De manera general, escribió Charles Fourier en su Teoría de los Cuatro Movimientos, los progresos sociales y los cambios de periodos se realizan en razón del progreso de las mujeres, en dirección a la libertad; las decadencias del orden social operan en razón del “decrecimiento” de la libertad de las mujeres.
Guy Besse
Introducción
A partir de la mitad del siglo XX, el surgimiento del movimiento feminista, además de producir efectos políticos y sociales importantes, ha contribuido significativa y paradigmáticamente a la reestructuración del pensamiento occidental, con la emergencia de lo que se podría denominar como un “pensamiento feminista”, manifestándose en estudios feministas, estudios sobre mujeres y estudios de género.
Este pensamiento se ha estructurado a partir de una crítica a la primacía de la razón y de una concepción androcéntrica de la humanidad. Las mujeres, no obstante haber vivido en este mundo patriarcal, construyeron, sobre todo en el ámbito de lo cotidiano, sus propias historias. Partiendo de esta perspectiva, intentaremos en el presente texto: a) caracterizar la (in)visibilidad de las mujeres y las ambigüedades de la modernidad; b) evidenciar que el pensamiento feminista viene provocando, crecientemente, dislocamientos en las formas de pensar y en los paradigmas predominantes de la teoría social, o sea que provoca, entre otros, cambios en las formas de pensar y en la ética de las relaciones humanas, es decir, en las relaciones intersubjetivas e intrasubjetivas, así como en las relaciones entre individuo y sociedad, y c) analizar la contribución del pensamiento feminista en la formulación del pensamiento sociológico.
La (in)visibilidad de las mujeres: las ambigüedades de la modernidad
En la construcción de la ciencia moderna y de la sociología en particular, las mujeres fueron despreciadas u omitidas, sea como productoras, sea como sujetos de conocimiento. Esta ausencia hizo que el conocimiento y la ciencia fueran producidos y escritos por hombres, para los hombres y tuvieran como sujetos ellos mismos. Ya se volvieron clásicas algunas de las definiciones e imágenes atribuidas a las mujeres por ilustres pensadores, tales como Diderot (1713-1784). Su tesis presenta una claridad impar al afirmar que la mujer es un ser de pasiones y de emociones, comandada por su útero. La especificidad femenina residiría en sus órganos genitales. El útero constituiría su esencia, determinando sus pensamientos y sus experiencias. Ese órgano invisible sería el origen de todos sus males, y del lugar poco envidiable que las mujeres ocupan en las sociedades. Debido a su sexo, las etapas de la vida femenina se enunciaban en términos de dolor y de sufrimiento (Badinter, 1991).
En esta misma dirección, también opinaba Antoine Léonar Thomás, quien en su Correspondence littéraire con Diderot, en la década de 1770, reforzaba aquel pensamiento, contraponiéndose a Descartes (1596-1650): “les hace falta a las mujeres el espíritu de análisis y de síntesis que tiene el genio masculino, y Descartes que de ellas enaltecía la facultad filosófica, engañabase totalmente. Ellas no tienen ni la razón fría, ni el espíritu penetrante y rápido, que son el apanagio de los grandes pensadores” (Badinter, 1991; 21). También Comte (1789-1857) afirmó que la inteligencia de la mujer se localizaba en su útero y que de allí derivaría su incapacidad para cuidar de la casa y pensar, simultáneamente.
Esa herencia misógena puede ser ubicada históricamente, a partir del triunfo de la hermenéutica patriarcal-racionalista sobre la antigua hermenéutica matriarcal-naturalista del mundo griego. Se pasó de la dialéctica matriarcal a la lógica patriarcal. A este respecto, Mayr se expresa en los siguientes términos: “En realidad, conocemos bien el trasfondo griego: la razón considerada como razón política libre se opone al inframundo de la polis libre y del dominio frente a la familia-mujer como lo dominado… la tradición occidental entenderá al hombre no como ser natural e histórico-genético, sino como puro espíritu contrapuesto a una materia denegada” (1989, 28-32).
La dualidad filosófica griega entre lo masculino y lo femenino vino acompañada por el pensamiento dual de las cosas a partir de sus principios correspondientes: forma-materia, alma-cuerpo, real-posible, superior-inferior, mejor-peor. A su vez, este dualismo simbólico se enclavó en la mitología griega, en la cual aparecen en oposición, respectivamente, masculino-femenino, limitado-ilimitado, lineal-circular, unidad-pluralidad, estático-móvil, luz-obscuridad, bien-mal. De esas oposiciones simbólicas se han derivado las oposiciones conceptuales introducidas en la construcción del conocimiento, tales como tiempo-espacio, forma-materia, par-impar. La oposición masculino-femenino subentendió las relaciones categórico-conceptuales que forman la estructura cognitiva del proceso de conocimiento.
Es importante destacar que para Platón la mujer era el obscuro enigma del caos frente al orden propio del hombre. El hombre sería la medida de la mujer. También para Aristóteles lo humano se identificaría con lo masculino, mientras lo femenino sería solamente una imperfecta realización de lo humano, a ser determinado por el principio masculino. Sería una “calidad” típica de la mujer el receptivo-conceptivo, de signo concreto intuitivo.
Respecto de la filosofía platónica, continúa Mayr: “En el mundo conceptual, propio de la filosofía, sólo funciona genéticamente el espíritu, el cual es visto en analogía con el principio masculino: determinante, conformante, actuante. Esta filosofía se continúa en la tradición cristiana, en la que el espíritu del hombre (masculino) se opone al alma femenina asociada a lo sensual-natural y material. Ello queda patente en la famosa definición de Escoto Eriúgena: el intelecto representa al varón de la naturaleza humana y llamado por los griegos nous, mientras que el sentido-sentimiento (sensus, aisthesis) está representado por la mujer. También Tomás de Aquino afirmó la pura competencia patriarcal en la generación del verbo de Dios, desechando todo componente matriarcal. Ya Agustín de Hipona pensaba que la auténtica ‘imagen’ de Dios se reflejaba en el espíritu masculino, no en la razón impura, mezclada y sensual (ratio inferior) de la mujer” (1989, 32).
Desde el mundo griego hasta la modernidad, las aperturas con relación al universo de las mujeres han sido siempre parciales y localizadas, debido a que fueron operadas como concesiones por parte de los poderes instituidos o existentes y no como espacios de cambios, como cambio de valores o como imposición de una nueva ética.
Según Lovibond (1990, 105) , se argumenta que la filosofía occidental, desde sus principios, ha delineado esquemas imaginarios sucesivos con el objetivo de adaptarlos a una única versión, la del hombre, el representante normal o completo de la especie, destacándose sobre una tela de fondo compuesto por la simple “naturaleza”, simbolizada consistentemente por la mujer o por la feminidad. Los guardianes platónicos emergen de la caverna parecida con el útero del “sentido común” en dirección a la luz clara del conocimiento. Los ciudadanos de Hegel llegan a la madurez cuando abandonan al mundo privado y obscuro de la familia, presidida por el genio de mujer. Así, el paso de la naturaleza a la libertad o, en otros términos, de la “heteronomía” hacia la “autonomía” fue representado como el apartar al hombre de las cercanías femeninas, encapsuladas, donde se inicia la vida.
En el siglo XVII, Descartes inaugura una nueva visión racionalista del mundo, afirmando, de forma pionera, la plena autonomía del pensamiento con relación al cuerpo. Según Irigaray, “Descartes centraliza su inscripción únicamente en el cerebro (Badinter, 1989; 79). Muchos intelectuales herederos del pensamiento cartesiano, como Poulain de la Barre, pasaron a defender una igualdad entre hombres y mujeres, en la medida en que ambos serían poseedores de razón, y por lo tanto, de una identidad esencial, transcendiéndose o singularizándose el sexo y las funciones biológicas.
Entre tanto, en el siglo XVII y en los posteriores, muchos pensadores occidentales, tal como Rousseau (1712-1778), continuaron centrando el ideal femenino en torno de las analogías entre la figura de la madre y de la monja: sacrificio y reclusión son las características de este ideal. Fuera de este modelo, no habrá salvación para las mujeres. El ejemplo de Sofía o de Julia de Wolmar lo comprueban. La primera sale de su casa, entra en la vida social y abandona a los suyos. Pagó por esto con su virtud y su vida. La segunda, al contrario, rescata un pecado de la juventud y vuelve como una esposa y una madre admirables. La advertencia de Rousseau es, por lo tanto, clara: el único destino posible es de que reinen en su “interior”. La mujer debe abandonar para el hombre el mundo “exterior”, so pena de ser anormal e infeliz. La mujer debe saber sufrir en silencio y dedicar su vida a los suyos, pues tal sería la función que le ha destinado la naturaleza; su única chance de felicidad.
La mayoría de los hombres aún permaneció intolerante e indiferente frente a las reivindicaciones propuestas y divulgadas por las mujeres, aunque, desde al menos el verano de 1789, cuando la discusión en torno a la Declaración de los Derechos del Hombre, las mujeres ya propugnaban derechos de igualdad y de ciudadanía.
Por lo tanto, no podemos dejar de concordar con Descarries (1995, 11), cuando afirma que aún hoy “el saber y sus instituciones se fueron construyendo a lo largo del tiempo sobre las bases de la exclusión [...] tanto en el plano simbólico cuanto en el plano social, político, cultural y económico [...--]- a partir de aquí, el interés nos parece ser en mayor grado, sobre todo para algunos de nosotros, de intentar comprender los mecanismos inconscientes en la obra de constitución de un saber marcado desde su origen no sólo por la exclusión de las mujeres, sino más profundamente por la anulación y el desprecio de la alteridad”.
O sea, la exclusión y la inferioridad femenina aún persisten, no solamente en cuanto categorías numéricas o estadísticas, como hecho sociológico, en la medida en que el consenso como ideal regulador del discurso masculino no fue, todavía, roto completamente.
Esa hegemonía actualizada de lo masculino refleja la propia ambigüedad del pensamiento moderno en lo que se refiere a la construcción del sujeto universal y del sujeto de género. Esto es, por un lado, Descartes, al dar estatuto privilegiado a la razón, instaura la libertad del espíritu con relación al cuerpo y las diferencias de sexo pasan a ser secundarias en este nuevo modelo de hombre moderno-pensante. En principio, este modelo posibilitaría la superación del lugar de la mujer misogénicamente definido a partir de su útero, esto es, su destino biológico-maternal-interior-reproductivo. Los cartesianos, al construir una ruptura basada en la razón, entre la animalidad y la humanidad, integran a la mujer en cuanto ser humano universal y asexuado. Por otro lado, no rompen con la dualidad históricamente construida entre razón, como calidad fundamentalmente masculina, versus sensibilidad, intuición, identificadas como calidades eminentemente femeninas. Si el hombre es el portador, por excelencia, de la razón, la mujer, aunque incluida en la humanidad, no deja de ser un ser de segunda categoría o un ser inferior, como nos recuerda Simone de Beauvoir en El Segundo Sexo.
Por lo tanto, el hombre moderno se apoderó de la razón como instrumento de conquista de la libertad y de la emancipación en nombre de la humanidad. Así, esa razón humana masculina, hecha universal, concibió, por un lado, la unidad de la razón y, por otro, la humanidad representada por un único sujeto, unitario y androcéntrico.
Agréguese a este movimiento el hecho de que en estos mismos siglos de construcción de la modernidad, no dejaron de expresarse los herederos del pensamiento de Diderot, tales como el historiador Michelet que “…santificó la mujer enferma, glorificando esa misteriosa criatura que escapa a los criterios de la razón. Freud, en fin, la define como la ‘envidia del pene’, la falta, para después admitir que ella es el ‘continente negro’, del cual no sabe qué decir” (Badinter, 1991; 33).
Así, el pensamiento moderno se construye permeado por ambigüedades. La ética de la diferencia sexual tal vez sea la más indicativa de esas indeterminaciones, aunque no la única. La verdad de las Luces, el Iluminismo de la racionalidad masculina, dejó en las sombras a la mitad de los seres humanos, las mujeres. Las promesas del nuevo tiempo de libertad, de igualdad y de fraternidad ya nacieron imposibilitadas de ser cumplidas en su plenitud.
Si por un lado, el pensamiento cartesiano ha avanzado, instaurando la primacía de la razón y destituyendo la diferencia sexual como fundamento de la condición humana, por otro, no rompió con la dualidad heredada de la filosofía griega, que opone razón e intuición y sensibilidad, o sea, del masculino al femenino, siendo privilegiados, en la construcción de la humanidad, los primeros términos. Fueron así puestas las condiciones para que, en los últimos cuatro siglos, el pensamiento transite entre posiciones democráticas que suponen la igualdad de hombres y de mujeres y aquellas misógenas, basadas en la inferioridad femenina, determinada por el imperio del útero.
A su vez, los cambios ocurridos a partir del siglo XVIII, relacionados con las creencias sobre el cuerpo y la sexualidad, sirvieron como parámetro para reafirmar las desigualdades entre los sexos en el plan social y cultural.
Según Soihet (1997, 9) , se sobrepasa la concepción, en cuanto a las semejanzas estructurales entre el cuerpo masculino y el femenino, de la homología de los órganos genitales, cuya diferencia se pensaba que residía solamente en estar oculto en las mujeres, lo que en los hombres era aparente. Ahora, las nuevas diferencias reconocidas en los genitales servían como indicadores para las ocupaciones diversas de cada sexo: la esfera privada para las mujeres y la pública para los hombres. El cuerpo femenino es utilizado para negar toda posibilidad de comparación entre hombres y mujeres, en términos de un criterio común de ciudadanía. En este sentido, las ambigüedades del pensamiento moderno se resignifican y tienen sus presupuestos rearticulados en la diferencia sexual, reafirmando la imposibilidad o la inferioridad de las mujeres con relación a las nobles facultades de pensar, abstraer y generalizar, o sea, “la inferioridad de su razón”.
En el siglo XIX, la “cualidad de las mujeres” valorizada socialmente en los siglos anteriores la fragilidad, el recato, la fidelidad, la subordinación sexual, la maternidad en nombre de la razón y de la ciencia, acabaron por naturalizarse, ancladas en el plan biológico y fueron utilizadas como referencia para la elaboración de las normas jurídicas. El ejemplo más contundente es la obra de Cesare Lombroso (en Soihet, 1997), médico y criminalista italiano que vivió a finales del siglo pasado, para quien la mujer normal sería aquella cuyos sentimientos son los maternales. Las dotadas de fuerte erotismo y de mucha inteligencia eran consideradas peligrosas y, por lo tanto, solamente a ellas debería ser aplicada la ley del adulterio.
Se puede afirmar, sumariamente, que si, por un lado, el racionalismo incorpora a la mujer como parte de la humanidad una vez que ella es detentadora de la razón, por otro, la excluye, en la medida en que ésta sería una cualidad fundamental de los hombres. Si se avanza con relación a las posiciones misógenas hegemónicas, simultáneamente, se deja espacio para que éstas se resignifiquen en los siglos posteriores, los siglos de la modernidad. La ambigüedad está puesta.
La visibilidad de las mujeres: el feminismo como movimiento social
Históricamente, la nouvelle vague del movimiento feminista en Brasil tiene sus fuentes en los años setenta, sobre todo en las dos tentativas teóricas más conocidas, o sea, el movimiento feminista existencialista de Simone de Beauvoir y el movimiento feminista personalista de la norteamericana Betty Friedman. Se trata de tendencias teóricas, pues no se pueden limitar por fronteras geográficas y culturales de sus países de origen.
A partir de la nouvelle vague del feminismo norteamericano, se distinguen, según Jaggar (1983) , tres tendencias fundamentales: el feminismo liberal, el feminismo marxista clásico y el feminismo esencialista. Existen, además, otras tendencias más recientes: el separatismo lesbiano, el feminismo socialista y el feminismo posmoderno.
Se puede afirmar que actualmente el feminismo se constituye de un modo particular: al mismo tiempo diverso y plural, que se mira así mismo y cuestiona la realidad social, el orden establecido o el statu quo. Por un lado, puede ser definido como movimiento social organizado que ha abierto nuevas perspectivas y que ha traído nuevas cuestiones para diversos campos disciplinarios, para la producción del conocimiento y de la ciencia, y desencadenó asimismo cambios en el orden social y político, en la medida en que demandó una nueva postura sobre las experiencias y las prácticas concretas de la vida, como, por ejemplo, aquellas realizadas en grupos y partidos políticos, en sindicatos. Por otro lado, tal como afirma Sorj (1997) , la producción intelectual feminista es un fenómeno cultural y, como tal, no huye del complejo contexto social que la constituye, ni de la capacidad explicativa y del potencial crítico-reflexivo de la teoría social (Yannoulas, 1994).
En lo que se refiere a las especificidades “metodológicas” del pensamiento feminista, éste ha introducido una ética distinta, que se distingue de la ética establecida no solamente por el hecho de que es construida por el sujeto femenino que intenta reflejar conscientemente los limites socioculturales que le son inherentes, pero sobre todo por el hecho de proponerse un saber crítico en relación con todas las formas de dominación entre los sexos.
En esta dirección, la ética feminista no se constituye a partir de un sujeto moral, abstracto y libre, sino a partir de seres humanos existentes en las condiciones reales de dominación y de subordinación. Parte de la realidad vivida, cotidiana, de experiencias concretas de las mujeres, no como abstracción, sino como práctica individual y social. Esa ética trae consigo el cuestionamiento y una toma de consciencia en torno de la especificidad de la mujer, de su condición de explotación, de discriminación, de alienación, de exclusión. Estos elementos pueden constituir y posibilitar un saber innovador.
Al mismo tiempo, hay que destacar que las experiencias individuales y personales son vinculadas al contexto de la estructura social, ya que se sugiere la fragilidad o la insuficiencia explicativa de dualidades y de categorías como lo público y lo privado, la organización del saber según la dicotomía objetividad-subjetividad, científico-no científico, entre otras.
El movimiento feminista ha posibilitado, poco a poco, el desarrollo de una mirada y de una concepción diferentes sobre el saber, en el que las dimensiones de la afectividad y de las emociones son parte constituyente del propio proceso de conocimiento. No se trata, en la actualidad, de un movimiento homogéneo fundado solamente en la convicción de que la situación de la mujer es opresiva y que debe ser cambiada.
El feminismo también se diversificó en su formulación teórica, debido a las diversas concepciones y lenguajes culturales y simbólicos de la opresión, así como también en las diversas formas de tratarlas. Empíricamente, tiende a pluralizarse debido a la función de la dispersión temporal y geográfica, de la naturaleza de los diversos grupos en entidades y en instituciones denominadas feministas.
No se trata de construir aquí una tipología de las tendencias y de las corrientes teóricas del pensamiento feminista contemporáneo y de sus correspondientes prácticas, sino sobre todo de explicitar las posibles contribuciones que él mismo viene posibilitando, así como de las perspectivas que gesta, en el proceso de producción del conocimiento actual, principalmente en el campo sociológico.
Por lo tanto, el movimiento feminista es un movimiento social propio, con autonomía, y que interfiere tanto en las prácticas sociales, como en los paradigmas de la teoría sociológica predominante, que transversaliza la dinámica de la modernidad y de la posmodernidad. Vale decir que todas las corrientes o las tendencias feministas abarcan un potencial de cambios y de transformaciones en la dinámica de las relaciones interpersonales entre hombres y mujeres, entre mujeres y mujeres y entre hombres y hombres. Esto que está ocurriendo, tanto en el plan real como en el simbólico, repercutirá también en el pensamiento sociológico. Por último, el pensamiento feminista también es participante y constituyente del movimiento de democratización de la producción de conocimiento mediante una nueva ética y una nueva “visión del mundo”.
Respecto al inicio del movimiento feminista, se concuerda con las observaciones de Yannoulas (1994), quien insiste en la superación del orden y de las leyes patriarcales en cuanto superación de la discriminación sexual, de la dominación patriarcal y de todo y cualquier tipo de diferencia sexual. El movimiento confundía “ser igual” con “ser idéntico”.
Así como afirma Sorj (1997, 2), inicialmente son los presupuestos del liberalismo y del socialismo los que prestan los principales significados, o hasta el lenguaje mismo por medio del cual el feminismo se expresaría. En un segundo momento, o sea, el actual, es el debate posmoderno que viene inspirando las reflexiones feministas más recientes. Pero las teorías feministas no son un reflejo pasivo de la cultura de su tiempo. Ofrecen también una contribución central a los principales debates contemporáneos.
Así, en un primero momento, correspondiente a la modernidad, el feminismo se definió por la convicción de que la situación social de las mujeres era injusta y, por lo tanto, debería ser modificada, o sea, el feminismo se movilizó por los valores igualitarios e individuales de las mujeres para contraponerse a los del patriarcado. La estructura familiar tradicional fue afectada en sus valores y, consecuentemente, se identificó una alteración de los papeles sociales. Además, en el caso del movimiento feminista, la aspiración a la igualdad presumía implícitamente una cierta idealización del mundo público y del trabajo dominado por hombres. Entretanto, en este mundo, las mujeres descubrieron sus lados sombríos y deshumanizados (Sorj, 1997; 3).
Para Collin (1986), lo anterior explica las causas por las que el feminismo responda al llamado lo moderno cuando reivindica la igualdad entre hombres y mujeres, procurando destinar a éstas los derechos adquiridos por los primeros y ampliar la noción de derechos del hombre en derechos de la persona. Lo moderno reivindica para las mujeres el acceso al voto y al trabajo profesional como instrumento de realización y de independencia, y el reconocimiento del trabajo doméstico reproducción como valor social. Moderno, cuando piensa la liberación de las mujeres, en el sentido de la reapropiación de un territorio alienado: el limite, el espacio y la autonomía de su cuerpo. Moderno porque pone a la mujer en la carretera del progreso de la humanidad. Moderno, porque busca la emancipación de las mujeres. Moderno porque aun resignifica las relaciones intersubjetivas en la llamada “guerra entre los sexos”.
Con todo, la promesa que la modernidad trajo para las mujeres no se ha cumplido plenamente, en la medida en que su emancipación, su autonomía y el avance de sus conquistas se dieron en un movimiento también ambiguo: las mujeres pasan a tener acceso al mercado de trabajo, pero las diferencias salariales continúan siendo significativas, los papeles sexuales continúan siendo evaluados desigualmente, etc.
Pero lo que se quiere destacar es que el movimiento y el pensamiento feminista iniciales, en su esfuerzo de negar la misogenia, quedaron presos, en cierta medida, en la trampa cartesiana, o sea, en una falsa o ilusoria igualdad entre hombres y mujeres como criterio universal regulador de la verdad, una de las dimensiones básicas de la modernidad.
Así, el feminismo inicial se fragmenta en muchos feminismos, acompañando, el mismo, las demandas y las necesidades puestas por la posmodernidad y pasando a sostener varias dimensiones. Primero, proponiendo la desconstrucción de cualquier discurso homogéneo y unitario de lo que serían lo femenino y lo masculino. Según se aproximó a los discursos “comunitaristas” o “fundamentalistas”, enfatizó la existencia de una diferencia femenina, obviamente, no para retornar al pasado patriarcal, sino para afirmar una “superioridad” femenina fundada, ahora, en una concepción de la diferencia que esencializa y substancializa la naturaleza del grupo. En cuanto a la primera perspectiva, de hecho, fragiliza la práctica de acción colectiva; respecto a la segunda, propone claramente una política de la identidad y la necesidad de proyectos societarios de inspiración femenina (Sorj, 1997; 3-4).
La tendencia a absolutizar lo femenino sobre una base de poder que no deja de ser una versión del esencialismo, en el sentido de concebirse una identidad propia sea para la formulación de políticas, sea alrededor de ciertas instituciones, tiene el valor de enfatizar o priorizar la lucha y garantizar espacios en torno del derecho a la diferencia, el derecho de las mujeres.
Además, los muchos feminismos acompañan al propio movimiento de pluralidad y de fragmentación, típicos de la posmodernidad, que tiende a transcender críticamente el imperio de la razón y el orden cognitivo, incluidas las experiencias de las subjetividades, del deseo, del placer, del dolor. Finalmente, se trata de transitar en un universo pleno de significados y de simbolismos, siendo resignificada la ética de la diferencia sexual, que no desaparece, mas gana nuevos significados.
Se observa aún, en el contexto y en las mediaciones entre lo moderno y lo posmoderno una vez que ambos pueden convergir para una relación antes dialógica que opositora, que el movimiento feminista, como afirma Collin, “…es a su vez el último avatar del mundo moderno y el síntoma de lo que denominamos aquí, por falta de un mejor término a pesar de su imprecisión, el mundo posmoderno. El pertenece muy precisamente a la crisis de lo moderno”.
El feminismo, habiendo surgido como crítica cultural que denuncia la experiencia de la cultura en relación con la injusta situación social de las mujeres, colocaría la posibilidad de transcender las concepciones binario-antagónicas, hegemónicas y conservadoras.
Así, el feminismo impulsa, gesta y responde, concomitantemente, a los llamados de lo posmoderno cuando acaba con la jerarquía y con la dimensión binaria entre los sexos, cuando instala la diversidad, la especificidad, la experiencia, la heterogeneidad y la pluralidad. Posmoderno, cuando denuncia la confiscación del tiempo en beneficio del trabajo. Posmoderno cuando concibe el cuerpo como una área polimorfa: qui fait peau de partout (Collin, 1986). Posmoderno, cuando localiza las luchas de las mujeres como movimiento y no como fin totalizante en sí mismo. Posmoderno, cuando caza a los códigos amorosos y sexuales clasificatorios que aún mantienen la estructura patriarcal y patrimonial. Posmoderno cuando incluso denuncia la idea de una naturaleza femenina o masculina (Collin, 1986). Posmoderno porque propicia en la mujer la posibilidad de ser un sujeto moral y cognitivo y un ser de razón, de pensamiento y de conocimiento.
Es por eso que el feminismo se constituyó en pensamiento y en movimiento propio y revolucionario. Acoge diferentes voces de mujeres, independientemente de su situación, localización, territorio, clase, color. Retira de la mujer la condición de opresión que, de maneras diversas y particulares, abarca a todas. Es un pensamiento y un movimiento individual y colectivo simultáneos, pues entrelazan lo público y lo privado, lo político y lo ético, lo estético y lo solidario, con un objetivo fundamental, que es el de romper y el de superar la razón androcéntrica como razón universal, así como los dualismos cartesianos engañosos.
Se coincide, por lo tanto, con Lovibond (1990), para quien la idea de subjetividad como construcción social o discursiva y, por lo tanto, como fluida y provisoria abre todo un mundo de posibilidades mucho más creativo y plural que la simple búsqueda por la igualdad.
De cualquier forma, nos unimos a Badinter (1991, 34), cuando agradece a Poulain de la Barre, a Louise d`Espinay, a Condorcer y a Simone de Beauvoir que hayan tenido la fuerza y el valor de hacer el “discurso de la semejanza”, a partir del cual la autora responde a la cuestión que da titulo su obra: ¿Que es una mujer? La respuesta es: un animal racional o, en resumen, un hombre, como todo el mundo.
Agradecemos, a su vez, a la autora y a otras tantas feministas que nos permitieron llegar a esta conclusión. Pero, se reconoce que la igualdad de todas y todos, en tanto hombres, seres humanos, en la actualidad, no es suficiente para las feministas en su pluralidad. Reconocer esa pluralidad es aceptar, también, la convivencia entre las corrientes feministas, parte de las cuales aún insiste en esta idea.
Si la posmodernidad apunta hacia la deconstrucción del sujeto universal masculino, indica, al mismo tiempo, un permanente proceso de reconstrucción de múltiples sujetos, en un patamar paradigmático nuevo que posibilita interrogar “¿Qué es un hombre?”
La perspectiva feminista en el pensamiento sociológico
El pensamiento feminista ha contribuido, sin duda, a que las mujeres avancen en el proceso de conquista del estatuto de sujeto en la sociedad actual, compartir sus experiencias, teniendo acceso, como productoras y críticas, al proceso de conocimiento. Inicialmente, fueron incorporadas a ese proceso, sobre todo por el enfoque de la división sexual del trabajo, y destacó en el mismo la participación de la mujer en la fuerza de trabajo dándole visibilidad a los varios significados de la categoría trabajo productivo, doméstico, reproductivo y de mercado, y se evidenciaron las diversas situaciones de discriminación vividas por las mismas. Las circunstancias históricas, en alguna medida, condujeron a las mujeres, primero, a ingresar en el mundo del trabajo, pues desde la Revolución Industrial ya se reclamaba el aporte de mano de obra barata; se siguió un segundo aporte, que fue la obtención del derecho de voto, lo que les garantizó el ingreso en la vida política. En el plan teórico, las investigaciones sociológicas comenzaron a incorporar a las mujeres en cuanto categoría sociológica y no solamente como simple variable estadística y descriptiva.
Es difícil mencionar el ejemplo más expresivo de la presencia de las mujeres en el discurso y en las prácticas sociológicas actuales, puesto que serían muchas. Entre tanto, la incorporación de las mujeres en la categoría del trabajo no ha dejado de ser decisiva. El trabajo, además de proporcionar la construcción de una identidad como mujer trabajadora, pasó a ser entendido como dimensión sexuada, o sea, parte del presupuesto de que el trabajo tiene un sexo, que hay una división del trabajo entre hombres y mujeres y que las nociones de variabilidad, cambio, continuidad, no solamente transformaron los elementos paradigmáticos de la sociología del trabajo, sino también delimitaron la intersección con otros dominios tales como la sociología de la familia y de las profesiones, lo que ha implicado una sociología de los géneros, inexistente hasta entonces. Por lo tanto, tal como plantea Souza-Lobo, la contribución más importante que las investigaciones sobre la división del trabajo trajeron para las ciencias sociales habría sido tal vez, el de apuntar la necesidad de una metodología que articule relaciones de trabajo y relaciones sociales, práctica de trabajo y prácticas sociales.
A partir de la dimensión comparativa y jerarquizada incorporada en los años setenta, la lectura pasó a ser hecha en términos de una óptica demarcada por el antagonismo y por la dominación. Aunque a través de una mirada dicotómica las mujeres fueron integradas. Las primeras autoras que utilizaron las nociones de empleo, formación profesional, salario, mercado de trabajo y tecnología en la sociología del trabajo, en Francia, considerando a las mujeres en cuanto sujetos, fueron Viviane Isambert-Jamati y Madeleine Guilbert (1956 y 1962) . En Brasil, fue pionera Heleith I. B. Saffioti, quien escribió, entre 1966 y 1967, La mujer en la sociedad de clases. Mito y realidad.
Pero el pensamiento feminista ha transcendido esa dicotomía y simetría, contribuyendo para develar el sistema de valores universalmente válidos y de cuño ideológico reconocido. El feminismo se puede beneficiar tanto como cualquier otro movimiento radical de la percepción de que nuestras ideas de mérito personal, técnico y artístico, o de inteligibilidad y rigor en la argumentación, no “vienen del cielo”, pero son mediadas por un proceso casi interminable de aprendizaje y adiestramiento social (Lovibond, 1990; 197). Es decir, la crítica feminista destruye cualquier posibilidad de postura neutra con relación a los valores tradicionalmente empleados para la validez de los procedimientos científicos.
Es indiscutible que el pensamiento feminista interfiere en los paradigmas que informan a las teorías sociales, trayendo cuestiones centrales al campo sociológico actual. Se puede citar, como ejemplo, la cuestión de la invisibilidad femenina, que viene deshaciéndose por medio del rescate de una historia de las mujeres y, consecuentemente, preanuncia una ruptura con el uso de una razón universal masculina.
Tal como afirma Suárez “…la incorporación sistemática del abordaje de género en las ciencias sociales ocurre en la década de los setenta a la de los ochenta, cuando en las universidades se comienzan a crear núcleos de investigaciones y cursos sobre la condición de las mujeres y las relaciones de género y en las asociaciones científicas se institucionalizan grupos de trabajo sobre los mismos temas.”
A partir de entonces fueron muchos los desdoblamientos. Se enfatiza que el pensamiento feminista viene ofreciendo a las ciencias sociales la posibilidad de trabajar con un objeto legítimo, que configura un campo intelectual y político (Suárez, 1997), la pluralidad de los sujetos mujeres, aunque esto ocurra solamente en el discurso.
Se asiste al paso del pensamiento feminista “clásico”, centrado en los “estudios sobre la mujer”, a los estudios anclados en la pluralidad, en la multiplicidad de las construcciones de lo femenino y de lo masculino. Se abre la posibilidad de desconstrucción de un modelo universal único y androcéntrico, dirigiéndose a las diversidades no solamente entre los géneros, sino también entre las propias mujeres y entre los hombres, con referencia a las observaciones de las distinciones entre las culturas, en cuanto modelos de hombres y de mujeres. Así, la noción de género, con carácter implícitamente relacional, remite, aunque no necesariamente, a nuevos paradigmas que permiten pensar en nuevos abordajes teóricos y reformular los ya existentes.
La crítica feminista permite destruir el pensamiento binario, con su substrato biológico, desnaturalizando las ideas de femenino y de masculino, contenidas en las categorías como las de hombre y de mujer. En este sentido, el pensamiento feminista puede ser considerado como desestabilizador de muchos conceptos y de muchas categorías del pensamiento sociológico y, por que no decirlo, incluso de paradigmas.
Al final, proponer nuevas preguntas o cambiar la manera de formular preguntas antiguas es siempre un gesto innovador, revolucionario. La forma por la cual se plantea una cuestión implícitamente induce a una respuesta, porque una pregunta es un camino abierto a una respuesta. El sentido de ésta se relaciona, a su vez, con la pregunta que la originó.
Tales innovaciones y discusiones remitieron, en los finales de los años ochenta, a relativizar la “condición femenina” y comenzaron a distinguir nuevos horizontes, tales como una mayor orientación hacia la interdisciplinariedad, en particular, en las ciencias sociales.
Esta idea es valiosa para el pensamiento feminista, pues la noción de interdisciplinariedad ha introducido diálogos, no solamente entre los movimientos feministas y la academia (Lévinas, 1997), como también entre los diversos campos del saber allí incluidos y que vienen planteando consecuencias a la teoría social, o sea, el pensamiento feminista abrió un campo esencialmente interdisciplinario capaz de inaugurar una perspectiva de la pluralidad de conceptos, de categorías y de métodos para la comprensión de la experiencia y de las subjetividades de mujeres y de hombres. Con eso, ciertamente, es posible transcender una serie de categorías y de conceptos convencionales, de polaridades ideológicas que marcaban el pensamiento social, surgiendo la posibilidad de descubrir otros “modos y modelos” de investigación.
Tal como ha afirmado Rocha-Coutinho, “nunca es exagerado recordar que es preciso evitar la transposición etnocéntrica de posiciones desarrolladas en estos cuadrantes para el entendimiento de la multiplicidad de referencias de los sistemas de géneros en Brasil como viene ocurriendo muchas vecese intentar, al contrario, buscar un modelo conceptual que trabaje de forma apropiada con la situación específica de nuestras mujeres (y hombres). Es necesario tener siempre en mente la diversidad de las experiencias y backgrounds de nuestras mujeres (y hombres) y estar atentos a las condiciones socioculturales importantes que afectan su calidad de vida” (1996, 999).
El pensamiento feminista ha creado, en el ámbito de la sociología, nuevos mapas cognitivos. Este es el caso, por ejemplo, de las nuevas temáticas referidas a la masculinidad, el erotismo, el cuerpo y la sexualidad una mirada más polisémica sobre la misma, cuestiones que eran pensadas fundamentalmente por la medicina o por la iglesia.
El desorden del pensamiento masculino universalizante, a partir de la categoría del género, ha permitido, generosamente, también a los hombres repensar, ellos mismos o ellos también, su propia particularidad, o sea, la vitalidad del pensamiento feminista reside en varios elementos o aspectos. Uno de ellos se refiere, sin duda, a una gran variedad de posiciones y de formaciones, las cuales pueden ser constantemente revisadas. Se caracteriza, por lo tanto, por un movimiento interrupto, un continuo “en construcción”.
Otro elemento fundamental ofrecido por el pensamiento feminista a la sociología se refiere al diálogo, a la negociación y a la circulación compartida por hombres y por mujeres, en espacios de negociación y de producción simbólica recíproca (Yannoulas, 1994; 15). En este sentido, la comprehensión de la naturaleza acerca de la relación ética que une a los géneros no se detiene en la diferencia, sino que pasa, fundamentalmente, por la comprensión y por el significado.
Esta dimensión se asocia, a la vez, a otra categoría importante para el pensamiento feminista: la alteridad, esto es, la construcción de la relación del yo con el otro: la relación de intersubjetividad. Así define Lévinas (1997, 30) la alteridad: “En nuestra relación con el otro, ¿la cuestión será dejarlo ser? ¿La independencia del otro no se realiza en su función de interpelado? ¿Aquel a quien se habla es, previamente, comprehendido en su ser? De ninguna forma. El otro no es primero objeto de comprehensión y, después, interlocutor. Las dos relaciones se confunden. Dicho de otra forma, la comprehensión del otro es inseparable de su invocación”.
Se enfatiza también que las experiencias femeninas y masculinas no son, necesariamente, excluyentes; ellas se aproximan, se sobreponen. Las diferencias son mucho más relacionales, contextuales, variables, cambiando de intensidad de acuerdo con la situación en foco. La distancia entre los géneros no es constante, ni absoluta (Sorj, 1997; 04).
Parece que se instala el reino de las subjetividades, de la pluralidad y de las alteridades. En este contexto, continúa Yannoulas (1994, 16), hombre y mujer no son definibles, no son sustanciables. La diferencia sexual sólo aparece en la experiencia del diálogo, que confronta una mujer y un hombre, mujeres y hombres, un sujeto-mujer u hombre y su condición de género, en el espacio público, social o privado. Se decide y se redecide en cada relación, sin que nadie sepa a priori cuál es su lugar; pluralidad y diálogo son las llaves del feminismo pluralista.
Tal vez uno de los mayores problemas para articular las contribuciones del pensamiento feminista a la práctica sociológica se base exactamente en el hecho de aprehender las medidas, las dimensiones de las diversidades y de las pluralidades. En esta dirección es pertinente la cuestión discutida por Machado (1997) . En una sociedad bajo la égida del individualismo y de la “modernidad reflexiva”, según el concepto de Giddens, se pasa a pensar que podemos construir el (los) género(s) que entendamos. La sexualidad pasa también a ser una cuestión de preferencia y se inscribe como uno de los grandes ejes de la construcción de identidades. Estéticas, estilos y preferencias sexuales parecen ser una cuestión de elección. El desafío es afirmar la idea de la construcción social de los géneros, de las sexualidades y de las violencias, sin, entre tanto, caer en la trampa de que todo se resume en preferencias individuales. El constructivismo de género se articula con el impensado de género en la construcción de las subjetividades. Hay que pensar que las construcciones sociales de género son diferenciadas en el interior mismo de la sociedad brasileña, siguiendo los caminos de la segmentación social y de sus diferentes versiones de combinación de tradicionalidad y modernidad de género y de articular el impensado de género con el constructivismo de género.
Machado (1997) llama la atención sobre los riesgos de la instalación exclusiva y hegemónica del “reino de las pluralidades y de las subjetividades” en las ciencias sociales y, en particular, en los estudios de género. Sin duda, los riesgos existen. Tan es así que la psicoanalista Suely Rolnik (1997), analizando la cuestión de la subjetividad en tiempos de la globalización, indica el grado en que hoy son numerosos los recursos para crear los mundos posibles. Entre tanto, afirma “…las subjetividades son tomadas por la sensación de amenaza o de fracaso, de despersonalización, enloquecimiento o hasta de muerte. Lo que se quiere destacar es que el stock de representaciones sociales hoy disponibles en la sociedad es el mismo, más diverso, rico y nómada, y permite a los individuos la construcción de sus subjetividades, mayor libertad de elecciones, de combinaciones y de ajustes.”
En consecuencia, el pensamiento feminista, tanto en la perspectiva del movimiento-militancia como en la perspectiva teórico-académica, ha contribuido de forma significativa a la producción de esta pluralidad de representaciones sociales, incluyendo los estudios de género que tienden a dar prioridad al principio de la igualdad o la conquista de la ciudadanía, o reflexiones centradas en el derecho a la diferencia, tan presentes en los movimientos sociales de mujeres (Suárez, 1997).
En la perspectiva metodológica, el pensamiento feminista ha cuestionado las premisas sociológicas que estructuran la propia lógica de la investigación, en los niveles de hipótesis, de categorías y de conceptos, o sea, la crítica feminista ha indicado cuándo ciertos conceptos o hipótesis que orientan a los científicos y a las científicas son condicionantes en relación con los resultados que la investigación produce. En otras palabras, una vez que el investigador adoptó una ontología dada, este sistema de orientación determina lo que es considerado como relevante; los datos no pueden corregir o falsificar la ontología porque todos aquellos que fueron colectados dentro de esta perspectiva sólo pueden ser comprehendidos en sus términos (Gergen, 1993). En este sentido, cuestionar el proceso científico en función de su estructura previa de comprehensión asentada sea en el preconcepto, sea en el androcentrismo no significa únicamente cuestionar el uso tradicional del método científico, sino la adecuación básica y pertinente del propio método.
El pensamiento feminista ha posibilitado la multiplicación de las miradas y de los lugares de reflexión y de intervención social. Hace ver que ya no es posible concebir el mundo sin la perspectiva de la alteridad y de la diversidad sin caer en otra dualidad de la diferencia y de la igualdad y sin caer también en el “reino de las subjetividades”.
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