo, han negado esta evolución y regresado a la antigua concepción en los dos primeros períodos de sesiones de la Comisión de Derechos Humanos del siglo XXI.
Estos años me han obligado a abandonar un poco el camino de la creatividad en el derecho y transformarme en una fanática de la norma claramente consignada, del positivismo, por lo menos en el ámbito internacional; me han obligado a guardar mis ímpetus interpretativos para más tarde, cuando el ideal de la aceptación, exigibilidad y vigencia universales de todos los derechos humanos se haya alcanzado; mientras tanto, se quedan en el cajón de los archivos por revisar.
Sin embargo, me pregunto: ¿cómo puedo contribuir a que el debate sobre estos derechos avance? ¿Cómo puedo capitalizar la experiencia de estos cinco años en pro de la aceptación universal de los derechos sexuales y reproductivos? Derechos que, dicho sea de paso, son de los más volátiles, pues aparecen y desaparecen en los acuerdos internacionales sobre el tema y, por tanto, de las políticas públicas regionales, nacionales y locales.
Inicio mis reflexiones reconociendo que la sexualidad forma parte del conjunto de atributos y facultades de la persona humana, que es inherente a su naturaleza, que posee un carácter universal, y que la reproducción debe ser, en el ser humano, una expresión de libertad, voluntad y responsabilidad.
Parto de la convicción de que varones y mujeres son los sujetos centrales, los beneficiarios directos de todo programa y política pública, tanto en el ámbito internacional como en el regional, nacional o local que se relacione con el derecho a la vida, la libertad, la salud, la maternidad, a la paternidad, al desarrollo...
También, de que la perspectiva de género es un auxiliar fundamental e indispensable para la correcta comprensión de los fenómenos de la naturaleza humana, como lo son la sexualidad y la reproducción y, por tanto, para el diseño de políticas y programas que respeten en toda su amplitud los derechos inherentes a estos fenómenos naturales y humanos.
La perspectiva de género, confusiones y razones
Precisamente por estas convicciones, tengo que aclarar el significado que doy al concepto género, el cual, me parece, hemos desvirtuado. Creo que hoy día se ha perdido totalmente la brújula con este concepto. Cuando surgió, allá en los años setenta, como una propuesta del feminismo, se pretendía separar los aspectos biológicos que caracterizan a las personas —varones y mujeres— de la socialización, que nos impone determinados estereotipos y roles. Las feministas anglosajonas —autoras de esta propuesta— consideraron que era la mejor forma de enfrentar los efectos de un determinismo biológico y ampliar la plataforma teórica que sustenta la igualdad y equidad entre varones y mujeres.2
A partir de entonces, la utilización de este concepto ha sido un excelente auxiliar de trabajo. Ha permitido reconocer y criticar formas de interpretación, simbolización y organización social de las diferencias biológicas y culturales entre varones y mujeres; ha permitido avanzar en la comprensión de aquellos factores socio-económicos, históricos y culturales que definen el ser mujer y el ser varón como categorías de lo humano, pretendidas como inamovibles a pesar de su variabilidad inherente, en tanto componentes del devenir histórico.
Sin embargo, el uso del concepto género ha creado confusiones. Originalmente, por efectos de su aplicación a otros idiomas, doy fe de la dificultad que se tiene para explicarlo en español y en francés; no quiero imaginarme lo que sucede con el chino, el árabe y el ruso, por solo mencionar los idiomas oficiales de Naciones Unidas. ¿Cuántas veces no escuché a representantes gubernamentales o funcionarios de organismos internacionales explicar que basta con la desagregación por sexo en las estadísticas, para cumplir con la incorporación de la perspectiva de género en los análisis económicos y sociales, y que con elevar el número de mujeres contratadas en una institución o empresa se está atendiendo el mainstreaming gender?
A estas alturas, en muchos foros internacionales, género se utiliza como sinónimo de sexo, y perspectiva de género como «cosa de mujeres», porque pareciera que la variable determinante en el análisis de los fenómenos sociales desde la perspectiva de género no son los factores culturales, de poder político, de acceso a recursos que marcan la diferencia entre varón y mujer, y las relaciones entre ambos sexos, sino, simplemente, el hecho de haber nacido mujer. De ahí que ahora, en las reuniones intergubernamentales, casi siempre que se utiliza la voz género se piensa en mujer o, en el peor de los casos, en sexo.
En la lectura que propongo de las definiciones sobre derechos sexuales y reproductivos, y los compromisos alcanzados en el ámbito internacional, retomo la propuesta que hicieran originalmente las feministas anglosajonas, es decir, al hablar de la perspectiva de género estoy haciendo referencia a una metodología que se estructura a partir de las relaciones entre varones y mujeres, de su socialización conjunta, de los problemas que trae a unos y a otras la concepción dicotómica de la sociedad. Utilizo la metodología para hacer referencia a las relaciones de poder, equilibrio y desequilibrio entre varones y mujeres. Me refiero a la perspectiva de género como auxiliar para poner en evidencia la simbolización cultural, tanto de las diferencias entre varones y mujeres, como de sus relaciones con respecto a la
sexualidad y a la reproducción, así como los códigos de conducta que surgen de esa simbolización que ha permeado y ha sido introducida en el inconsciente colectivo como una verdad absoluta.3
Al hablar de perspectiva de género, por tanto, no me refiero exclusivamente a la mujer ni a sus diferencias biológicas con el varón. Tampoco señalo la condición de la mujer como una entidad separada o separable —ella y sus experiencias— de la sociedad y de los varones.
En el contexto del tema de este artículo, analizar la sexualidad y la reproducción en tanto fenómenos sociales y en tanto derechos humanos, desde la perspectiva de género, implica tener en mente dos ideas centrales: primero, el género es un elemento presente en todas aquellas relaciones sociales en las que la diferencia sexual es significativa; segundo, el género representa relaciones primarias de poder.
Estas ideas contienen varios elementos que deben tomarse en consideración, en especial, los símbolos y mitos creados culturalmente, que identifican y describen lo que es masculino y lo que es femenino; las normas, tanto jurídicas como religiosas, que «congelan» las categorías varón y mujer en la sociedad; las instituciones y organizaciones sociales que perpetúan esas categorías y favorecen un tipo determinado de relaciones entre varones y mujeres,4 entre otros.
En el marco sugerido por estas ideas y elementos, la sexualidad y la reproducción son visualizadas como el eje sobre el cual giran los símbolos y representaciones de lo femenino y lo masculino, del «quehacer» de la mujer y de las «responsabilidades» del varón; de los roles que les son asignados a cada uno en la sociedad y su repetición a través de las generaciones. La perspectiva de género permite poner en evidencia la lógica de poder que subyace tras los datos «objetivos» que emanan de esos símbolos y representaciones; lógica sobre la cual la ley o los sistemas normativos han construido y definido «lo natural» a partir de paradigmas: esto es, el hombre como representación de lo humano; la heterosexualidad, como la única forma —o por lo menos, la única normal— de expresión de la sexualidad; la familia nuclear como la célula social universal o, desde el paradigma feminista, la maternidad libremente asumida.5
Desde mi punto de vista, y sin desconocer los avances alcanzados, la lógica de poder y los paradigmas a que hago referencia prevalecen en el debate internacional y nacional sobre los derechos sexuales y reproductivos, sobre la salud sexual y reproductiva, sobre los derechos humanos de las mujeres, dejando en el olvido factores de poder que inciden, también, en las relaciones entre varones y mujeres como la edad, la condición social y económica, la educación, la ideología, la pertenencia a un grupo étnico determinado, entre otros. Por ello entiendo que encontremos dificultades para hablar de manera clara sobre temas como la educación sexual, la sexualidad de adolescentes, el aborto y la opción sexual. Entiendo, también, por qué se favorece la perpetuación de la confusión entre género, sexo y mujer.
El surgimiento de los conceptos: derechos sexuales y derechos reproductivos
Cabe recordar que el concepto de derechos reproductivos surge, inicialmente, como una elaboración teórica para fundamentar y tratar de construir nuevas estructuras sociales que favorecieran la maternidad libre y la paternidad responsable; estructuras en las que se reconociera la función que ambas relaciones tienen en la construcción de la personalidad, tanto de los varones como de las mujeres. Y que el concepto de derechos sexuales tiene un origen incierto, vinculado tanto a la salud sexual como a las reivindicaciones de algunos grupos sociales sobre el derecho a ser diferente y a la no discriminación, incluso por la opción sexual.
Tiempo después se pudo afirmar que la comunidad internacional había reconocido la existencia de derechos vinculados con el ejercicio de la sexualidad y la reproducción de los seres humanos. Esto es cierto, pero también es cierto que este reconocimiento sigue siendo muy precario, que no en todas las reuniones en las que se hace referencia al tema de la salud sexual y reproductiva se mencionan los derechos correspondientes, y también es cierto que no podemos afirmar que exista un consenso sobre los límites y contenidos de estos derechos, porque cada vez que se ha llegado a un acuerdo, las reservas sobre ese acuerdo son más largas que el contenido de lo acordado.
Algunos grupos consideran que, en el ámbito internacional, estos conceptos surgen en la Conferencia de Teherán de 1968, cuando, por primera vez, se estableció que los progenitores tienen un derecho intrínseco a determinar libre y responsablemente el número y espaciamiento de sus hijos y a obtener la información necesaria para ello.6 Este mismo acercamiento se repite en los documentos finales de la Primera Conferencia Mundial de la Mujer7 y después en los correspondientes a las conferencias intergubernamentales sobre población de Bucarest y México.8
Se dice, también, que la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer proporciona la base legal internacional más acabada para los derechos reproductivos, precisamente por ser el único instrumento internacional que habla, de manera específica, de la planificación familiar. Efectivamente, en el artículo 12 de esta convención se establece, entre otras cosas, que los Estados parte deben garantizar, en igualdad de circunstancias, el acceso de las mujeres a los servicios de atención médica, en los que se comprenden los relacionados con la planificación de la familia, y en el artículo 16 se establece que, en la familia, la mujer debe tener los mismos derechos que el varón, entre otras cosas, para decidir de manera libre y responsable el número y espaciamiento de los hijos.
Acercamientos que se retoman en los años noventa, durante las conferencias sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo y sobre Derechos Humanos.9
Todo lo anterior es cierto, sin embargo, no es sino hasta 1994 cuando surgieron claramente especificados los conceptos de salud sexual y reproductiva, así como los derechos correspondientes.
Notas:
1. Expresiones utilizadas por Cecilia Medina, miembro del Comité de Derechos Humanos en la Reunión sobre la aplicación de los derechos humanos a la reproducción y a la salud sexual, organizada por la Oficina de la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos y el Fondo de Naciones Unidas para la Población, celebrada en Ginebra, del 25 al 27 de junio de 2001.
2. Al respecto, véase Marta Lamas: Usos, dificultades y posibilidades de la categoría género, La ventana. Estudios de género, Guadalajara, Universidad de Guadalajara, núm. 1, junio de 1997. Disponible en Internet:
http://www.udg.mx/laventana/libr1/lamas.html, p. 1.
3. En este contexto, Marta Lamas, siguiendo a Jean W. Scott, afirma que existe una ventaja de usar género para designar las relaciones sociales entre los sexos: mostrar que no hay un mundo de las mujeres aparte del mundo de los hombres, que la información sobre las mujeres es necesariamente información sobre los hombres. Usar esta concepción de género lleva a rechazar la idea de las esferas separadas. Scott señala que los «estudios de la mujer» perpetúan la ficción de que la experiencia de un sexo tiene poco o nada que ver con la experiencia del otro sexo. Aunque existe ese riesgo, creo que es menor, ya que muchos trabajos ubicados en los «estudios de la mujer» integran la perspectiva de relaciones sociales entre los sexos. En todo caso, el uso de la categoría género implica otra índole de problemas: dependiendo de la disciplina de que se trate es que se formulará la interrogante sobre ciertos aspectos de las relaciones entre los sexos o de la simbolización cultural de la diferencia sexual. Ibidem, p. 3.
4. Es el caso del matrimonio, de las relaciones de parentesco, de trabajo, de familia; la concepción del patrimonio y la herencia, etcétera.
5. Sobre el particular, véase Judith Butler: El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad, trad. de Mónica Mansour y Laura Manríquez, México, PUEG-UNAM-Paidós, 2001.
6. Acta Final de la Conferencia de Derechos Humanos celebrada en mayo de 1968, en Teherán, Irán. Documento de Naciones Unidas A/CONF.32/41 (1968).
7. Celebrada en México en 1975.
8. Respectivamente, Conferencia Mundial de Población (1974) y Conferencia Internacional sobre Población (1984).
9. Celebradas, respectivamente, en Río de Janeiro, Brasil, en 1992, y Viena, Austria, en 1993.
* Alicia Elena Pérez Duarte y Noroña, autora de este trabajo es una reconocida jurista mexicana, Doctora en Derecho y especialista en Derecho de Familia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario