Las desigualdades entre varones y mujeres en el ámbito laboral se manifiestan mediante distintas oportunidades de acceso al mercado de trabajo, diferentes posibilidades de obtener un empleo remunerado y desiguales condiciones laborales.
Por Pablo Ernesto Pérez * / Página 12
Están en desventaja
La reciente sanción en Diputados del proyecto que tiende a equiparar los derechos de quienes trabajan en casas de familia –casi exclusivamente mujeres– con los que establece la Ley de Contrato de Trabajo nos invita a discutir la situación más general de las mujeres en el mercado de trabajo. La abundante producción académica de los últimos años permite conocer que las desigualdades entre varones y mujeres en el ámbito laboral se manifiestan mediante distintas oportunidades de acceso al mercado de trabajo, diferentes posibilidades de obtener un empleo remunerado y desiguales condiciones laborales.
En todos estos aspectos, las mujeres se encuentran en una situación de desventaja respecto de los varones. Primero, debido a las obligaciones familiares –socialmente impuestas– tienen mayores dificultades para buscar un empleo. Segundo, aun cuando no tengan limitaciones para buscar un empleo, sus posibilidades de obtenerlo son menores. Tercero, cuando obtienen un empleo, la calidad suele ser menor a la de un varón con similares calificaciones.
Así, la presencia femenina es amplia en puestos en la base de la escala jerárquica –lo que se denomina “piso pegajoso”– caracterizados por su precariedad, menor remuneración, bajos requerimientos educativos y escasas posibilidades de movilidad. A su vez, pocas pueden acceder a empleos de altos niveles jerárquicos, fenómeno denominado “techo de cristal”, pues simboliza las barreras invisibles que les imposibilitan acceder a cargos directivos. Esta situación de discriminación hacia las mujeres en el mercado de trabajo tiene su correlato en las coberturas sociales: sólo contarán con una obra social en caso de haber accedido a un empleo remunerado formal o en tanto esposa o hija de un trabajador en estas condiciones.
El análisis empírico referente a la inserción laboral de las mujeres durante los últimos años nos muestra una situación de ambigüedad. Por un lado, se destaca una mejoría en algunos indicadores relativos a esa inserción y avances hacia una igualdad de géneros en el plano jurídico-legal. Pero, en la práctica, persisten los mecanismos que tienden hacia una reproducción de las desigualdades y continúa siendo importante el rol de los estereotipos de género que tienden a desvalorizar a la mujer como trabajadora. Esta ambigüedad también se evidencia en el espacio de las políticas públicas, que si bien suelen manifestar la igualdad de géneros y contemplar los derechos de las mujeres, proponen políticas familiares que las circunscriben a un rol de cuidadora de la familia.
Parte de las desigualdades se explica por la discriminación que realizan las empresas –en base a los estereotipos mencionados– al momento de la contratación. Así se construyen mitos –sin un fuerte correlato empírico– tales como los que asocian a las mujeres a un mayor costo laboral (por las licencias por maternidad), mayor ausentismo (vinculado con el cuidado de los hijos o familiares) o menor flexibilidad para cambiar turnos.
No obstante, muchas desigualdades no se originan en el mercado de trabajo sino en otros espacios de la vida social y, por lo tanto, preexisten al momento de la inserción laboral. La socialización diferencial que tienen varones y mujeres delinea la visión que tienen de sí mismos, de sus posibilidades de acceder al mundo del trabajo, de qué tipo de empleos pueden incluir dentro de sus expectativas y cuáles son inalcanzables. Existe una división sexual del trabajo que conduce a que mientras los jóvenes se preparan para ejercer un trabajo productivo, gran parte de las jóvenes son educadas para asumir el trabajo doméstico o de la reproducción.
Muchas mujeres –casi sin excepción, aquellas con menores credenciales educativas– obtienen trabajos signados por la precariedad en sus múltiples dimensiones: inestabilidad laboral, no registro, bajos salarios, jornada parcial, etc. En parte, esta cuestión es explicada por la doble jornada a la que están socialmente obligadas, el trabajo reproductivo en el hogar y el productivo en el mercado laboral. Aunque algunos varones se han involucrado en el trabajo doméstico y el cuidado de los hijos, la responsabilidad por las tareas reproductivas sigue recayendo en las mujeres. Así, la inflexibilidad de la división del trabajo doméstico frena la igualdad de géneros en el acceso al mercado laboral. A su vez, la ausencia de una política del Estado destinada al cuidado infantil condiciona la actividad laboral de las mujeres, principalmente la de quienes más lo necesitan, las de menores recursos.
La persistencia de patrones socioculturales que reproducen las dualidades señaladas refuerzan la continuidad de las desigualdades entre varones y mujeres en el mercado de trabajo. Modificar estas estructuras de género es un primer paso para favorecer una sociedad más equitativa.
* CEILPiette-Conicet.
Discriminación ocupacional
El trabajo doméstico es uno de los tantos empleos feminizados: está socialmente asignado a las mujeres. La discriminación ocupacional por género ocurre porque estas labores representan una extensión de las tareas reproductivas del hogar, tradicionalmente asignadas al sexo femenino. Son actividades que, pese a ser un eslabón importante dentro de la economía, carecen de visibilidad económica. El servicio doméstico ocupa a más de un millón de personas en nuestro país. Son principalmente mujeres con bajo nivel educativo, que lo encuentran como una de las pocas formas de insertarse laboralmente. Un porcentaje importante proviene de países limítrofes o ciudades del interior.
El empleo doméstico no es un trabajo como cualquier otro, sino que posee características que lo vuelven particular. Además de representar una extensión de las labores reproductivas, una segunda característica estereotípica es que se tiende a ignorar el carácter laboral de la relación existente entre trabajadoras y patrones. Debido a las características propias de la actividad, ni empleados ni empleadores son reconocidos como tal. Esto implica que no esté arraigada en la idiosincrasia de nuestra sociedad la obligación de pagar las cargas sociales a las empleadas domésticas. En tercer lugar, dado que el ámbito de trabajo son los hogares particulares, los organismos de inspección laboral del Estado tienen una muy limitada capacidad para verificar el cumplimiento de las normas laborales.
La combinación de todos estos factores configura un escenario de elevada desprotección para las trabajadoras. Según los últimos datos disponibles del Ministerio de Trabajo de la Nación (segundo trimestre de 2010), el 84,7 por ciento de las empleadas no recibió la cobertura de la Seguridad Social, es decir, no se les realizaron los aportes correspondientes. Este porcentaje hace al empleo doméstico el sector con mayor incidencia de la informalidad laboral de nuestro país, con más de un millón de trabajadoras en negro.
Por otra parte, incluso aquellas que se encuentran registradas hoy sufren una discriminación de derechos en relación con el resto de los trabajadores en blanco. Esto se debe a que el régimen vigente, sancionado en 1956 durante el gobierno de facto de Pedro Aramburu, sólo reconoce mínimos beneficios para las trabajadoras, lo cual contribuye desde el propio Estado a perpetuar la desigualdad que sufren quienes forman parte de este sector.
Frente a esta situación, la Cámara de Diputados ha dado media sanción por unanimidad al Proyecto de Ley de Trabajo Doméstico enviado por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. El proyecto reconoce a las empleadas domésticas los mismos beneficios del resto de los asalariados en relación de dependencia: vacaciones pagas, licencia por maternidad y enfermedad, indemnización por despido, aguinaldo, asignaciones familiares por hijo, entre otros. La nueva ley representa un avance histórico al igualar el status de esta ocupación al de cualquier otra.
En materia de género, esta ley implica un avance en el sentido de que garantiza autonomía económica para un estrato femenino relegado. Pero esto es sólo un primer paso para resolver definitivamente la discriminación hacia la mujer, que responde a cuestiones culturales y estructurales. Otro aspecto que debe reconocerse de la nueva ley es su enfoque progresivo. A diferencia de las leyes laborales de Menem y De la Rúa, donde lo que se buscaba era recortar los derechos de los trabajadores, el proyecto actual busca ampliarlos.
La elevada informalidad que caracteriza al sector se convierte en el principal limitante para la extensión de los derechos a la totalidad de las trabajadoras. En este sentido, el gran desafío radica en ampliar la cobertura de la seguridad social a todo el universo de las empleadas domésticas. El nuevo proyecto, al reconocer los derechos como a cualquier otro tipo de trabajo, no solamente es un acto de reparación histórica sino que también se espera que contribuya a la jerarquización de la actividad y al reconocimiento de la relación laboral por parte de la sociedad. Garantizar el acceso a un trabajo digno en igualdad de condiciones es imprescindible para cualquier nación que tenga como objetivo la justicia social.
* Investigadores de la Sociedad Internacional para el Desarrollo, Capítulo Buenos Aires-SIDbaires (www.sidbaires.org.ar).
Producción: Tomás Lukin
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1 comentario:
estoy en uno de los hotel en el centro de bariloche pero vivo en buenos aires.. yo tambien pienso que argentina esta muy lejos de la equidad, concuerdo con esta entrada!
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