viernes, diciembre 11, 2009

Belleza, seducción y sumisión... ¿Muestras de poder de las esposas en la edad media?

Por: Isabel González R. / Revista Venezolana de Estudios de la Mujer, vol. 10, no. 25
Las mujeres son artífices y oficinas de la vida, y ocasiones y causas de la muerte. Hanse de tratar como el fuego, pues ellas nos tratan con fuego. Son nuestro calor, no se puede negar; son nuestro abrigo; son hermosas y resplandecientes; vistas alegran las casas y las ciudades; más guárdense con peligro, porque encienden cualquier cosa que se les llega, abrasan a lo que se juntan, consumen cualquier espíritu de que se apoderan, tienen luz y humo con que hacen llorar su propio resplandor.
Quien no las tiene está a oscuras; quien la tiene está a riesgo; no se remedian con lo mucho ni con lo poco; al fuego (...) fácilmente se tiene y fácilmente se pierde (...).

Plutarco

Por mucho tiempo la historia ha ignorado la presencia de las mujeres; le ha resultado más atractiva la figura de los hombres por el simple hecho de que éstos siempre se han relacionado con los espacios públicos, es decir, con el poder. Esta actitud se manifestó, a su vez, en una voluntad deliberada de someter y excluir a la mujer del mundo del trabajo, el saber, la cultura y la ordenación religiosa, por ejemplo.

Así, las mujeres desde siempre, fueron reducidas por los mecanismos de dominación masculina a ser simples objetos pertenecientes al espacio privado: el hogar. Mujeres objetos con roles específicos que cumplir, por cierto. Precisa Gioconda Espina que: «Las funciones dentro del espacio reproductivo (sexualidad heterosexual y monogámica, maternidad, crianza de los hijos y trabajo doméstico) están previstas para ella en esa ley, así que aunque la expresión de la femineidad varía según las diferencias de clase, época y otras circunstancias, la situación de las mujeres es siempre subordinada en relación con los hombres» (1993, 63). De esta manera, por mucho tiempo fueron formadas para conformase con ser vírgenes, religiosas o esposas (madres de proles numerosas, dedicadas al hogar y dispuestas a dar lo mejor de sí mismas a sus familias).

Ahora bien, esas convicciones sobre la supuesta inferioridad innata de la mujer ¿Qué efecto surtió en las mujeres de la época medieval específicamente? ¿El desarrollo de muchas de ellas sufrió alguna suerte de depravación? ¿Cómo canalizaron los deseos propios de todo ser humano de ejercer poder y control?


Lograr una aproximación a cómo se constituyeron como sujetos
las mujeres en el medioevo, es el objetivo del presente trabajo. Para
ello, recrearemos pasajes de la literatura donde se narran sucesos
acontecidos alrededor de algunas mujeres. En ellos observaremos cómo
fueron menospreciadas y maltratadas por el otro, y lo que resultó más
grave aún, por ellas mismas.

A finales de la Edad Media, la Iglesia cristiana hizo del matrimonio
un sacramento, organizándolo e incitando a las personas, que
no pudiesen mantenerse en celibato, a contraerlo. Se exaltó a Sara,
personaje de la Biblia de quien lo único que se sabe es que era la
mujer de Tobías, buena esposa y buena madre (Tobías, 10: 12). Ella
representará desde ese momento, la santidad conyugal. Representará,
también, a la mujer sometida por el marido, porque el matrimonio
como toda institución, tiene una jerarquía en la cual la mujer no
es igual a su pareja. Dos ilustres hombres de la Iglesia antigua dan
fe de eso. San Agustín señaló: «Hombre, tú eres el amo, la mujer es
tu esclava, Dios lo quiso así. Sara, dice la Escritura, obedecía a Abraham
y lo llamaba amo suyo (...) Sí, vuestras mujeres son vuestras servidoras
y vosotros sois los amos de vuestras mujeres» (Sermón 322
citado por Guy Bechtel, 2001, 46). Por su parte, San Pablo lo explica
de esta manera: «Quiero que sepáis que la cabeza de todo varón es
Cristo, y la cabeza de la mujer, el varón, y la cabeza de Cristo, Dios»
(1 Corintios, 11: 3). Sólo queda lugar para la obediencia: «Las casadas
estén sujetas a sus maridos como al Señor» (Efesios, 5: 22).

Ahora bien, ¿cuál es la razón primigenia de estas sentencias?

La razón la hallamos en el Antiguo Testamento (libro que tanta responsabilidad
tiene en el calvario que ha sido para muchas personas haber
nacido mujer): la mujer debe estar subordinada porque Eva fue creada
después de Adán, y también, porque: «Eva representa lo negativo,
la parte maldita, la perversidad innata, y sobre todo, cosa que es mucho
más grave, la rebelión ante la posición que el Creador atribuye a la
mujer. Rebelión ante una posición de sumisión casi feudal, de vasalla
frente al que llama su amo, dominus, en latín, señor, su señor, el hombre
que es su marido» (Duby, 1986, 42). Y en el mundo medieval todo
estaba establecido según ese orden social-religioso. Siguiendo ese
precepto, la mujer, criatura débil y perversa per se, debía estar sometida
a Dios, al padre, al marido; si no podía ser virgen, santa o religiosa,
entonces, debía ser esposa y madre. Al respecto, María A. González
explica: «La evolución seguida por las diferentes culturas da cuenta
de un proceso de expoliación de poder y de representaciones valorizadas
de las mujeres, si bien es significativo que coexista el sometimiento
social femenino junto a una imagen (en los mitos, los ritos,
las religiones) de la mujer percibida como poderosa y peligrosa» (1993,
72).

Como puede observarse, en ese mundo predominantemente masculino,
la situación de las mujeres no era nada fácil. Se encontraban
sumergidas en una cultura que les inculcaba desde la infancia: «el
ideal femenino de pasividad y sumisión a sus padres y a su futuro
marido, quien quiera que éste pudiera ser. Su matrimonio, generalmente
a una edad muy temprana, significaba el dominio total por parte del
marido y, en la práctica, la desaparición de todos sus derechos legales
mientras durara el enlace. A pesar de ello, se le exigía también
ser competente y eficaz en el gobierno de la casa una vez casada,
ya que la comodidad material y el cuidado del hogar eran fundamentalmente
su responsabilidad» (Wade, 1989, 44).

Así, una vez asimiladas las enseñanzas impuestas, la mujer cumplía
uno de sus principales objetivos: encontrar un marido. El matrimonio
representaba para ella la posibilidad de ocupar un papel en la
sociedad. De esta manera: «realiza un acariciado sueño, o al menos
una anhelada ambición, pronuncia una promesa que incluye servir y
obedecer, en una ceremonia amable y sencilla» (Vigil, 1994, 92).
Fray Luis de León, en su obra La perfecta casada, señala que
las esposas deben ser «puertos deseados y seguros» para que sus
maridos al regresar al hogar «reposen y se rehagan de las tormentas
de negocios pesadísimos que corren fuera dellas». Esto, claro está,
se debe a que la naturaleza femenina las ha destinado para «agradar,
y servir, y alegrar y ayudar» (citado por Vigil, 1994, 94). Se esperaba
entonces de las mujeres que fuesen dulces, dóciles, obedientes,
pasivas y prudentes, debido a que «El deseo –filial– masculino ha
exigido que la única identidad femenina deba quedar reducida a ser
madres asexuadas y benévolas, sin rastro de ira, de poder y de otro
deseo que no sea el de un hijo» (González, 1993, 73).

Estas convicciones, condujeron a las mujeres a ser deseables,
en vez de desear ser amadas por lo que eran. Encontraron poder en
la fuerza de una imagen (la suya), en lugar de hallarlo en la responsabi-
lidad de sus propios actos. No es de extrañar entonces, que terminaran
sintiéndose resentidas, frustradas y fuera de control al sacrificar
sus deseos y necesidades reales para satisfacer los deseos de ese
Otro representado en el marido: que fuesen la madre perfecta y esposa
ideal (Young-Eisendrath, 2000).

Este comportamiento trajo una doble condena para las mujeres:
lo eran si reclamaban respeto hacia sí mismas (las llamaban dominantes,
brujas), y si no lo hacían, en el fondo de su ser, surgía un
gran malestar: el de sentirse inmaduras, derrotistas, dependientes o
reprimidas al cumplir lo que la sociedad de su época les impuso: obedecer
servilmente al marido.

Estas imágenes las hallamos reflejadas en los personajes femeninos
de dos cuentos: Alicia, en “La comadre de Bath” y Griselda en
“El cuento del Erudito”, ambos incluidos en la obra literaria Cuentos
de Canterbury, escrita por el inglés Geoffrey Chaucer a finales del
siglo XIV. Estos cuentos ejemplifican qué sucede en las mujeres cuando
no se les permite expresar su necesidad de reconocimiento como
actores coprotagónicos de la sociedad, sino cuando sólo destacan por
su belleza, gracia o generosidad, así como por su sumisión.

“La comadre de Bath”
Alicia Bath es presentada como una mujer abundante en palabras,
lasciva y mandona (lo que en nuestra época solemos denominar
“una cuaima”). Con gran elocuencia, Alicia señala “que lo que más
le gusta a las mujeres es mandar”. Esto lo plasma al narrar las vicisitudes
de sus cinco matrimonios y cómo ella, mediante su sexo, astucia y
contundencia logra dominar a sus distintos maridos.

Sin embargo, cuando nos acercamos a ella, percibimos en Alicia
que el peso de la cultura patriarcal ha hecho mella en su personalidad,
y que sufre, por ejemplo, por el paso del tiempo, ya que éste
acabó con sus grandes armas: la juventud y la belleza. «¡Ay, Jesucristo,
Dios mío! Cuando lo recuerdo todo y me acuerdo de mi juventud y
alegría, el cosquilleo me llega a lo más hondo del corazón. Hasta la
fecha hace bien a mi corazón recordar el empuje de mi juventud. Pero
la edad, ¡ay!, que todo lo estropea, me ha despojado de mi belleza y
de mi auge» (Chaucer, 1999, 212).

Alicia sentía que su poder femenino se basaba en su juventud y
belleza; que sólo por éstos sería “bonita y deseada”. Este pensamiento,
recurrente en la gran mayoría de mujeres de todas las épocas, no
debe causar extrañeza. En un mundo gobernado por el deseo masculino,
las mujeres, son valoradas por su imagen corporal y no por
sus acciones; parecieran que son impulsadas por el deseo de ser deseables,
en lugar de ser estimuladas por el deseo de ser conocidas
y amadas. Así, quedan reducidas a ser objetos de deseo de los hombres,
lo que a su vez, reafirma la condición dominante de éstos. María
A. González aclara: «Al ser reducida a objeto codiciado por otros hombres
y expropiada del significado económico y social de sus funciones
doméstico-maternales, su cuerpo –su capacidad de dar placer y
crear nuevas vidas– y su trabajo –asegurar el mantenimiento cotidiano
físico y psíquico de todos los seres humanos– quedan sometidos al
control y a la dependencia masculina» (1993, 76).

Al asumir que su mayor poder (si no el único) residía en su apariencia
física, Alicia quedó determinada por los viejos hábitos del patriarcado.
Estos hábitos originaron en ella «miedo y vergüenza al notar
que su apariencia no estaba a la altura de la musa» (Young-Eisendrath:
2000, 71).

Todavía en la actualidad, resulta imposible para un gran número
de mujeres mantenerse totalmente libre del mensaje que ensalza a
la belleza como sinónimo de poder femenino. De esta manera, niñas
y mujeres crecen y se desarrollan en un ambiente viciado, en el que
se destaca permanentemente la descripción física de la mujer, qué
prendas usa y cuál es su aspecto. Y aunque resalte un logro femenino,
los medios de comunicación por ejemplo, se empeñan en emparentarlo
con la presencia o ausencia de la belleza de quien lo ejecutó.

Así, una mujer que alcanza sus objetivos y también es bella,
puede encontrarse con la opinión de que sus logros contaron con la
ayuda de su gracia física. Por otra parte, de una mujer exitosa y que
no cuente con el atributo de la belleza, pueden decir que su éxito
es una recompensa por la ausencia de ésta.

De esta manera, en las sociedades patriarcales la apariencia de
la mujer está condenada a ser su mayor poder. Y así, cuando la belleza
está ausente, aparecen el temor y la vergüenza por no estar a la altura
de la imagen anhelada. Por ejemplo, muchas mujeres que se encuentran
bajo el domino masculino se aíslan y se amargan porque
sienten que ya no forman parte de la fantasía masculina.

Pero no son los medios de comunicación los únicos encargados
de trasmitir a las mujeres estos mensajes deformados acerca del poder
femenino. Las madres, por su parte, contribuyen notablemente
para que este patrón se repita una y otra vez. Las constantes idas
al gimnasio y a la peluquería para cuidar la imagen, son ejemplos magistrales
que transmiten a las hijas la importancia de la apariencia física.

Estos comportamientos dicen del miedo que tienen las mujeres a ser
vistas con desprecio si su apariencia no luce cuidada con esmero.
De esta forma, las madres, muchas veces, conducen a sus hijas a
estar atadas a la apariencia para cubrir sus necesidades de seguridad
y halagos. Refuerzan la coquetería, la indefensión y sumisión para
ser deseadas, fortaleciendo así, las imágenes masculinas de belleza
y valía femeninas.

Un punto importante a destacar es que esos hábitos eran trasmitidos
a Alicia por su madre. La madre de Alicia la animaba a convertirse
y mantenerse en el rol de objeto de deseo. Alicia cuenta que:
«Le hice creer que me había hechizado (mi madre me enseñó ese
truco). También le dije que soñaba con él durante toda la noche y
que en el sueño él intentaba matarme allí donde yacía y que la cama
estaba empapada de sangre. A pesar de ello, esperaba que él me
diese suerte, pues la sangre significa oro, o así me lo habían contado.

Y todo eran mentiras. No soñaba nada que se le pareciese. Pero en
esto como en muchas otras cosas yo seguía, como de costumbre,
las enseñanzas de mi madre» (Chaucer, 1999, 214).

Este pasaje del cuento muestra cómo las madres insisten en que
sus hijas se adapten a las exigencias del patriarcado y lo mantengan
en vigencia. El porqué de este hecho, lo aclara María A. González:
«A causa de su propio sometimiento, de su dependencia y de la interiorización
de la desvalorización de que ha sido objeto, la mujer constituye
la trasmisora ideal de un sistema de valores que se vehiculiza
a través de ella, conformando una estructura psíquica, acorde con
las necesidades masculinas-sociales, que han anclado a la mujer en
una hipervalorización y protección del narcisismo (inflacionado) del
varón y en la consecuente envidia a sus prerrogativas» (1993, 77).

Y la seducción fue una forma de poder que Alicia aprendió para
lograr que el joven Jankin se casase con ella: «Siempre seguí mis
inclinaciones, guiada por las estrellas, las cuales hicieron que jamás
pudiese negar mi cámara de Venus a cualquier mozo que la quisiese
(...) Bueno, a finales de aquel mes, este guapo estudioso, el garboso
Jankin, se había casado conmigo con toda la debida ceremonia» (Chaucer,
1999, 215).

De esta forma, nuestra heroína manifiesta un sentimiento de triunfo
sobre el deseo sexual masculino. Sintiéndose sexualmente atractiva,
manipuló el sexo como un subproducto para obtener la atención del
objeto de su atención.

Alicia, con un sentimiento de control sobre su propio cuerpo emparejado
con un sentimiento de triunfo sobre el deseo sexual masculino,
sintió que obtuvo lo que deseaba: «Pero al fin, después de riñas y
peleas interminables, se hizo la paz entre nosotros. Él me entregó
las riendas del hogar y yo tuve el gobierno de nuestra casa y de nuestras
tierras (...) Desde aquel momento, por tener yo el domino del vencedor,
le tuve a mi merced» (Chaucer, 1999, 220).

De esta manera “El cuento de la comadre de Bath” muestra, de
forma irónica, las incongruentes ideas de una mujer fuerte, que se
debate entre lo que siente y lo que “debe ser”, convirtiéndose así en
su propia enemiga.

“El cuento del erudito”

Este cuento también toca el tema del matrimonio. Uno de sus
puntos principales es el de quién manda en el matrimonio y quién obedece.
En él resaltan los protocolos sociales femeninos, esto es, cómo
se supone que las mujeres deben actuar para obtener poder femenino:
discretas, indirectas e invisibles, en vez de ser francas, abiertas, falibles.
La protagonista, Griselda, es una mujer que asimiló en demasía
lo que se esperaba de una mujer para convertirse en una buena esposa.
Ella resalta como una muestra de las mujeres que repetidamente transforman
sus necesidades de autonomía y poder adaptándose a las exigencias
de las instituciones patriarcales, para cumplir cabalmente con
los roles de objeto de deseo, esposa y madre.

En el relato observamos a una mujer humillada por su marido
en grados insoportables e inimaginables. Y cómo gracias a su ¿admirable?
paciencia logra mantener el amor y la confianza de éste, para vivir
feliz junto a él, hasta que la muerte los separe.

Griselda era una chica llena de virtudes: bondadosa, bella, oficiosa,
cuidaba de su padre viejo y enfermo con gran devoción y cariño,
hilaba la rueca y vigilaba a sus ovejas cuando pacían en el campo.
Solamente holgazaneaba cuando dormía. El príncipe Walter la escogió
como esposa por todas las cualidades que poseía. Era la mujer
hecha a su medida. Cuando la pidió en matrimonio le dijo con mucha
“ternura”: «Griselda, debéis entender claramente que tanto a vuestro
padre como a mí nos resulta satisfactorio que yo me case con vos;
supongo que estáis también dispuesta a ello. Pero, no obstante, debo
formularos estas preguntas, ya que todo debe hacerse con tanta premura:
¿consentís, o bien os gustaría pensarlo bien? Os pregunto si
estáis preparada a complacer todos mis deseos sin dilación; que yo
tenga libertad de hacer lo que me parezca mejor, tanto si esto os proporciona
placer o dolor; que vos nunca murmuréis o protestéis; que cuando
yo diga ‘sí’, vos no digáis ‘no’, ni de palabra o frunciendo el ceño.

Jurad esto y yo os juraré nuestra alianza, aquí y ahora». Ella, perpleja
y temblando de respeto respondió: «Señor, no soy digna ni merezco
el honor que me ofrecéis; cualquier deseo vuestro es también
el mío. Y aquí mismo juro que nunca, voluntariamente, os desobedeceré
ni con los hechos ni de palabra, aunque ello me cueste la vida
y no tengo el menor deseo de morir» (Chaucer, 1999, 272).

Sin embargo, el virtuosismo de Griselda, su buena naturaleza,
su discreción y amabilidad no fueron suficientes para satisfacer el deseo
de dominación de Walter. Señala María A. González que: «El sometimiento
femenino juega entonces la función de proteger la precaria identidad
masculina. Con la dependencia y sumisión de las mujeres los
hombres pueden negar su (la humana) fragilidad intrínseca y su dependencia
de ellas» (1993, 75). ¿Cuán lastimada estaba la identidad masculina
de Walter? Debe haberlo estado mucho. El relato indica que
para reafirmarse a sí mismo se ensañó contra su esposa cuatro veces;
como un cruel verdugo la castigó cada vez, garantizando así,
su capacidad para subyugarla.

Pero ¿Y ella? ¿Qué la condujo a acceder que (supuestamente)
matara, primero a su hijita y luego a su pequeño hijo? ¿Por qué aceptó
que posteriormente la repudiara como esposa? ¿Qué la llevó a servir
a la nueva esposa de Walter? ¿Por qué le perdonó todos esos
años de silencioso sufrimiento (cierto es que sufría mucho), cuando
él manifestó que fueron necesarios para probar que ella era digna
de seguir siendo su esposa? ¿Cuál fue la causa de ese exagerado
sometimiento femenino?

Si bien es cierto que Griselda es un personaje de ficción, no hay
que olvidar que la literatura, frecuentemente, marcha a caballo entre
la realidad y la ficción, y a veces, para aproximarse mejor a la verdad,
es necesario recurrir a la invención. Por eso, Griselda permite
un acercamiento a la subjetividad femenina de esas mujeres que teniéndose
en tan poca estima, transgreden los límites de lo tolerable; que
muestran ese lado oscuro del deseo humano, «la cara maligna que
se presenta como apego, impulsividad, adicción» (Young-Eisendrath,
2000, 13).

Esas mujeres, acota María A. González: «buscarían narcisizarse,
restaurar sus heridas a través del Amor, considerado como el modo
femenino privilegiado para velar la castración. Según ello, la pérdida
del amor sería para la mujer la causa de su mayor angustia» (1993,
77). Las mujeres representadas por Griselda dan la impresión de que
sólo buscan ser aprobada por el otro para retenerlo a su lado, sin
entender las implicaciones que ese hecho tiene para sí mismas.
Alicia y Griselda reflejan lo que puede sucederle a las mujeres
cuando no ven, ni permiten a los demás ver sus fallos de una manera
transparente; al no reconocer sus debilidades, no se abren para ser
realmente amadas por los demás. De esta manera, al poder examinar
hechos como éstos, inherentes a la condición humana a través
de los relatos mencionados, se hace evidente el valor del arte en general,
y de la literatura particularmente, porque abren de par en par
el alma humana y permiten ver sus abismos.



Referencias Bibliográficas

Bechtel, Guy. Las cuatro mujeres de Dios. Barcelona: Ediciones B, 2001.
Chaucer, Geoffrey. Cuentos de Canterbury. Madrid: Ediciones Cátedra, 1999.
Duby, Georges. “Las condiciones de la mujer en el sistema feudal”. En: Analítica.
Nos. 8 y 9. Caracas, ECFC y Fundanalítica, enero a diciembre,
1986. Pp. 39-53.
Espina, Gioconda. “Psicoanálisis y subordinación femenina”. En: Diosas, musas
y mujeres. Caracas: Monte Ávila Latinoamericana, 1993.
González de Ch., María A. “Conformación de la subjetividad femenina”. En:
Cuerpo y subjetividad femenina. Salud y Género. 6XXI, 1993.
La Sagrada Biblia. (Traducida de la Vulgata Latina). Buenos Aires: W. M.
Jackson Editores, 1958.
Vigil, Mariló. La vida de las mujeres en los siglos XVI y XVII. (1ra. edición
1986). Madrid: Siglo XXI de España Editores, 1994.
Wade, Margaret. La mujer en la Edad Media. (1ra. edición 1988). Madrid:
Editorial NEREA, 1989.
Young-Eisendrath, Polly. La mujer y el deseo. Barcelona: Editorial Kairós,
2000.

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