Grupos de hombres y también solitarios; jóvenes unos, mayores otros. Todos entraban y salían de un céntrico edificio en la ciudad de La Paz que alberga oficinas y tiendas de venta de ropa.
En la calle, la febril actividad del comercio informal era constante, mientras el tráfico se abría paso entre la gente que también transitaba por la calzada. En ese lugar me citó una mujer en situación de prostitución, perteneciente a un grupo que se independizó de los proxenetas.
Durante la hora que esperé en la calle, desde las tres de la tarde, el "desfile" masculino no se detuvo. Amalia (nombre ficticio), con quien me cité, realizaba unos trámites que demoraron más de lo previsto.
El administrador del edificio no dejaba de mirarme desde las gradas, mientras yo deambulaba por las tiendas, en la planta baja. Sin preguntar nada, cedía el paso a los varones que subían la escalinata.
Amalia se dio por vencida y se resignó a dedicarle toda la tarde a la burocracia. Antes habló con su compañera para que me recibiera, en una de las "oficinas" del tercer piso. El administrador me preguntó a dónde iba antes de dejarme pasar. Fue tras mío y se colocó a una distancia prudente desde donde me observaba.
Al bullicio callejero, que aún se escuchaba dentro del edificio, se sumó una cumbia, en volumen moderado, cuando una de las puertas se entreabrió. Apenas pude ver una luz rojiza y a una mujer que atisbaba. No era la puerta que yo tocaba.
Un hombre joven y ebrio apareció tras mío y, a pesar de mi apariencia de "señora decente", me preguntó "¿cuánto?, ¿vamos?" Lo ignoré. Mientras, pensaba en que es cierto nomás que para los hombres "todas tenemos cara de puta". Eso dijo una mujer en situación de prostitución durante la muestra "Ninguna mujer nace para puta", que se realizó en La Paz, en enero de 2006, en el museo Tambo Quirquincho.
Tambaleándose, el hombre tocó otra puerta y entró a una de las "oficinas". No pude evitar sentir náuseas. No pasó ni un minuto y la puerta se abrió de nuevo. El hombre salió y se fue.
Transcurrieron varios minutos. Bajando por las gradas apareció Gisela (nombre ficticio). Con su traje sastre, parecía una secretaria de no más de 30 años; pero es enfermera desempleada, madre de dos niños, y ahora integrante de una cooperativa de mujeres en situación de prostitución.
Me condujo a su "oficina", dos pisos más arriba. Toallas con paisajes playeros cubrían las paredes de la antesala; la luz no abundaba, pero tampoco parecía sombrío. El lugar olía a lavanda química. Avanzamos por un estrecho pasillo y Gisela me invitó a pasar a su habitación.
La "oficina" estaba dividida por tabiques de madera delgada, en cuatro pequeñas habitaciones. En cada una había una cama pegada a las frágiles paredes. Nos sentamos en la suya y comenzó la entrevista.
Entró Julieta; ella estudió computación, pero no encontró un trabajo donde le pagaran lo suficiente para mantener a su pequeño hijo. Me miró con recelo. Desconfían.
De lo primero que hablamos fue del trato que las mujeres en situación de prostitución reciben de parte de los medios de comunicación: si no las victimizan, las criminalizan. Se refirieron también a periodistas "cómplices" de las batidas que organiza, en especial, la Alcaldía Municipal. El recuento de atropellos es innumerable.
El año pasado, luego de una batida, denunciaron, ante las organizaciones periodísticas, los abusos que se cometían contra ellas, sobre todo cuando las filman y les sacan fotografías. Sus familias no saben la verdad de la procedencia del sustento diario.
La Federación de Trabajadores de la prensa de La Paz, la Asociación de Periodistas de La Paz y la Asociación Nacional de la Prensa desestimaron las denuncias.
Al lado se escucharon voces, una masculina. No llegué a entender lo que decían, pero lo intuí. Pasaron unos segundos y la cama en la que yo estaba sentada comenzó a mecerse al ritmo de una relación en la que un hombre paga por el derecho de penetrar a una mujer.
Traté de que no se notara mi desconcierto. La entrevista siguió, aunque el vaivén no me dejaba tomar apuntes. Los minutos se hicieron interminables, hasta que se escuchó un quejido y el movimiento cesó. Tras el ruido de un aerosol el olor a lavanda se hizo más intenso.
Asociación de urgencia
La "oficina" es, legalmente, una sala de masajes, pero en realidad es un lenocinio. A los "clientes", llamados "prostituyentes" por María Galindo y Sonia Sánchez, autoras del libro "Ninguna mujer nace para puta", les entregan factura por los "servicios". Pocos la aceptan, pero igual emiten la nota fiscal y cada mes realizan su declaración impositiva.
A mediados de 2008, durante una batida organizada entre varias entidades estatales, los proxenetas huyeron. Hasta entonces, varios locales funcionaban en el edificio todo el día, toda la semana. Las mujeres recibían el 50 por ciento de lo que los administradores cobraban cuando los clientes pedían "hacer pieza".
Además, de jueves a sábado tenían que trabajar toda la noche y, si se negaban, eran echadas o amenazadas con que sus familias se enterarían de lo que hacían. Durante la semana el tiempo mínimo de trabajo era de 10 horas y las multaban si se atrasaban o si faltaban, aun si estuvieran enfermas. Eso mermaba más su ingreso.
Durante ese tiempo también debían hacer consumir bebidas a los clientes y beber ellas además, lo que las ponía en aprietos al momento de regresar a sus casas.
Las cosas ahora han cambiado. Ante el inminente cierre de los lenocinios por la huida de los proxenetas y ante el peligro de tener que ejercer la prostitución en la calle, porque no tenían ninguna opción laboral, una treintena de mujeres decidió independizarse. Se asociaron para alquilar oficinas.
Querían formalizar su actividad como "damas de compañía", pero debido a que la prostitución no es legal en Bolivia y no existe esa categoría, con la aprobación municipal optaron por hacerlo como "sala de masajes".
Ya no tienen que ceder más de la mitad de sus ingresos y, por eso, lo que cobran les alcanza para pagar una cuota mensual para alquiler, agua, luz e impuestos, entre otros gastos.
Ahora trabajan de lunes a sábado, por turnos, de nueve de la mañana a nueve de la noche. No aceptan borrachos y tampoco venden ni consumen bebidas alcohólicas y menos drogas.
Perseguidas
A diferencia de lo que ocurría cuando los administradores eran hombres, estos locales son inspeccionados de forma constante. Se sienten perseguidas. En cualquier momento aparecen funcionarios de Impuestos, de la Alcaldía tras bebidas adulteradas, de Migración tras extranjeras indocumentadas, de la Fuerza Especial de Lucha contra el Narcotráfico, de Salud para verificar los carnés de sanidad y de otras instituciones tras menores de edad. Pero no encuentran nada de lo que buscan.
Al margen de cualquier consideración sobre el ejercicio de la prostitución, estas mujeres se han planteado una relación de respeto y de solidaridad, y también de recuperación de su dignidad. Se cuidan entre ellas; deciden si quieren "hacer pieza" o no. Usan condón y asisten a sus controles sanitarios, aunque no dejan de reclamar por la ausencia de una atención integral a su salud y por las políticas estatales que sí velan por la salud del "cliente".
Ninguna siente orgullo por lo que hace y están a la espera de una oportunidad para dejar esa forma de vida. Por eso mismo, en sus locales no hay menores de edad. Piensan en sus hijas y no quieren que otras chicas jóvenes transiten por el camino de la prostitución.
En la calle, la febril actividad del comercio informal era constante, mientras el tráfico se abría paso entre la gente que también transitaba por la calzada. En ese lugar me citó una mujer en situación de prostitución, perteneciente a un grupo que se independizó de los proxenetas.
Durante la hora que esperé en la calle, desde las tres de la tarde, el "desfile" masculino no se detuvo. Amalia (nombre ficticio), con quien me cité, realizaba unos trámites que demoraron más de lo previsto.
El administrador del edificio no dejaba de mirarme desde las gradas, mientras yo deambulaba por las tiendas, en la planta baja. Sin preguntar nada, cedía el paso a los varones que subían la escalinata.
Amalia se dio por vencida y se resignó a dedicarle toda la tarde a la burocracia. Antes habló con su compañera para que me recibiera, en una de las "oficinas" del tercer piso. El administrador me preguntó a dónde iba antes de dejarme pasar. Fue tras mío y se colocó a una distancia prudente desde donde me observaba.
Al bullicio callejero, que aún se escuchaba dentro del edificio, se sumó una cumbia, en volumen moderado, cuando una de las puertas se entreabrió. Apenas pude ver una luz rojiza y a una mujer que atisbaba. No era la puerta que yo tocaba.
Un hombre joven y ebrio apareció tras mío y, a pesar de mi apariencia de "señora decente", me preguntó "¿cuánto?, ¿vamos?" Lo ignoré. Mientras, pensaba en que es cierto nomás que para los hombres "todas tenemos cara de puta". Eso dijo una mujer en situación de prostitución durante la muestra "Ninguna mujer nace para puta", que se realizó en La Paz, en enero de 2006, en el museo Tambo Quirquincho.
Tambaleándose, el hombre tocó otra puerta y entró a una de las "oficinas". No pude evitar sentir náuseas. No pasó ni un minuto y la puerta se abrió de nuevo. El hombre salió y se fue.
Transcurrieron varios minutos. Bajando por las gradas apareció Gisela (nombre ficticio). Con su traje sastre, parecía una secretaria de no más de 30 años; pero es enfermera desempleada, madre de dos niños, y ahora integrante de una cooperativa de mujeres en situación de prostitución.
Me condujo a su "oficina", dos pisos más arriba. Toallas con paisajes playeros cubrían las paredes de la antesala; la luz no abundaba, pero tampoco parecía sombrío. El lugar olía a lavanda química. Avanzamos por un estrecho pasillo y Gisela me invitó a pasar a su habitación.
La "oficina" estaba dividida por tabiques de madera delgada, en cuatro pequeñas habitaciones. En cada una había una cama pegada a las frágiles paredes. Nos sentamos en la suya y comenzó la entrevista.
Entró Julieta; ella estudió computación, pero no encontró un trabajo donde le pagaran lo suficiente para mantener a su pequeño hijo. Me miró con recelo. Desconfían.
De lo primero que hablamos fue del trato que las mujeres en situación de prostitución reciben de parte de los medios de comunicación: si no las victimizan, las criminalizan. Se refirieron también a periodistas "cómplices" de las batidas que organiza, en especial, la Alcaldía Municipal. El recuento de atropellos es innumerable.
El año pasado, luego de una batida, denunciaron, ante las organizaciones periodísticas, los abusos que se cometían contra ellas, sobre todo cuando las filman y les sacan fotografías. Sus familias no saben la verdad de la procedencia del sustento diario.
La Federación de Trabajadores de la prensa de La Paz, la Asociación de Periodistas de La Paz y la Asociación Nacional de la Prensa desestimaron las denuncias.
Al lado se escucharon voces, una masculina. No llegué a entender lo que decían, pero lo intuí. Pasaron unos segundos y la cama en la que yo estaba sentada comenzó a mecerse al ritmo de una relación en la que un hombre paga por el derecho de penetrar a una mujer.
Traté de que no se notara mi desconcierto. La entrevista siguió, aunque el vaivén no me dejaba tomar apuntes. Los minutos se hicieron interminables, hasta que se escuchó un quejido y el movimiento cesó. Tras el ruido de un aerosol el olor a lavanda se hizo más intenso.
Asociación de urgencia
La "oficina" es, legalmente, una sala de masajes, pero en realidad es un lenocinio. A los "clientes", llamados "prostituyentes" por María Galindo y Sonia Sánchez, autoras del libro "Ninguna mujer nace para puta", les entregan factura por los "servicios". Pocos la aceptan, pero igual emiten la nota fiscal y cada mes realizan su declaración impositiva.
A mediados de 2008, durante una batida organizada entre varias entidades estatales, los proxenetas huyeron. Hasta entonces, varios locales funcionaban en el edificio todo el día, toda la semana. Las mujeres recibían el 50 por ciento de lo que los administradores cobraban cuando los clientes pedían "hacer pieza".
Además, de jueves a sábado tenían que trabajar toda la noche y, si se negaban, eran echadas o amenazadas con que sus familias se enterarían de lo que hacían. Durante la semana el tiempo mínimo de trabajo era de 10 horas y las multaban si se atrasaban o si faltaban, aun si estuvieran enfermas. Eso mermaba más su ingreso.
Durante ese tiempo también debían hacer consumir bebidas a los clientes y beber ellas además, lo que las ponía en aprietos al momento de regresar a sus casas.
Las cosas ahora han cambiado. Ante el inminente cierre de los lenocinios por la huida de los proxenetas y ante el peligro de tener que ejercer la prostitución en la calle, porque no tenían ninguna opción laboral, una treintena de mujeres decidió independizarse. Se asociaron para alquilar oficinas.
Querían formalizar su actividad como "damas de compañía", pero debido a que la prostitución no es legal en Bolivia y no existe esa categoría, con la aprobación municipal optaron por hacerlo como "sala de masajes".
Ya no tienen que ceder más de la mitad de sus ingresos y, por eso, lo que cobran les alcanza para pagar una cuota mensual para alquiler, agua, luz e impuestos, entre otros gastos.
Ahora trabajan de lunes a sábado, por turnos, de nueve de la mañana a nueve de la noche. No aceptan borrachos y tampoco venden ni consumen bebidas alcohólicas y menos drogas.
Perseguidas
A diferencia de lo que ocurría cuando los administradores eran hombres, estos locales son inspeccionados de forma constante. Se sienten perseguidas. En cualquier momento aparecen funcionarios de Impuestos, de la Alcaldía tras bebidas adulteradas, de Migración tras extranjeras indocumentadas, de la Fuerza Especial de Lucha contra el Narcotráfico, de Salud para verificar los carnés de sanidad y de otras instituciones tras menores de edad. Pero no encuentran nada de lo que buscan.
Al margen de cualquier consideración sobre el ejercicio de la prostitución, estas mujeres se han planteado una relación de respeto y de solidaridad, y también de recuperación de su dignidad. Se cuidan entre ellas; deciden si quieren "hacer pieza" o no. Usan condón y asisten a sus controles sanitarios, aunque no dejan de reclamar por la ausencia de una atención integral a su salud y por las políticas estatales que sí velan por la salud del "cliente".
Ninguna siente orgullo por lo que hace y están a la espera de una oportunidad para dejar esa forma de vida. Por eso mismo, en sus locales no hay menores de edad. Piensan en sus hijas y no quieren que otras chicas jóvenes transiten por el camino de la prostitución.
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