La ciudadanía de las mujeres comienza y culmina en sus cuerpos, territorio personal y privado sobre el cual deben estar capacitadas para adoptar decisiones libres y soberanas, sin verse sujetas a coacción o violencia. La autonomía es, por lo tanto, condición fundamental para dicho ejercicio, en especial en el terreno de la sexualidad y la reproducción, espacios donde históricamente se enfrentan a distintos dispositivos de control y sujeción.
La penalización del aborto es, con toda certeza, una de las restricciones más duras y que más ha costado enfrentar en todo el mundo. Y Chile no es la excepción. Por el contrario, nuestro país pertenece al tristemente conocido grupo de naciones con las leyes más restrictivas del planeta, siendo el aborto penalizado en toda circunstancia.
Por lo tanto, la defensa de la libertad sexual y reproductiva y del control del propio cuerpo constituye un elemento central de la agenda feminista, y debe ser considerada un principio ético político no negociable, pues implica la garantía de autonomía y la ausencia de coerción y violencia, provenga de quien provenga.
Y esto incluye el derecho al aborto legal, seguro y gratuito. En esta demanda sin duda hay aspectos sanitarios a considerar, puesto que un aborto practicado en condiciones de clandestinidad, frecuentemente conlleva riesgos para la salud de la mujer gestante. Basta saber que en el mundo mueren por causa de abortos inseguros cerca de 70 mil mujeres cada año y varios millones quedan con secuelas a veces permanentes. En Chile, si bien la mortalidad por esta causa es baja, sabemos que llegan a los hospitales alrededor de 30 mil mujeres por año a causa de complicaciones de abortos clandestinos.
Pero la demanda feminista por el aborto es sobre todo una demanda ética y de derechos humanos, ya que sostiene que las mujeres son sujetas plenas de derechos, con capacidad moral para tomar las decisiones más favorables de acuerdo a sus realidades de vida, a sus proyectos y a sus deseos personales. En este sentido, es evidente que la penalización del aborto atenta directamente contra el goce de una serie de derechos humanos y derechos sexuales y reproductivos, pero especialmente los de las mujeres pobres. Entre otros, el derecho a la vida, a la libertad y seguridad personal, a gozar del más alto nivel de salud, a la igualdad y a la no discriminación, a la autodeterminación, a no ser sometida a tortura, a no ser objeto de injerencias arbitrarias, a la libertad de pensamiento, conciencia y religión, a controlar su propia fecundidad, a la privacidad, a los beneficios del progreso científico en el ámbito de la salud.
Por lo tanto, los últimos hechos ocurridos en Chile, con la delación de mujeres que han abortado clandestinamente con uso de Misoprostol (un método que correctamente usado es muy seguro) y que surgió en los hospitales donde fueron internadas, es una situación indigna que debemos rechazar como sociedad toda. Revela, por una parte, el total irrespeto al Ordinario 1675 del 24 de abril, del Ministerio de Salud, donde se instruye a los directores de servicios a otorgar una atención humanizada a las mujeres que abortan y a resguardar la confidencialidad de su atención. Estos son principios básicos de derechos humanos.
Y demuestran, también, la persistente negación del aborto como una realidad en el país, una realidad que toca a mujeres de distintas edades, niveles educativos y condición social. Pero que los tomadores de decisión persisten en ignoran en sus reales dimensiones.
La ley que penaliza el aborto en Chile es un total fracaso legislativo, es una violencia institucional que además ha demostrado ser inútil para bajar el número de abortos sino que por el contrario, solo ha servido para dañar más a las mujeres pobres, quienes seguirán abortando con riesgo de sus vidas. Y lo seguirán haciendo mientras no se les ofrezcan las informaciones y los recursos necesarios para hacer de su vida sexual y reproductiva un ejercicio de libertad y autonomía.
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