sábado, enero 16, 2010

Nociones de Honor, Género y Raza: La Regulación del Cuerpo Femenino en Cuba en los Contextos Históricos Coloniales y Neocoloniales

Si la prostitución es un hecho social, tangible, permanente y dañino a la colectividad, los gobiernos que tienen la responsabilidad suprema de velar por el bienestar, la conservación y el progreso de los pueblos están en el deber de prestarle atención tomando una actitud frente a ella para que sea lo menos nociva posible [...].

Por: Dr. Ramón Alfonso (1911) / Fuente: CENESEX
INTRODUCCIÓN

Hay una tendencia a plantear una oposición binaria entre la prostitución antes de la Revolución de 1959 y después del período especial. Por eso los enlaces y las congruencias entre estos períodos desafortunadamente tienen que ser pasados por alto.

Esto niega la herencia institucional y cultural de conceptos racistas y sexistas, especialmente si se toma en cuenta la trayectoria histórica de la disciplina de la percepción del cuerpo femenino. Por consiguiente, se culpa solamente a la Revolución por este problema social contemporáneo. Para estudiar los procesos sociales en Cuba hoy en día, es necesario situarlos primero dentro de un contexto histórico. En realidad, no podemos entender las sociedades de Latinoamérica y el Caribe fuera de las herencias del colonialismo y el imperialismo.

En este sentido, pretendemos explorar las bases históricas culturales del fenómeno de la prostitución en Cuba concentrándonos en la regulación institucional del cuerpo femenino, ideológica y materialmente, antes de 1959. Este ensayo intenta estudiar cómo se entrelazan los conceptos acerca de raza, género, clase y sexualidad y cómo se sumergen en nociones ideológicas de honor y moralidad. Se argumenta que estas nociones culturales, contenidas o implícitas en los discursos y en acciones relacionadas con el cuerpo y el trabajo sexual, estaban reguladas y disciplinadas por el Estado y la sociedad. Se estudia cómo estas nociones de raza, género, clase y sexualidad estaban inscritas e incorporadas en la vida cotidiana en las épocas coloniales y neocoloniales del país. Esto demuestra la relación existente de los valores e ideas culturales con las estructuras institucionales. Esta relación refleja y mantiene jerarquías que limitan el acceso a la igualdad social.


ÉPOCA COLONIAL

Las nociones de raza, género y sexualidad fueron fundamentales en el orden y la organización de la vida colonial en Cuba. Los conceptos de moralidad y honor, marcados implícitamente a través de raza y género, jugaron un papel crítico en la creación de estatus y poder. Estos conceptos fueron institucionalizados y medicalizados[1] por las instituciones del Estado y la Iglesia.

DISCURSO DE HONOR EN EL MATRIMONIO DESDE LA PERSPECTIVA DE RAZA Y NEGRITUD[2]

Las ideas de la sangre y la pureza racial que sostenían la institución matrimonial, tenían implícitas la noción racista para que no se produjera un entrecruzamiento racial. Heredando nociones tradicionales de sangre y pureza racial de España, bajo una retórica de herencia, el matrimonio y las proclamas de honor eran mecanismos para mantener la superioridad blanca. Aunque estos discursos de honor no hablaron de raza directamente, no disminuyeron las implicaciones de ellos. La respetabilidad familiar y el honor a través del matrimonio justificaban la jerarquía racial en Cuba.

Basada en la noción de limpieza de sangre, la integridad familiar estaba entrelazada con el linaje racial. Con el pretexto del honor, esta noción metafísica de «sangre» (de hypodescent)[3] cuantificaba el linaje para la clase noble blanca, y fue mantenida por la institución del matrimonio. La defensa de la respetabilidad y el honor familiar fue un fachada que justificó las jerarquías y la segregación racial, protegiendo el poder social, político y económico de la nobleza. El honor, simbolizado por ideas de sangre, brindaba una interpretación-biológica y científica del estatus social, así las posiciones en la sociedad parecían «naturales».

El matrimonio estaba reservado para personas «iguales» con un poder y un estatus social representados por el color de la piel, con lo que se aseguraba el «linaje puro». La negritud simbolizaba inferioridad y esclavitud. La ascendencia africana era considerada una mancha contaminada o un deshonor (Martínez-Alier, 1974: 15). Es decir, el honor significaba no tener «sangre» o herencia africana o negra. Así la clase alta pudo asegurar su posición social «natural o merecida» previniendo los matrimonios interraciales y manteniendo el linaje «puro».

Muchas leyes de la Iglesia y del Estado vigilaban el linaje racial para imponer y mantener las nociones de honor, preservando las jerarquías sociales. Había requerimientos estrictos sobre el matrimonio. Los documentos oficiales de bautismo registraron información de la ascendencia de las personas, que servía como mecanismo de control social de éstas. Desde 1776 se dictaron leyes que regularon los matrimonios. Los matrimonios inter-raciales estaban prohibidos. Sólo quienes pertenecían a la nobleza o poseían «sangre pura» requerían por ley una licencia formal para casarse, y las parejas tenían que ser de estatus iguales (ibíd.: 30, 71).A las que no lo tenían, se les impedía obtener esta licencia. Estos requerimientos legales, estatales y religiosos fueron introducidos con el fin de mantener una segregación racial en la colonia. Tal sistema de vigilancia del casamiento de parejas interraciales, reforzaba la inferioridad «inherente» de los negros y evitaba su movilidad social.

En ese período las rigurosas fronteras raciales de la sociedad colonial cubana estaban siendo influenciadas y amenazadas. Aunque la abolición de la trata de los esclavos fue declarada en 1817, Cuba fue uno de los últimos países en el hemisferio en abolir la esclavitud[4]. Empero, los hijos de los esclavos eran declarados legalmente libres. Con el proceso de coartación, los esclavos podían comprar o negociar su propia libertad. Mientras tanto, la guerra contra España influyó en la política de emancipación, aumentando el número de «negros libres». Asimismo, los hombres blancos, demográficamente en mayor cantidad que las mujeres blancas, continuaron sus relaciones ilícitas con las mujeres de color[5], generando hijos interraciales. Entonces, el sistema social racial y sus estrictas fronteras estaban en riesgo a causa de la creciente población de negros libres, el aumento de relaciones interraciales y la abolición inminente de la esclavitud.

Estos factores pusieron en peligro la estructura laboral de la colonia, y las clases altas temían una rebelión negra parecida a la que sucedió en Haití (Helg, 1995). Entretanto, el color negro de la piel ya no significaba un estatus de esclavitud, por lo que se adoptaron nociones de honor y requisitos de matrimonio como una alternativa para determinar un estatus racial. Cuando las apariencias físicas (de color) no bastaban como factor para atribuir un estatus social, las referencias al «honor» o la ascendencia de alguien, conceptos fuera del sistema de la esclavitud, se apropiaron como mecanismos para mantener la subordinación racial (Martínez-Alier, 1974: 71-74).

El honor constituyó criterio y mecanismo para distinguir las poblaciones que no eran blancas, legitimar la segregación racial y confirmar la superioridad blanca. Por tanto, las restricciones para el matrimonio fueron la línea que dividió la población blanca de los demás. Estándares de honor monitorearon poblaciones «peligrosas» de origen africano para mantenerlos en «su lugar», es decir, en una posición marginada. Esta retórica de honor funcionaba con el propósito de relacionar categorías raciales con sentimientos de bueno/malo, lo que reafirmaba la inferioridad «innata» de los negros.

DISCURSO DE HONOR EN EL MATRIMONIO DESDE LA PERSPECTIVA DE GÉNERO

Las costumbres sociales alrededor del género también perpetuaron este ideal de honor para mantener la superioridad de la clase noble. La exclusión de la gente de color de un estatus era establecido por el control sexual de las mujeres. Víctimas de su propia biología, el poder reproductivo de las mujeres se consideró una amenaza a la noción de honor y al sistema jerárquico que se sostenía.

Nociones de género basadas en el patriarcado[6]

La respetabilidad familiar se aseguraba mediante la reputación sexual de sus mujeres.

Paralelamente a la cuestión racial, las mujeres eran objeto de vigilancia y control para prevenir una mancha en el linaje. Por ello se vigilaba y controlaba a las mujeres por el nombre familiar[7]. La capacidad reproductiva de las mujeres se utilizó en nombre de la «pureza social» pública (Martínez-Vergne, 1999: 95; Suárez-Findlay, 1999). La virginidad y castidad de una mujer representaba el honor y el estatus social de una familia. En este sentido, la institución del matrimonio entrelazó valores de honor, patrimonio, sexualidad y las obligaciones de las mujeres (Suárez-Findlay, 1999: 125). Por ejemplo, el permiso de los padres era un requerimiento formal para que una mujer pudiera casarse.

El honor desde la cuestión del matrimonio estaba entrelazado con el estatus social y la dependencia económica, por lo que se exigía el control de la sexualidad femenina a través de la vigilancia de los hombres. Según Collier yYanagisako (1987), se recurrió a los códigos y nociones de honor basados en el patriarcado para racionalizar la subordinación femenina. Nociones victorianas de género marcaron las cuestiones de espacio, sexo y esferas públicas o privadas. Según estas nociones victorianas, el dominio público se reservaba y designaba sólo para los hombres, mientras que el mundo privado o doméstico era para las mujeres[8]. El espacio público, asociado con los hombres, era el centro de actividad social y, por tanto, se concebía con valor, lo que legitimaba la autoridad masculina. Esta dicotomía definía los papeles de género y el comportamiento «aceptable» según el sexo de alguien. Se valoraba mucho el hogar según la ética familiar burguesa. La idea de ama de casa era un símbolo de estatus (Martínez-Vergne,1999: 35, 93).

Empero, estos estándares de género, espacio y comportamiento tenían que ver con la sexualidad y la sumisión. La sexualidad femenina, que obligaba a la mujer a la esfera hogareña, estaba limitada a la procreación. La noción «hogar» era muy importante y valorado dentro de la ética familiar burguesa; tener esposas «de ocio» en la casa era un símbolo de estatus (Martínez-Vergne, 1999: 35, 93). Se controlaba el movimiento de la mujer con esta noción de dominio en lo privado, obligándola al hogar y limitando sus actos de sexo solamente por motivos de procreación. Entonces, al regular y restringir su movimiento al campo privado, se manejaba y controlaba la sexualidad de las mujeres. La necesidad de controlarla e imponer estándares de honor daba significación cultural a la capacidad reproductiva femenina. Por tanto, el comportamiento sexual femenino fuera del espacio doméstico —es decir, fuera de la obligación reproductiva— era inmoral, sobretodo si ocurría fuera del matrimonio. La distinción de los espacios públicos (masculinos) y privados (femeninos) limitaba las actividades sociales, económicas y políticas de las mujeres. La función reproductiva de las mujeres, se definía como algo biológico e innato; este valor mantenía su subordinación y la ilusión de un orden de género «natural». Las instituciones regularon activamente estas nociones de género, espacio público/privado y los usos morales del cuerpo femenino.

Como dice Jane Collier (2000), la preocupación sobre la caída de la moralidad en la vida pública era un discurso que permitía la regulación del orden social que legitimaba las desigualdades sociales entre mujeres y hombres. Las mujeres eran valoradas por su virginidad y castidad. No debían tener relaciones sexuales fuera de su obligación reproductiva. Por el contrario, los hombres eran celebrados por su virilidad y su capacidad de seducir y lograr mayor cantidad de mujeres. Había un estándar doble. Para los hombres, el sexo era considerado una actividad recreativa y de placer, mientras que, para las mujeres, el sexo era sólo una función biológica. Los códigos religiosos de la Iglesia reafirmaron esta función reproductiva de sexo para las mujeres y declararon que las relaciones fuera del matrimonio eran inmorales para ellas (Martínez-Vergne, 1999: 32; Martínez-Alier, 1987: 47)[9].

La sexualidad femenina era fundamental para mantener los preceptos de honor y linaje familiar. Las mujeres deberían ser modestas y respetables. Una mujer sexual, con características o conductas asociadas con «lo masculino», era una amenaza para el orden social (Martínez-Alier, 1974: 109). Fuera del entorno privado, la promiscuidad sexual femenina era concebida como una marca social negativa, generadora de opresión hacia las mujeres. La existencia de cualquier duda sobre «la integridad sexual» de una mujer significaba una crisis irreversible para la futura esposa, pues la colocaba en la posición de no ser elegible para casarse, lo cual representaba una vergüenza para su familia. Y si una mujer perdía su virtud sexual, avergonzando a su familia, sólo un matrimonio forzado podía rescatar su respetabilidad (Martínez-Alier, 1987: 109).


RAZA, GÉNERO Y HONOR: ESTEREOTIPOS DE MUJERES DE COLOR

El discurso de honor también diferenció a las mujeres por clase y raza. A partir de estas nociones de honor se construyeron barreras sociales que funcionaron para controlar la sexualidad femenina y limitar su participación en la vida pública. El sistema del colonialismo hizo cumplir la dicotomía «pública/privada» en sus poblaciones para organizar y categorizar las instituciones y actividades de la vida cotidiana (Lugo, 2000). El honor también se codificaba en divisiones espaciales que tenían que ver con posiciones económicas.

Mujeres de la clase alta eran aisladas en la casa. Sin embargo, la clase obrera, gente de color en su mayoría, no tenía el privilegio de acceder a estas normas; tenían sus propias nociones de honor (Suárez Findlay, 1999: 28). Por necesidad económica las mujeres de clase baja trabajaban fuera de la casa. Por vulnerabilidad económica, no podían sobrevivir económicamente solas. Había una interdependencia entre los hombres y las mujeres de la clase trabajadora; hacían falta los sueldos de los dos trabajadores para mantener sus vidas. Mientras, las mujeres de la clase burguesa quedaban dependientes económicamente de sus esposos. Sus recursos les permitían quedarse en casa y dedicarse a criar a sus hijos (Suárez-Findlay, 1999: 69).

Así, las mujeres de clase baja, en general mestizas o negras libertas, transgredieron las fronteras de la casa, ocupando la esfera pública del hombre de tal modo que amenazaron la autoridad patriarcal[10]. Y resultó que por ocupar o estar en un espacio público podían ser acusadas de comportamiento «escandaloso» y ser detenidas por vagabundear. Las expectativas burguesas relacionadas con comportamientos y papeles de género nunca podían ser satisfechas por las mujeres de la clase baja, pues no adoptaron el comportamiento o las características asignados por la sociedad dominante y, por tanto, no podían ser calificadas como verdaderas mujeres de virtud (Suárez-Findlay, 1999: 20; Martínez-Vergne, 1999: 111). Quedaban marcadas como inmorales y sin honor. Eran también vistas como promiscuas y licenciosas innatas. Su sexualidad era estigmatizada.

Esta perspectiva era parte de la ideología dominante del blanqueamiento[11]. Junto a la prohibición legal de matrimonios interraciales, las mujeres de color no tenían la posibilidad de redimirse con el matrimonio. Primero, las mujeres de color ya estaban consideradas manchadas por su sangre negra, corruptas por su herencia africana. Segundo, según las leyes, el matrimonio nunca era una opción viable. ¿Qué hombre iba a enfrentar denigración y ostracismo sociales por casarse con una mujer «deshonorable»?

A diferencia de las mujeres blancas, su participación en relaciones sexuales fuera del matrimonio se consideraba un pecado que las colocaba sin remedio fuera del estatus del honor. El honor también era cuestión del gobierno y la ley. En la época colonial las cortes fueron utilizadas en defensa de la reputación personal de una mujer con el propósito de combatir la difamación sexual y buscar indemnización legal. Caulfield y sus colegas (2005) describen los casos de juicios por violación o insultos en Latinoamérica en que el honor del demandante, normalmente femenino, estaba en juego. Entonces el estatus social y la reputación eran defendidas por códigos legales diseñados para restablecer el honor de alguien. Pero, como demuestra Putnam (2005), los ataques y acusaciones contra la reputación sexual de una mujer sirvieron como rituales de poder y clasificación que entrelazaron la degradación racial con las transgresiones sexuales.

La ley civil y criminal distinguía entre mujeres «honestas» y «deshonestas». Sin embargo, existieron luchas individuales para restituir un honor dañado entre gente de estatus iguales o casi iguales. Es decir, las mujeres de color tenían poca oportunidad de ser redimidas. Quienes oficialmente disfrutaban de honor, podían defender su reputación en la corte. Ni la élite ni los funcionarios reconocían el honor del plebeyo (Caufield et al. 2005: 2). Entonces, en la ley y en la práctica se mantuvieron distinciones de clase y raza entrelazadas con conceptos de honor. Los estereotipos de las mujeres de color en la cultura popular las clasificaron como objetos sexuales, para lo cual influyeron las costumbres sociales y el sistema legal. Por ende, esta población quedaba sin posibilidades de ser redimida.

Los hombres blancos, amparados en estas condiciones, por estos estándares dobles de raza y género, continuaron relacionándose con mujeres de color. También la demografía promovió esta práctica: los hombres blancos superaron en número a las mujeres blancas. Por ejemplo, el concubinato hombres blancos con mujeres negras o mulatas era muy practicado. Estas relaciones fuera del matrimonio no incluía el acceso de los hijos al poder o al estatus del padre, en caso de existir descendencia. El concubinato proporcionó la oportunidad de demostrar la virilidad masculina, dejando a las mujeres vulnerables con pocos recursos. De este modo se legitima la desigualdad para las mujeres y su descendencia. Por tanto, estas relaciones interraciales eran aceptadas socialmente, porque no eran reconocidas por la ley.

Como la institución del matrimonio estaba reservada para personas «iguales», los hombres blancos no podían casarse con mujeres de color «racialmente inferiores». Sin embargo, estas relaciones extramaritales cuestionaron el control exclusivo de los hombres sobre los cuerpos de las mujeres, ya que éstas no accedieron a los valores asexuales burgueses de género tradicional. Las mujeres de color y de la clase obrera transgredieron los papeles sexuales de género al tener relaciones fuera del matrimonio, con lo que rompían los conceptos «blancos» de moralidad y amenazaban el statu quo.

Esto también reafirmó la inferioridad de los hombres de color, porque no podían mantener a sus mujeres en «su lugar» (privado).

Dada la amenaza de relaciones interraciales, se desarrollaron estereotipos negativos para estigmatizar a las mujeres de color y mantener su estatus subordinado. Mecanismos formales e informales reforzaron el statu quo. Las mujeres de color no fueron consideradas «damas».

«Actuaron» su sexualidad de una manera masculina. Como no representaron los papeles de género tradicionales, no tenían nada que ver con los códigos de honor. Eran tildadas o etiquetadas como promiscuas y licenciosas. La mujer negra, de vigoroso apetito sexual, era yuxtapuesta a la mujer blanca virgen, asexual, inocente y con virtud.

Las circunstancias de la esclavitud y el sistema colonial engendrarían un profundo racismo y el subsiguiente sistema de valores, creencias y estereotipos, de los cuales las mujeres también fueron objeto. Como expresa Álvarez Ramírez (2008: 36), el discurso hegemónico relativo a la sexualidad de las mujeres negras y mestizas que se ha legitimado en la sociedad patriarcal, las considera como objeto de deseo. Aparecen como figuras del deseo y son representadas como destino ineludible para hombres con vida sexual activa[12].

Como decía una frase popular, no hay tamarindo dulce, ni mulata señorita. (Martínez-Alier, 1974: 118). La imagen erótica de la mulata seductora y lujuriosa fue canonizada en el imaginario popular, marginando a las mujeres de color y legitimando el poder y el estatus racial de los hombres blancos. El color de la piel representó la moralidad del individuo. Su promiscuidad era una característica «innata», por lo que era un peligro. La fantasía lujuriosa de la mulata/negra liberaba a los hombres blancos de culpabilidad por sus agresiones sexuales, convirtiendolos en victimas de estas mujeres (Helg, 1995: 18).

Estos estereotipos son un ejemplo de los discursos regulatorios (Foucault, 1975): regímenes de disciplina que deciden cuáles son las posibilidades permisibles socialmente, de sexo, género y sexualidad y cuáles son «naturales» o «innatas».

Esto representa lo que Judith Butler (1990) llama performativity: el poder reiterado de los discursos produce el fenómeno que se regula y se obliga. Es decir, estos estereotipos servían como lenguaje de autoridad; eran reforzados por las leyes y las normas de la sociedad. Entonces, el performance de sexo, género y sexualidad para las mujeres de color no era una elección voluntaria.

Kutzinski demuestra cómo esta imagen popular de la mulata sexualizada y racializada adquirió fuerza y poder en la conciencia nacional cubana durante los principios del siglo XIX. Estas imágenes colocan a las mujeres de color como objetos del placer masculino, y muestran la contradicción ideológica simultánea de temor y deseo ante su diferencia racial. Este estereotipo era icónico durante la época colonial, estaba promovido por la cultura popular y legitimaba el comportamiento de los hombres blancos hacia ellas; prosperaba en las artes visuales y el teatro popular. Novelas como Cecilia Valdés y poemas como «La mulata» de 1845, escrito por Francisco Muñoz del Monte, atribuyeron a la mulata el papel de seductora serpentina (Kutzinksi, 1993: 28). También las marquillas de tabaco y las litografías presentaban a la mulata de esta manera.

Esta representación del cuerpo femenino, dice Moya Richard, ejerce gran influencia en la conformación de lo femenino—en este caso, lo femenino y lo racial—en el imaginario social. La representación mediática del cuerpo, en particular del femenino racializado, es expresión de la dominación que considera a estas mujeres negras parte del deseo masculino blanco. Estas representaciones o modelos del cuerpo de las mujeres negras y su sexualidad generan una forma de dominación que da como resultado la exaltación de un pensamiento patriarcal y racista (Moya Richard, 2008: 4-5).

Estas imágenes asociaban con frecuencia a la mulata o la negra con el ambiente urbano, la calle y los centros de comercio. «La mulata viene a representar algunos intercambios de la ciudad, sobre todo la sexualidad ilícita de una prostituta» (Kutzinski,1993: 59-60).

Otro ejemplo de esta ideología es la opinión del doctor Ramón Alfonso, secretario de la Comisión de Higiene Especial en 1902: las mujeres negras se encontraban «en constante promiscuidad […] y favorecidas por todos los medios de su instinto lascivo para que procreara.No podían sermás que unas prostitutas y no podían dar más que hijas prostitutas también» (Alfonso, 1902: 12).

Entonces las mujeres de color eran objetos de placer y deseo para los hombres blancos. Los cuerpos «vendibles» de estas mujeres han sido parte de la colonización en Cuba, que llega también al campo cultural (Álvarez Ramírez, 2008: 38). Esto justificaba las relaciones explotadoras entre los hombres blancos y las mujeres de color. Conocidas por su sexualidad, estas mujeres no tenían «honor» y no fueron reconocidas como damas, lo cual permitió que los hombres hicieran lo que deseaban sin ningún castigo social. La «inmoralidad» de las mujeres de color legitimaba ideológicamente una política de deseo fundamental para la estructura de poder que las subordinaba[13]. Esto demuestra que los discursos del honor o, mejor dicho, del «deshonor» de las mujeres de color y su sexualidad, eran parte integral de la ideología burguesa que mantenía la estructura hegemónica de la colonia.

Estos estereotipos de las mujeres de color fueron integrados en las instituciones coloniales como parte de la estructura racista y sexista. Su «sexualidad inmoral y desafiante» fue definida como una patología y medicalizada. Desde mediados del siglo XVIII cada manifestación «inmoral» o, mejor dicho, los comportamientos sexuales no reproductivos de las mujeres se consideraban un problema público grave. Las manifestaciones de una sexualidad femenina no reproductiva y la existencia de mujeres que ocupaban la esfera «pública», eran interpretadas como una condición patológica que la sociedad necesitaba controlar.

Estas mujeres y sus comportamientos sexuales eran denunciados. Sus características «innatas» tenían que ser rectificadas o supervisadas. Por esta razón, el Estado tenía que controlar, aislar y corregir a estas mujeres. Se formaron estructuras formales e institucionales que se basaban en un punto de vista machista y racista para mantener bajo control a estos sectores del pueblo definidos como «problemáticos» y limitar la movilidad de las personas negras y las mujeres.

Por tanto, el Estado desarrolló mecanismos para vigilar institucionalmente los cuerpos de las mujeres. En este contexto los discursos de honor tradicionales fueron medicalizados, llegando a una retórica de salud y seguro social. El Estado creó casas de recogidas y más tarde zonas de tolerancia como instituciones para controlar y regular los cuerpos de las licenciosas mujeres de color. El Estado tenía una «responsabilidad suprema» de enfrentamiento a estas «mujeres públicas» al considerarlas «una acción destructora sobre la moral de las sociedades por la ejemplaridad funesta de sus hábitos» (Alfonso, 1912: 120.)[14].



CASAS DE RECOGIDAS

El Estado estableció las casas de recogidas o «arrepentidas» para prevenir y corregir la prostitución femenina[15]. Éstas ayudaron a transformar a mujeres «problemáticas» hasta que demostraran rasgos tradicionales femeninos, tales como docilidad, sumisión y «respetabilidad». En 1746 el alcalde (por orden del rey español) ordenó el recogimiento de mujeres mundanas:

[...] procuren ordenar y arreglar el régimen y método de Gobierno de las Mujeres que se recogieran en dicha casa, de forma que no solo se las emplee y ocupe en cuanto pueda conducir a distraerlas de su vida licenciosa, sino también en labores que puedan utilizar en la misma casa y contribuir a su conservación [...] [Estévez Álvarez, 1976: 6,18].

El objetivo de estas «casas-cárceles» era ofrecer albergue gratuito a mujeres jóvenes que «sin recurso alguno se viesen arrastradas a la prostitución o tuviesen que ser depositadas por disposición judicial y procurar el aislamiento consiguiente de las que por faltas leves se viesen procesadas» (ibíd.: 17). Las casas se destinaban a «doncellas pobres y expuestas a relajaciones» y también a delincuentes «escandalosas e incorregibles». A estas mujeres se les exigía que se mantuvieran dentro de la casa. A ninguna se le permitía salir sin previa orden escrita de los tribunales (ibíd.).

A partir de la oratoria estatal de apoyo y «benevolencia», estas casas castigaron y explotaron el trabajo de estas mujeres en vez de protegerlas. Es importante notar la manera en que se habla de las mujeres y las casas. La fuerza de estos discursos describían a las mujeres como «de mala vida», sin vergüenza, arrepentidas y escandalosas; al mismo tiempo, tenían que ser salvadas y protegidas. Este es un ejemplo de lo que Scott (1990) llama un «trascripto público». Se trata de una descripción de interés del Estado (dominante) que distrae la atención de las implicaciones políticas y económicas; es un medio para ocultar la coerción. Estos discursos son fundamentales para establecer el poder social.


LA ÉPOCA NEOCOLONIAL Y EL SISTEMA DE REGLAMENTACIÓN

En el siglo XIX el Estado creó otras estrategias y mecanismos que regulaban la actividad sexual desde el poder. Como explica Abel Sierra, la medicina comienza a desempeñar un papel importante en el control de los disidentes. A los homosexuales, las prostitutas o las mujeres codificadas como prostitutas por ocupar la esfera pública, la policía del sexo los convirtió en criminales y enfermos, en disidentes (Sierra Madero, 2003: 23).

Como anteriormente hizo la Iglesia, la medicina y el derecho definían y vigilaban a los transgresores de las normas sexuales establecidas. Durante y después de las guerras de independencia, los debates sobre las mujeres y la prostitución se concentraron en temas de salud e higiene. El lenguaje de la medicina y la teoría científica eran codificados con articulaciones de raza y género. La percepción de las enfermedades venéreas fueron afectadas por nociones de género, raza y patología (Higgenbotham, 1992)[16]. La prostitución se consideró la mayor causa de enfermedades venéreas de los hombres, lo que decretó por tanto más regulación y control de los cuerpos femeninos (Alfonso, 1902: 47)[17]. Después de la primera ley del Servicio de Higiene, en abril de 1873, se crearon instalaciones (centros) de medicina para recluir y examinar a prostitutas.

El comienzo del régimen regulatorio cubano surgió bajo la rúbrica de salud pública y reforma cultural. La génesis del Sistema de Reglamentación coincidió con el ejercicio de la prostitución «al desenvolverse las sociedades primitivas» (Alfonso, 1912: 66). El control estatal del cuerpo femenino continuó durante la transición hacia una república independiente. En 1901 la Comisión de Servicio de Higiene redactó sus resoluciones de la reglamentación oficial de la prostitución para «organizar la salud pública». Esta política se justificaba como un proceso necesario para prevenir ataques a la moralidad pública.

El sistema tenía tres operaciones básicas: registrar e inscribir prostitutas (o, mejor dicho, a las mujeres que se asumía que eran prostitutas), proveer inspecciones de salud (que implicaban mandar a las mujeres a visitas sanitarias semanalmente) y hospitalizar a las que se detectaban con enfermedades venéreas[18]. Las prostitutas registradas sólo podían trabajar en áreas llamadas zonas de tolerancia, localizadas en las afueras de la ciudad, para prevenir el aumento de la prostitución y la incidencia de enfermedades venéreas.

Estas zonas tenían sus propias leyes de comportamiento, regulaciones e impuestos. Por ejemplo, la cartilla era un cuadernillo que las mujeres debían llevar consigo siempre para establecer su identidad, presentarla a cualquier oficial y documentar los resultados de sus inspecciones médicas. También las mujeres eran multadas y restringidas a vivir y trabajar sólo dentro de las zonas. El Servicio de Higiene, de administración y supervisión de estas zonas, cobraba impuestos estatales en esas áreas, definidas como espacios para «tolerar el vicio».

La participación en este sistema era obligatoria. Las visitas sanitarias a la clínica eran un requisito obligatorio para todas las mujeres registradas y debían realizarse con una frecuencia de al menos dos veces a la semana. Si perdían un examen, eran multadas y llevadas a la fuerza a la clínica para hacerse el examen clínico (Alfonso, 1912: 102-103). Una patrulla especial de la policía perseguía a aquellas «mujeres públicas y desobedientes» no registradas y las sancionaban a pagar las multas. Lo mismo aconteció en Puerto Rico, no importaba si realmente las mujeres eran prostitutas. Prostitutas o no, los cuerpos de las mujeres eran controlados igualmente (Suárez-Findlay, 1999).

Esta Reglamentación se dirigía solamente a las mujeres. No se aplicaba a los hombres, ya que ellos «transmitían las enfermedades venéreas si se les contagiaba por accidente» (Alfonso, 1912: 136). Por ejemplo, entre 1907 y 1908, se estableció el servicio de tratamiento gratuito para los hombres que lo solicitaban, pero este centro médico se cerró después de un año, ya que muy pocos hombres acudieron para recibir tratamiento (Alfonso, 1912: 106).



LA DEFENSA DE LA REGLAMENTACIÓN

La Reglamentación y su política se justificaba para «prevenir ataques a la moralidad pública y para garantizar la salud colectiva» (Alfonso, 1912: 65). Estas mujeres eran clasificadas como «un peligro venéreo». Sus comportamientos transgresores de los estándares burgueses de raza y de género se consideraban «una acción destructora de la moral de la sociedades» (Alfonso, 1912: 120; Alfonso, 1902: 47). La salud pública, con principios morales subyacentes, fue un mecanismo para patrullar y perseguir a estas mujeres que no aceptaron las normas burguesas. Los cuerpos de las mujeres, especialmente las mujeres de color signados por su sexualidad exagerada, fueron codificados con preceptos de moralidad. La ideología del honor, marcada por nociones de raza y género, continuó mediando y definiendo el estatus social y exigiendo el control y la vigilancia institucionales de la sexualidad femenina.

Las reglamentaciones y sus justificaciones discursivas ilustran cómo las técnicas estatales de disciplina y de poder están centradas en el cuerpo. Se demuestra lo que Foucault (1977) llamó biopower: cómo agencias desplegadas por el Estado definen poblaciones. Estos grupos se clasifican como miembros fallidos (por sus cuerpos) de la sociedad y, por tanto, se llega a manejarlos de manera específica para su uso. Los discursos de honor y moralidad no eran actos de lenguaje incidental, pues ideas de género y raza se encontraban implícitas. Las instituciones de la Iglesia y el Estado fueron instrumentos de esta ideología, que justificaba la regulación del cuerpo femenino.


CONCLUSIÓN

Este ensayo trata de explicar cómo los conceptos acerca de raza, género, clase y sexualidad estaban entrelazados y cómo se hallaban inmersos en nociones ideológicas de honor y moralidad en Cuba antes de la Revolución. Estas nociones culturales contenidas o implícitas en los discursos y acciones involucrados con el cuerpo y el trabajo sexual, justificaban vigilar, regular y disciplinar los cuerpos de las mujeres, y especialmente los cuerpos de las mujeres de color. Los discursos y el consiguiente control corporal femenino por el Estado y la sociedad jugaron un papel crítico en las relaciones políticas, sociales y económicas en la Colonia y la República. Los cuerpos de las mujeres estaban marcados por la raza y la sexualidad, lo que provocaba su control discursivo y material. Los valores culturales inscritos e incorporados en la vida cotidiana se fundamentaban en desigualdades que tenían que ver con la raza, el género, la clase y la sexualidad, lo cual justificaba y mantenía una estructura hegemónica jerárquica.

Los sistemas de reglamentación en la época colonial y neocolonial en Cuba son un ejemplo de lo que Omi y Winant (1989) denominan un «proyecto racial». Un proyecto de este tipo está formado por dos partes que trabajan en conjunto: las representaciones y significados, y las leyes e instituciones. En este caso, las ideas y las instituciones funcionaban unidas para negar recursos, derechos e igualdad a las mujeres y especialmente a las mujeres de color en Cuba antes de 1959. Instituciones estatales y valores culturales trabajaban conjuntamente para crear, justificar y perpetuar una jerarquía en la sociedad cubana. El Estado y la Iglesia fueron instrumentos de una ideología racista y sexista, lo cual demuestra la relación existente entre valores e ideas culturales y estructuras institucionales, y la forma en que se mantienen jerarquías que funcionan como obstáculos al acceso a la igualdad social.

Lo anterior permite profundizar en la relación o la tensión entre cambios estructurales y culturales. A partir de este análisis surge un conjunto de interrogantes que serían fuente de nuevas indagaciones. El Estado cubano y sus instituciones han cambiado a través de los tiempos. Las metas de igualdad, los cambios estructurales y los programas socialistas de la Revolución Cubana han tenido mucho éxito en el sentido de la igualdad en cuanto a raza y género, quizás más que en cualquier otro país del mundo. Empero, a pesar de los cambios políticos de la Revolución, nos quedan interrogantes: ¿cuál es la herencia del patriarcado y el racismo existentes antes de 1959?, ¿cómo se manifiestan hoy en día las herencias culturales de la época colonial y neocolonial?, ¿podemos hablar de una trayectoria evolutiva de las costumbres sociales cubanas contemporáneas?



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NOTAS

[1] Uso el término «medicalizados» para describir el proceso en que las ideas de honor y lo «moral» se designaron bajo la rúbrica y el discurso de la Medicina.

[2] Hablo de raza como una construcción social, no solamente como color de piel o características físicas. Raza y proceso de racialización refieren una ideología y prácticas sociales históricamente específicas. La significación de raza es negociada y definida a través de la historia (legalmente, por acciones colectivas, prácticas personales, luchas e ideas políticas y por instituciones). Es decir, la raza no es una esencia o un objeto concreto y rígido (fijo). Se trata de un concepto sociohistórico, determinado por fuerzas sociales y variable a partir de distintas sociedades y etapas (períodos). Empero, aunque es una construcción social o una ilusión, tiene consecuencias e implicaciones materiales y tangibles. La raza está presente en cada persona/identidad, institución y práctica social. Por eso, la teoría de formación racial explica cómo la cuestión racial es un inestable complejo de significaciones sociales, transformado constantemente por luchas y poderes políticos.

[3] En sociedades que consideran a algunas «razas» como superiores o dominantes y a otros grupos como inferiores o subordinados, hypodescents se emplea para asignar los hijos interraciales a la raza «inferior».

[4] En 1886 queda abolida la esclavitud con las guerras de independencia.

[5] En este ensayo se emplea el término «de color» para referirse a gente de descendencia africana o «no blanca». Uso este término para designar a una población que pasó por un proceso de racialización: la extensión de significación racial a un grupo clasificado por prácticas sociales, económicas y políticas. Es

decir , hablamos de mujeres de color como categoría para designar a una población marcada por cuestiones de género y raza; por ser mujeres «no blancas», recibieron un tratamiento y una posición social y la negación de sus derechos y de acceso a recursos en la sociedad. Aunque este término no se usa en Cuba hoy en día, el término «de color» aparece en los documentos de la época referida aquí. También muchos cubanos han debatido y siguen debatiendo el tema racial en la Cuba contemporánea. El debate actual refleja que todavía no hay un consenso entre especialistas (Martínez Fuentes, 2002). Por ejemplo, al hablar del carácter uniétnico y multirracial de la nación cubana, notamos que Jesús Guanche confunde la sustancial diferencia entre lo étnico y lo racial, conceptos sumamente complejos que poseen diversas interpretaciones e implicaciones sociales. Guanche describe que en Cuba existen

clasificaciones raciales de origen popular que prestan atención a las características evidentes de color de la piel, la forma y color del cabello y el color de los ojos (desde negro azul hasta albino y blanco lechoso) (Guanche, 1996: 54). Pero a pesar de tantas categorías, como dice Alejandro de la Fuente (2005), en Cuba sigue habiendo «negro», blancos mulatos (o mestizos); en la praxis social lo negro es asociado a los peores atributos sociales. Cuando se habla de discriminación racial y los efectos de las transformaciones relacionadas con este problema, se parte de las condiciones en que se encontraban los negros y mestizos en épocas anteriores (Alvarado Ramos, 1996). Y aunque «no hay razas», se siguen clasificando los grupos humanos, con pretensiones de que sus miembros puedan ser valorados o no. Las construcciones raciales y sus efectos han impactado en la vida de las personas, y desempeñado papeles sociales muy importantes (Martínez Heredia, 2002). Sobre el tema racial en Cuba, véanse: La Gaceta de Cuba, no. 1, enero-febrero, 2005; Temas, no. 7, julio-septiembre, 1996; Caminos, no. 24-25, 2002; y Catauro, año 4, no. 6, julio-diciembre, 2002.

[6] El término «patriarcado» se refiere a una sociedad que está dominada, identificada y orientada (centrada). El patriarcado es un aspecto fundamental de la opresión de las mujeres y las desigualdades de género. Patriarcado describe discrepancias de poder que tienen que ver con el género en la sociedad. Los hombres monopolizan la autoridad y las posiciones de poder, lo cual conforma una cultura que refleja el interés colectivo de los hombres y promueve que los hombres son superiores a las mujeres. También los conceptos de «cultura», «ideología» y «norma» están asociados a lo masculino. Lo masculino representa el mundo simbólico, el estándar de «lo normal», los valores núcleos de la sociedad. La experiencia masculina representa la experiencia humana; siempre hay un enfoque o

atención a los hombres. El patriarcado está implícito en la sociedad como una ideología que promueve los privilegios masculinos y es fundamental para las estructuras e instituciones de la sociedad.

[7] Véanse a Martínez-Vergne (1999) y Suárez-Findlay (1999) para una discusión parecida en el contexto de Puerto Rico

[8] Los estudios de género han desarrollado un análisis sobre las concepciones «público/privado o doméstico». Nociones victorianas de espacio, basadas en género y desarrolladas dentro de un esquema evolutivo, fundadas en las ideas de la Ilustración durante el siglo XVIII, justificaban la posición subordinada de las mujeres. Estas fuentes ideológicas de poder asociaron el espacio doméstico con la mujer por su «responsabilidad» biológica y reproductiva, mientras que el espacio público, asociado con

poder y autoridad, era para los hombres. Este carácter binario sirve de interpretación del cuerpo de la mujer, circunscribiendo el espacio, las actividades y el poder de las mujeres. Se universalizaron el espacio designado y el papel de la mujer en la sociedad, valorando el poder y la hegemonía de los hombres. Las nociones victorianas y su visión del espacio público y privado se relacionaban con recursos económicos, políticos y sociales; eran un mecanismo para prescribir las convenciones de comportamiento y la sexualidad, reinscribiendo el sistema jerárquico de la sociedad (véanse Collier , 2000; Rosaldo, 1974; Ortner , 1974; Maccormack, 1980).

[9] También en las últimas décadas del siglo XIX la medicina propuso un modelo de normalidad sexual que reforzó el modelo reproductivo de sexo (Sierra Madero, 2003: 23).

[10] Antes de la abolición de la esclavitud, las esclavas también trabajaban en las plantaciones agrícolas. Así, cuando fueron libres, no fue la primera vez que salieron a trabajar, ya lo habían hecho con anterioridad (Álvarez Ramírez, 2008: 36).

[11] Aquí me refiero al blanqueamiento como algo étnico, cultural y racial. Se trata de una ideología y un comportamiento social que es una manifestación de racismo. El blanqueamiento es un sistema de creencias que valora los avances socioeconómicos y el éxito en relación con un «desarrollo racial». En este sentido, es una estrategia adaptada física o culturalmente, enfatizada como requisito de movilidad social.

[12] El estereotipo acerca de la hipersexualidad de las mujeres frodescendientes lleva implícita la creencia de que las personas negras están más cerca de los primates y, por tanto, de la naturaleza (Álvarez Ramírez, 2008: 37).

[13] Véanse Gilman (1985) y Collins (1990) para una discusión del imaginario de la mulata, los cuerpos de las mujeres negras y el papel de los hombres blancos

[14] Desafortunadamente, muchos datos sobre las Casas de Recogidas y la Reglamentación eran destruidos por el gobierno civil durante y después de las guerras de independencia. Este ensayo se basa en dos documentos primarios escritos por el doctor Ramón M. Alfonso, quien trabajó como secretario de la Comisión de Higiene Especial del Estado y publicó estos documentos como informes anuales en 1902 y 1912. Como me interesan los discursos de las instituciones y el papel del Estado en la regulación del cuerpo femenino, concentré mi análisis del sistema de regulación en su comentario, como representación de la perspectiva del gobierno en esa época.

[15] Este fenómeno existió también en Puerto Rico colonial, pero se conoció como Casas de Beneficencia (Martínez-Vergne,1999).

[16] Véase Brandt (1987) para una discusión sobre la construcción social de enfermedades venéreas.

[17] En los documentos de Alfonso se habla de enfermedades venéreas, sin precisar a cuáles se refiere.

[18] En los documentos de Alfonso se habla de enfermedades venéreas en general. A veces se precisa que hicieron tratamientos de gonorrea y sífilis en el hospital.

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