sábado, noviembre 28, 2009

La tragedia de la emancipación de la mujer...

Por: Emma Goldman
Comenzaré admitiendo lo siguiente: sin tener en cuenta las teorías políticas y económicas que tratan de las diferencias fundamentales entre las varias agrupaciones humanas; sin miramiento alguno para las distinciones de raza o de clase, sin parar mientes en la artificial línea divisoria entre los derechos del hombre y de la mujer, sostengo que puede haber un punto en cuya diferenciación misma se ha de coincidir, encontrarse y unirse en perfecto acuerdo.

Con esto no quiero proponer un pacto de paz. El general antagonismo social que se posesionó de la vida contemporánea, originado, por fuerzas de opuestos y contradictorios intereses, ha de derrumbarse cuando la reorganización de la vida societaria, al basarse sobre principios económicos justicieros, sea un hecho y una realidad.

La paz y la armonía entre ambos sexos y entre los individuos, no ha de depender necesariamente de la igualdad superficial de los seres, ni tampoco traerá la eliminación de los rasgos y de las peculiaridades de cada individuo. El problema planteado actualmente, pudiendo ser resuelto en un futuro cercano, consiste en preciarse de ser uno mismo, dentro de la comunión de la masa de otros seres y de sentir hondamente esa unión con los demás, sin avenirse por ello a perder las características más salientes de sí mismo. Esto me parece a mí que deberá ser la base en que descansa la masa y el individuo, el verdadero demócrata y el verdadero individualista, o donde el hombre y la mujer han de poderse encontrar sin antagonismo alguno. El lema no será: perdonaos unos a otros, sino: comprendeos unos a otros. La sentencia de Mme. Stael citada frecuentemente: Comprenderlo todo es perdonarlo todo, nunca me fue simpática; huele un poco a sacristía; la idea de perdonar a otro ser demuestra una superioridad farisaica.


Comprenderse mutuamente es para mí suficiente. Admitida en parte esta
premisa, ella presenta el aspecto fundamental de mi punto de vista acerca de la
emancipación de la mujer y de la entera repercusión en todas las de su sexo.

Su completa emancipación hará de ella un ser humano, en el verdadero sentido.
Todas sus fibras más íntimas ansían llegar a la máxima expresión del juego
interno de todo su ser, y barrido todo artificial convencionalismo, tendiendo a la
más completa libertad, ella irá luego borrando los rezagos de centenares de años
de sumisión y de esclavitud.

Este fue el motivo principal y el que originó y guió el movimiento de la
emancipación de la mujer. Más los resultados hasta ahora obtenidos, la aislaron
despojándola de la fuente primaveral de los sentidos y cuya dicha es esencial
para ella. La tendencia emancipadora, afectándole sólo en su parte externa, la
convirtió en una criatura artificial, que tiene mucho parecido con los productos
de la jardinería francesa con sus jeroglíficos y geometrías en forma de pirámide,
de conos, de redondeles, de cubos, etc.; cualquier cosa, menos esas formas
sumergidas por cualidades interiores. En la llamada vida intelectual, son
numerosas esas plantas artificiales en el sexo femenino.

¡Libertad e igualdad para las mujeres! Cuántas esperanzas y cuántas ilusiones
despertaron en el seno de ellas, cuando por primera vez estas palabras fueron
lanzadas por los más valerosos y nobles espíritus de estos tiempos. Un sol, en
todo el esplendor de su gloria emergía para iluminar un nuevo mundo; ese
mundo, donde las mujeres se hallaban libres para dirigir sus propios destinos;
un ideal que fue merecedor por cierto de mucho entusiasmo, de valor y
perseverancia, y de incesantes esfuerzos por parte de un ejército de mujeres, que
combatieron todo lo posible contra la ignorancia y los prejuicios.

Mi esperanza también iba hacia esa finalidad, pero opino que la emancipación
como es interpretada y aplicada actualmente, fracasó en su cometido
fundamental. Ahora la mujer se ve en la necesidad de emanciparse del
movimiento emancipacionista si desea hallarse verdaderamente libre. Puede
esto parecer paradójico, sin embargo es la pura verdad.

¿Qué consiguió ella, al ser emancipada? Libertad de sufragio, de votar. ¿Logró
depurar nuestra vida política, como algunos de sus más ardientes defensores
predecían? No, por cierto. De paso hay que advertir, ya llegó la hora de que la
gente sensata no hable más de corruptelas políticas en tono campanudo. La
corrupción en la política nada tiene que ver con la moral o las morales, ya
provenga de las mismas personalidades políticas.

Sus causas proceden de un punto solo. La política es el reflejo del mundo
industrial, cuya máxima es: bendito sea el que más toma y menos da; compra
lo más barato y vende lo más caro posible, la mancha en una mano, lava la
otra . No hay esperanza alguna de que la mujer, aun con la libertad de votar,
purifique la política.

El movimiento de emancipación trajo la nivelación económica entre la mujer y
el hombre; pero como su educación física en el pasado y en el presente no le
suministró la necesaria fuerza para competir con el hombre, a menudo se ve
obligada a un desgaste de energías enormes, a poner en máxima tensión su
vitalidad, sus nervios a fin de ser evaluada en el mercado de la mano de obra.
Raras son las que tienen éxito, ya que las mujeres profesoras, médicas,
abogadas, arquitectos e ingenieros, no merecen la misma confianza que sus
colegas los hombres, y tampoco la remuneración para ellas es paritaria. Y las
que alcanzan a distinguirse en sus profesiones, lo hacen siempre a expensas de
la salud de sus organismos. La gran masa de muchachas y mujeres trabajadoras,
¿qué independencia habrían ganado al cambiar la estrechez y la falta de libertad
del hogar, por la carencia total de libertad de la fábrica, de la confitería, de las
tiendas o de las oficinas? Además está el peso con el que cargarán muchas
mujeres al tener que cuidar el hogar doméstico, el dulce hogar , donde solo
hallarán frío, desorden, aridez, después de una extenuante jornada de trabajo.
¡Gloriosa independencia esta! No hay pues que asombrarse que centenares de
muchachas acepten la primera oferta de matrimonio, enfermas, fatigadas de su
independencia, detrás del mostrador, o detrás de la máquina de coser o escribir.
Se hallan tan dispuestas a casarse como sus compañeras de la clase media,
quienes ansían substraerse de la tutela paternal.

Esa sedicente independencia, con la cual apenas se gana para vivir, no es muy
atrayente, ni es un ideal; al cual no se puede esperar que se le sacrifiquen todas
las cosas. La tan ponderada independencia no es después de todo más que un
lento proceso para embotar, atrofiar la naturaleza de la mujer en sus instintos
amorosos y maternales.

Sin embargo la posición de la muchacha obrera es más natural y humana que la
de su hermana de las profesiones liberales, quien al parecer es más afortunada,
profesoras, médicas, abogadas, ingenieras, las que deberán asumir una
apariencia de más dignidad, de decencia en el vestir, mientras que
interiormente todo es vacío y muerte.

La mezquindad de la actual concepción de la independencia y de la
emancipación de la mujer; el temor de no merecer el amor del hombre que no es
de su rango social; el miedo que el amor del esposo le robe su libertad; el horror
a ese amor o a la alegría de la maternidad, la inducirá a engolfarse cada vez más
en el ejercicio de su profesión, de modo que todo esto convierte a la mujer
emancipada en una obligada vestal, ante quien la vida, con sus grandes dolores
purificadores y sus profundos regocijos, pasa sin tocarla ni conmover su alma.

La idea de la emancipación, tal como la comprende la mayoría de sus
adherentes y expositores, resulta un objetivo limitadísimo que no permite se
expanda ni haga eclosión; esta es: el amor sin trabas, el que contiene la honda
emoción de la verdadera mujer, la querida, la madre capaz de concebir en plena
libertad.

La tragedia que significa resolver su problema económico y mantenerse por sus
propios medios, que hubo de afrontar la mujer libre, no reside en muchas y
variadas experiencias, sino en unas cuantas, las que más la aleccionaron. La
verdad, ella sobrepasa a su hermana de las generaciones pretéritas, en el agudo
conocimiento de la vida y de la naturaleza humana; es por eso que siente con
más intensidad la falta de todo lo más esencial en la vida lo único apropiado
para enriquecer el alma humana, y que sin ello, la mayoría de las mujeres
emancipadas se convierten a un automatismo profesional.

Semejante estado de cosas fue previsto por quienes supieron comprender que
en los dominios de la ética quedaban aún en pie muchas ruinas de los tiempos,
en que la superioridad del hombre fue indisputada; y que esas ruinas eran
todavía utilizadas por las numerosas mujeres emancipadas que no podían hacer
a menos de ellas. Es que cada movimiento de tinte revolucionario que persigue
la destrucción de las instituciones existentes con el fin de reemplazarlas por otra
estructura social mejor, logra atraerse innumerables adeptos que en teoría
abogan por las ideas más radicales y en la práctica diaria, se conducen como
todo el mundo, como los inconscientes y los filisteos (burgueses), fingiendo una
exagerada respetabilidad en sus sentimientos e ideas y demostrando el deseo de
que sus adversarios se formen la más favorable de las opiniones acerca de ellos.
Aquí, por ejemplo, tenemos los socialistas y aun los anarquistas, quienes
pregonan que la propiedad es un robo, y asimismo se indignarán contra quien
les adeude por el valor de media docena de alfileres.

La misma clase de filisteísmo se encuentra en el movimiento de emancipación
de la mujer. Periodistas amarillos y una literatura ñoña y color de rosa trataron
de pintar a las mujeres emancipadas de un modo como para que se les erizaran
los cabellos a los buenos ciudadanos y a sus prosaicas compañeras. De cada
miembro perteneciente a las tendencias emancipacionistas, se trazaba un
retrato parecido al de Georges Sand, respecto a su despreocupación por la
moral. Nada era sagrado para la mujer emancipada, según esa gente. No tenía
ningún respeto por los lazos ideales de una mujer y un hombre. En una palabra,
la emancipación abogaba solo por una vida de atolondramiento, de lujuria y de
pecado; sin miramiento por la moral, la sociedad y la religión. Las
propagandistas de los derechos de la mujer se pusieron furiosas contra esa falsa
versión, y exentas de ironía y humor, emplearon a fondo todas sus energías para
probar que no eran tan malas como se les había pintado, sino completamente al
reverso. Naturalmente decíanhasta tanto la mujer siga siendo esclava del
hombre, no podrá ser buena ni pura; pero ahora que al fin se ha libertado
demostrará cuan buena será y cómo su influencia deberá ejercer efectos
purificadores en todas las instituciones de la sociedad. Cierto, el movimiento en
defensa de los derechos de la mujer dio en tierra con más de una vieja traba o
prejuicio, pero se olvidó de los nuevos.

El gran movimiento de la verdadera emancipación no se encontró con una gran
raza de mujeres, capaces y con el valor de mirar en la cara a la libertad. Su
estrecha y puritana visión, desterró al hombre, como a un elemento perturbador
de su vida emocional, y de dudosa moralidad. El hombre no debía ser tolerado,
a excepción del padre y del hijo, ya que un niño no vendrá a la vida sin el padre.
Afortunadamente, el más rígido puritanismo no será nunca tan fuerte que mate
el instinto de la maternidad. Pero la libertad de la mujer, hallándose
estrechamente ligada con la del hombre, y las llamadas así hermanas
emancipadas pasan por alto el hecho que un niño al nacer ilegalmente necesita
más que otro el amor y cuidado de todos los seres que están a su alrededor,
mujeres y hombres. Desgraciadamente esta limitada concepción de las
relaciones humanas hubo de engendrar la gran tragedia existente en la vida del
hombre y de la mujer moderna.

Hace unos quince años que apareció una obra cuyo autor era la brillante
escritora noruega Laura Marholom. Se titulaba La mujer, estudio de caracteres.
Fue una de las primeras en llamar la atención sobre la estrechez y la vaciedad
del concepto de la emancipación de la mujer, y de los trágicos efectos ejercidos
en su vida interior. En su trabajo, Laura Marholom traza las figuras de varias
mujeres extraordinariamente dotadas y talentosas de fama internacional; habla
del genio de Eleonora Duse; de la gran matemática y escritora Sonya
Kovalevskaia; de la pintora y poetisa innata que fue María Bashkirtzeff, quien
murió muy joven. A través de la descripción de las existencias de esos
personajes femeninos y a través de sus extraordinarias mentalidades, corre la
trama deslumbrante de los anhelos insatisfechos, que claman por un vivir más
pleno, más armonioso y más bello y al no alcanzarlo, de ahí su inquietud y su
soledad. Y a través de esos bocetos psicológicos, magistralmente realizados, no
se puede menos de notar que cuanto más alto es el desarrollo de la mentalidad
de una mujer, son más escasas las probabilidades de hallar el ser, el compañero
de ruta que le sea completamente afín; el que no verá en ella, no solamente la
parte sexual, sino la criatura humana, el amigo, el camarada de fuerte
individualidad, quien no tiene por qué perder un solo rasgo de su carácter.

La mayoría de los hombres, pagados por su suficiencia, con su aire ridículo de
tutelaje hacia el sexo débil, resultarían entes algo absurdos, imposibles para una
mujer como las descritas en el libro de Laura Marholom. Igualmente imposible
sería que no se quisiese ver en ellas más que sus mentalidades y su genio, y no
se supiese despertar su naturaleza femenina.

Un poderoso intelecto y la fineza de sensibilidad y sentimiento son dos
facultades que se consideran como los necesarios atributos que integrarán una
bella personalidad. En el caso de la mujer moderna, ya no es lo mismo. Durante
algunos centenares de años el matrimonio basado en la Biblia, hasta la muerte
de una de las partes, se reveló como una institución que se apuntaba en la
soberanía del hombre en perjuicio de la mujer, exige su completa sumisión a su
voluntad y a sus caprichos, dependiendo de él por su nombre y por su
manutención. Repetidas veces se ha hecho comprobar que las antiguas
relaciones matrimoniales se reducían a hacer de la mujer una sierva y una
incubadora de hijos. Y no obstante, son muchas las mujeres emancipadas que
prefieren el matrimonio a las estrecheces de la soltería, estrecheces convertidas
en insoportables por causa de las cadenas de la moral y de los prejuicios
sociales, que cohíben y coartan su naturaleza.

La explicación de esa inconsistencia de juicio por parte del elemento femenino
avanzado, se halla en que no se comprendió lo que verdaderamente significaba
el movimiento emancipacionista. Se pensó que todo lo que se necesitaba era la
independencia contra las tiranías exteriores; y las tiranías internas, mucho más
dañinas a la vida y a sus progresos las convenciones éticas y sociales se
las dejó estar, para que se cuidaran a sí mismas, y ahora están muy bien cuidadas. Y
éstas parece que se anidan con tanta fuerza y arraigo en las mentes y en los
corazones de las más activas propagandistas de la emancipación, como los que
tuvieron en las cabezas y en los corazones de sus abuelas.

¿Esos tiranos internos acaso no se encarnan en la forma de la pública opinión, o
lo que dirá mamá, papá, tía, y otros parientes; lo que dirá Mrs. Grundy, Mr.
Comstock, el patrón, y el Consejo de Educación? Todos esos organismos tan
activos, pesquisas morales, carceleros del espíritu humano, ¿qué han de decir?
Hasta que la mujer no haya aprendido a desafiar a todas las instituciones,
resistir firmemente en su sitio, insistiendo que no se la despoje de la menor
libertad; escuchando la voz de su naturaleza, ya la llame para gozar de los
grandes tesoros de la vida, el amor por un hombre, o para cumplir con su más
gloriosa misión, el derecho de dar libremente la vida a una criatura humana, no
se puede llamar emancipada. Cuántas mujeres emancipadas han sido lo
bastante valerosas para confesarse que la voz del amor lanzaba sus ardorosos
llamados, golpeaba salvajemente su seno, pidiendo ser escuchado, ser
satisfecho.

El escritor francés Jean Reibrach, en una de sus novelas, New Beauty La
Nueva Belleza intenta describir el ideal de la mujer bella y emancipada. Este
ideal está personificado en una joven, doctorada en medicina. Habla con mucha
inteligencia y cordura de cómo debe alimentarse un bebé; es muy bondadosa,
suministra gratuitamente sus servicios profesionales y las medicinas para las
madres pobres. Conversa con un joven, una de sus amistades, acerca de las
condiciones sanitarias del porvenir y cómo los bacilos y los gérmenes serán
exterminados una vez que se adopten paredes y pisos de mármol, piedra o
baldosas, haciendo a menos de las alfombras y de los cortinados. Ella
naturalmente, viste sencillamente y casi siempre de negro. El joven, quien en el
primer encuentro se sintió intimidado ante la sabiduría de su emancipada
amiga, gradualmente la va conociendo y comprendiendo cada vez más, hasta
que un buen día se da cuenta que la ama. Los dos son jóvenes, ella es buena y
bella y, aunque un tanto severa en su continencia, su apariencia se suaviza con
el inmaculado cuello y puños. Uno esperaría que le confesara su amor, pero él
no está por cometer ningún gesto romántico y absurdo. La poesía y el
entusiasmo del amor le hacen ruborizar, ante la pureza de la novia. Silencia el
naciente amor, y permanece correcto. También, ella es muy medida, muy
razonable, muy decente. Temo que de haberse unido esa pareja, el jovencito
hubiera corrido el riesgo de helarse hasta morirse. Debo confesar que nada veo
de hermoso en esta nueva belleza, que es tan fría como las paredes y los pisos
que ella sueña implantar en el porvenir. Prefiero más bien los cantos de amor de
la época romántica, don Juan y Venus, más bien el mocetón que rapta a su
amada en una noche de luna, con las escaleras de cuerda, perseguido por la
maldición del padre y los gruñidos de la madre, y el chismorreo moral del
vecindario, que la corrección y la decencia medida por el metro del tendero. Si el
amor no sabe darse sin restricciones, no es amor, sino solamente una
transacción, que acabará en desastre por el más o el menos.

La gran limitación de miras del movimiento emancipacionista de la actualidad,
reside en su artificial estiramiento y en la mezquina respetabilidad con que se
reviste, lo que produce un vacío en el alma de la mujer, no permitiéndole
satisfacer sus más naturales ansias. Una vez hice notar que parecía existir una
más estrecha relación entre la madre de corte antiguo, el ama de casa siempre
alerta, velando por la felicidad de sus pequeños y el bienestar de los suyos, y la
verdadera mujer moderna, que con la mayoría de las emancipadas. Estas
discípulas de la emancipación depurada, clamaron contra mi heterodoxia y me
declararon buena para la hoguera. Su ciego celo no les dejó ver que mi
comparación entre lo viejo y lo nuevo tendía solamente a probar que un buen
número de nuestras abuelas tenían más sangre en las venas, mucho más humor
e ingenio, y algunas poseían en alto grado naturalidad, sentimientos
bondadosos y sencillez, más que la mayoría de nuestras profesionales
emancipadas que llenan las aulas de los colegios, las universidades y las
oficinas. Esto después de todo no significa el deseo de retornar al pasado, ni
relegar a la mujer a su antigua esfera, la cocina y al amamantamiento de las
crías.

La salvación estriba en una enérgica marcha hacia un futuro cada vez más
radiante. Necesitamos que cada vez sea más intenso el desdén, el desprecio, la
indiferencia contra las antiguas tradiciones y los viejos hábitos. El movimiento
emancipacionista ha dado apenas el primer paso en este sentido. Es de esperar
que reúna sus fuerzas para dar otro. El derecho del voto, de la igualdad de los
derechos civiles, pueden ser conquistas valiosas; pero la verdadera
emancipación no empieza en los parlamentos, ni en las urnas. Empieza en el
alma de la mujer. La historia nos cuenta que las clases oprimidas conquistaron
su verdadera libertad, arrancándosela a sus amos en una serie de esfuerzos. Es
necesario que la mujer se grabe en la memoria esa enseñanza y que comprenda
que tendrá toda la libertad que sus mismos esfuerzos alcancen a obtener. Es por
eso mucho más importante que comience con su regeneración interna, cortando
el lazo del peso de los prejuicios, tradiciones y costumbres rutinarias. La
demanda para poseer iguales derechos en todas las profesiones de la vida
contemporánea es justa; pero, después de todo, el derecho más vital es el de
poder amar y ser amada.

Verdaderamente, si de una emancipación apenas parcial se llega a la completa
emancipación de la mujer, habrá que barrer de una vez con la ridícula noción
que ser amada, ser querida y madre, es sinónimo de esclava o de completa
subordinación. Deberá hacer desaparecer la absurda noción del dualismo del
sexo, o que el hombre y la mujer representan dos mundos antagónicos.

La pequeñez separa; la amplitud une. Dejen que seamos grandes y generosos.
Déjenos hacer de lado un cúmulo de complicadas mezquindades para
quedarnos con las cosas vitales. Una sensata concepción acerca de las relaciones
de los sexos no ha de admitir el conquistado y el conquistador; no conoce más
que esto: prodigarse, entregarse sin tasa para encontrarse a sí mismo más rico,
más profundo, mejor. Ello sólo podrá colmar la vaciedad interior, y transformar
la tragedia de la emancipación de la mujer, en gozosa alegría, en dicha ilimitada.

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