Por Laura Rosso / Fuente: Página/12
En la teoría y en el activismo se puede discutir sobre cuál es la categoría de la prostitución y de qué manera nombrarla; de hecho, los debates entre las protagonistas y el movimiento de mujeres son muchos y bien polarizados –al menos entre quienes reclaman su derecho a empoderarse en tanto trabajadoras sexuales y quienes se reconocen en situación de prostitución–. Pero lo cierto es que la sociedad en su conjunto no cuestiona la prostitución y su condición de ritual masculino –de pasaje o de simple festejo– está completamente naturalizada. La socióloga Silvia Chejter puso esto de relieve en su libro Lugar común: la prostitución –Eudeba–, en el que recoge testimonios de varones de entre 21 y 78 años.
Vivimos en sociedades que no cuestionan la prostitución. Sociedades en las que la prostitución es una práctica institucionalizada, más aún, legitimada y con un fuerte anclaje en tradiciones y costumbres. Sociedades que conciben a los hombres como “clientes” con derecho a pagar por sexo alentados por una supuesta “oferta” que oculta y enmascara el rol protagónico de la demanda. Sobre este tema, Silvia Chejter, socióloga y profesora de la cátedra Género, Globalización y Derechos Humanos, en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, acaba de publicar Lugar común: la prostitución, editado por Eudeba, que corre el eje de los debates sobre el tema, que gira siempre en torno de las mujeres prostituidas, las organizaciones proxenetas, las complicidades institucionales o la trata. Lugar común... es un libro en el que quienes hablan, sin intermediaciones, son los varones que pagan por sexo. Las entrevistas fueron realizadas en el marco de un taller de investigación de la Carrera de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.
Como punto de partida, Chejter hace un llamado de atención sobre el lenguaje (mercantilizado) con el que se habla de la prostitución, el verbo prostituir habitualmente se conjuga con un “sujeto trastrocado”: “Cuando se dice ‘una mujer se prostituye’, ¿qué se está diciendo? ¿Se diría acaso que el esclavo ‘se esclaviza’ o que el obrero ‘se explota’ a sí mismo? Cuando un varón paga por sexo, es quien prostituye. El sujeto es el ‘prostituyente’ y las personas que son objeto de esa acción prostituyente son personas prostituidas. No es posible que alguien se prostituya a sí mismo. Los discursos patriarcales colocan a las mujeres como objetos al servicio del placer masculino, enmascarada como una relación contractual entre sujetos supuestamente iguales, una ficción que sólo tiene el efecto de naturalizar y reproducir las prácticas prostituyentes y anular cualquier planteo ético”.
–¿Cómo surge la idea de esta investigación?
–Cuando inicialmente nos planteamos la prostitución como tema del taller de investigación, discutimos dos posibilidades, si analizar las respuestas sociales o analizar a ese sector de prostituyentes, que son los que pagan por sexo. No era sencillo elegir, porque ambos temas son importantes. En realidad comenzamos con el primero. Basta mirar alrededor para darnos cuenta de que convivimos con el mundo prostibulario, que es parte de nuestro mundo; los prostíbulos (en sus diversas formas, cabarets, whiskerías, etc.) son vistos como espacios de “sociabilidad y diversión”, son parte del paisaje urbano, del paisaje rural, de las rutas. En una primera etapa hicimos una serie de entrevistas a mujeres, varones, jóvenes, de distintos sectores sociales sobre qué sabían, qué pensaban sobre la prostitución. La mayoría expresaba no saber nada. La ignorancia y ceguera frente a la problemática merecería una profunda investigación.
Sucedió que hubo entrevistados que expresaron que iban, o habían ido, a prostíbulos. De modo que decidimos concentrarnos en esta población.
El libro da cuenta de un total de 115 entrevistas realizadas. Los entrevistados son todos varones –la investigación se limitó a la prostitución heterosexual–. Los entrevistados son varones de diversas edades –entre 21 y 78 años–, de los más diversos sectores sociales y profesiones: abogados, diseñadores gráficos, arquitectos, empleados, obreros, estudiantes, profesores, jubilados, etc. Muchos de ellos solteros, pero también casados o en relaciones de pareja. La pregunta fue simple y rotunda: “¿Pagás por sexo?”. Sólo tres de los varones entrevistados se cuestionaron estas prácticas, y sólo uno dijo: “No voy más”. Vale aclarar que la metodología a la que se recurrió es la “entrevista narrativa”, un recurso que busca provocar relatos de experiencias de sexo prostituyente. La duda en un principio –relata la autora– era si los hombres hablarían, duda que se disipó enseguida. “Sabíamos –cuenta Chejter– que las experiencias prostibularias son tema de conversación entre varones, pero no estaba convencida de que frente a una entrevista, en el marco de una investigación, hablaran con sinceridad o espontaneidad. Esto es lo que habitualmente sorprende a quienes leen el libro, la facilidad y la transparencia del discurso.”
El libro plantea la prostitución como una institución, una institución patriarcal, como el punto de encuentro entre la explotación económica y la explotación sexual. Y remarca el carácter organizado de la misma: “Muchos de los entrevistados van a prostíbulos de manera esporádica, otros lo hacen asiduamente y su discurso muestra distintas formas en las que se desresponsabilizan de sus propias acciones. En primer lugar la cosificación de las mujeres, una cosificación que aparece relativizada y negada cuando se dice “ellas se prostituyen”, “ellas eligen prostituirse”, “ellas son las que deciden” a pesar de que son ofrecidas como si fueran objetos y de este modo anulan cualquier planteamiento ético. Otras formas de desresponsabilizarse es ir en grupos y adjudicar a los otros, al grupo, la iniciativa y las conocidas frases hechas, o lugares comunes acerca de que es dinero fácil, rápido, etc.”
–¿Ir a los cabarets, “ir de putas”, forma parte de un ritual vinculado a la diversión masculina?
–No quiero hacer generalizaciones. Pero lo que surge de la investigación muy claramente es que ir a un prostíbulo es una forma de relacionamiento entre varones que se da mucho y sobre todo entres los jóvenes; incluso forma parte de los ritos de iniciación comparable a otras prácticas machistas de varones como ir al fútbol, en el que el grupo de pertenencia es el que arrastra al prostíbulo. Hay ritos impuestos entre pares que hay que seguir: iniciación, despedidas de solteros, cobrar el sueldo, u otros festejos para agasajar o agasajarse que terminan en el burdel o en alguna “fiesta privada”. Cada una de estas ocasiones supone la confirmación de la virilidad que, fundamentalmente, requiere de la mirada voyeurista de los otros varones del grupo. Mirar a los otros y dejarse mirar cuando practican sexo prostituyente constituye –como lo expresan varios testimonios– la más importante motivación. Claro que también están los que van solos y muchas otras modalidades de prostituir.
–Algo muy interesante que marcás en el libro es este posicionamiento masculino de quienes van a los cabarets como “espectadores sin responsabilidad”.
–Muchos expresan que sólo van al prostíbulo a pasar un buen rato, a divertirse con los amigos, y la práctica misma de prostituir es casi secundaria. Entre los jóvenes es muy frecuente que expresen que no es que “decidieron ir” a un prostíbulo sino que se dejaron llevar, la decisión es de “los otros”, y no ir significa diferenciarse del resto, quedar afuera, afuera de la diversión, afuera del grupo, como dije antes. Y esta es otra de las formas de desresponsabilizarse de la práctica prostituyente.
–Hay una tácita aceptación de ver a las mujeres como mercancías, de cosificarlas.
–Esto es porque vivimos en una sociedad capitalista. En otros momentos históricos el uso, en realidad, el abuso sexual de las mujeres se encubría o naturalizaba de otros modos. Hoy el lenguaje mercantil funciona como un mecanismo de naturalización, que oculta el proceso de cosificación, pero una cosificación muy particular: una cosificación de carácter sexual. Remarco esto porque para mucha gente es fácil aceptar que existe explotación económica y cuando hablan de prostitución la reducen a una forma de la explotación económica. Es fundamental destacar que lo sexual no es secundario, es profundamente estructural. Sería algo así como el imaginario patriarcal llevado al extremo. Yo siempre cito una frase de una filósofa francesa que respeto mucho, Françoise Collin, que se plantea en qué mundo queremos vivir. Ella dice, “queremos luchar contra la mercantilización creciente de la vida humana o por el contrario consumarla, asegurando así la victoria completa del capitalismo, es decir, la resolución de todo lo humano a su equivalente monetario, en el olvido de la humanidad”. El proceso de cosificación de las mujeres por el cual son convertidas en mercancías o prestadoras de un servicio traduce un imaginario que naturaliza y banaliza las prácticas prostituyentes.
–¿Qué les “garantiza” a los hombres el hecho de pagar por sexo?
–No sé si la palabra es garantiza. Creo que no se lo cuestionan. Vivimos en una sociedad donde pagar para tener sexo es admitido, y como lo dicen los propios actores de las prácticas prostituyentes, con plata pueden comprar lo que quieren. Aun sabiendo de la explotación, sabiendo de la violencia, las situaciones forzadas, del engaño, del chantaje, etc., es decir, de las formas en que las mujeres son reclutadas, sometidas y retenidas en los espacios prostibularios. Pagar anula toda responsabilidad y culpa. En última instancia, si no son ellos, “habrá otros que lo hagan”. Y no quiero hablar del tipo de sexo que es el sexo prostituyente. Un argumento habitual es que van para satisfacer una necesidad biológica y fisiológica irresistible, atribuida a la supuesta naturaleza de los varones: “necesitan descargar”, y este hecho, tomado como evidente, explica por sí solo la necesaria existencia de la prostitución.
–A pesar de que es sabida esta realidad de explotación a la que son sometidas las mujeres prostituidas, los hombres siguen yendo.
–Eso es muy claro. Saben de la explotación y los relatos expresan con claridad que esto es tema de conversación entre ellos y las mujeres prostituidas. Pero eso no los afecta. En algunos casos preferirían que no fuera así. Pero saben y hablan de las condiciones de explotación y es claro que no les importa. Creo que con todo lo que se viene diciendo, escribiendo, denunciando sobre la trata de mujeres en nuestro país en los últimos años, las múltiples denuncias que se hacen frecuentemente, habría que ser muy negador para no reconocer la realidad prostibularia. Más aún, en los lugares donde van encuentran “guardias armados”, y distintos tipos de control, sin embargo siguen yendo. Pocos, muy pocos, se sienten cómplices y actúan en consecuencia.
–¿Es posible un mundo sin prostitución?
–Generalmente frente a la magnitud y realidad de la prostitución el primer sentimiento es de impotencia. En distintos momentos históricos la sociedad ha reaccionado, en realidad sectores de la sociedad. Y hoy estamos viviendo un momento en que el tema está cobrando visibilidad nuevamente en nuestro país. Claro que se está privilegiando la trata, y yo siempre insisto que no hay que olvidar que la trata es sólo una de las estrategias de reclutamiento, que el verdadero nudo central es la prostitución.
Está empezando a retomarse la vieja ley 12.331 del año 1913 que prohíbe el proxenetismo y ¡mirá qué vieja que es! La falla más importante de esta ley surge si se analizan los debates parlamentarios de esa época cuando se sancionó: es que no cuestiona la prostitución. Condena la explotación de la prostitución ajena, y lo que hay que cuestionar es la prostitución como tal. No acuerdo en que hay una prostitución libre y otra forzada. Desde el punto de vista sociológico diría que es una discusión falsa. Y volviendo a la pregunta de si es posible un mundo sin prostitución, hay indicios que alientan esa posibilidad. Recordemos por ejemplo la prohibición de los prostíbulos en la ciudad de Santa Rosa y otros municipios de La Pampa, a través de ordenanzas municipales, y la política de Suecia y Finlandia, Corea del Sur y otros países, que han penalizado todas las prácticas prostituyentes incluidos a quienes pagan por sexo. De modo que para responder si es posible un mundo sin prostitución, diría que es algo aún muy inaudible, es como un susurro, pero es posible. Si creemos que es posible va a ser posible. Hay que descreer de que la prostitución es un mal necesario o inevitable. Si descreemos esto empezamos a contribuir a que ese murmullo se haga más estridente.
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