Sin duda son muchos los mitos que acompañan nuestra vida, pues dan una especie de “sentido a un mundo que no lo tiene”, advierte Rollo May en su libro La necesidad del mito. Es decir, a través de los mitos interpretamos nuestra identidad en relación con el mundo exterior y ponemos en práctica “nuevas estructuras vitales”, pues encauzan el “intento desesperado de reconstruir el propio modo de vida”.
Pero hay tres muy importantes, hasta ahora, en la construcción del ser mujer: la virginidad, el matrimonio y la maternidad. Y cada uno de ellos lleva roles y conductas obligadas en tanto aparecen como “naturales”: feminidad, castidad, obediencia, sumisión, delicadeza; además de suceder siempre en el hogar, en la esfera privada como esposa y madre.
Cualquier falla, voluntaria e involuntaria, pondrá en riesgo la identidad femenina. La mujer dejará de serlo para ser llamada de diversas formas según sus fallas: mala madre, perversa, frívola, adúltera, prostituta, libertina, solterona, mancillada, violada, loca, infértil, frígida, lesbiana, fría… y un largo etcétera. Todo, cualquier cosa, menos mujer; menos ser humano, menos sujeto.
Pero hay tres muy importantes, hasta ahora, en la construcción del ser mujer: la virginidad, el matrimonio y la maternidad. Y cada uno de ellos lleva roles y conductas obligadas en tanto aparecen como “naturales”: feminidad, castidad, obediencia, sumisión, delicadeza; además de suceder siempre en el hogar, en la esfera privada como esposa y madre.
Cualquier falla, voluntaria e involuntaria, pondrá en riesgo la identidad femenina. La mujer dejará de serlo para ser llamada de diversas formas según sus fallas: mala madre, perversa, frívola, adúltera, prostituta, libertina, solterona, mancillada, violada, loca, infértil, frígida, lesbiana, fría… y un largo etcétera. Todo, cualquier cosa, menos mujer; menos ser humano, menos sujeto.
El mito de la virginidad
En el mito de la virginidad, ésta es considerada el regalo más preciado que una mujer puede darle al hombre que ama, pues es la garantía de la castidad y la pureza, de que sólo se ha sido mujer –propiedad, vaya– de ese hombre.
Dar el privilegio a un hombre de romper el himen, es como la ofrenda que se hace a un dios –el hombre, claro– . Es también contabilizar haber sido el primero, y mostrar a otros hombres su poder de poseer, y su hombría. El poder de dominio, sobre las mujeres y también sobre otros hombres, se refleja, ¬explica ¬Daniel Cazés en el libro Hombres ante la misoginia: miradas múltiples, a través del acoso –hacia ellas– y de la competencia y enfrentamiento entre hombres.
Y no hace falta que la madre se lo transmita a la hija, porque la sociedad, la escuela, los medios y la Iglesia se encargan de alimentar y mantener vivo y vigente ese mito.
Los resultados de crecer y vivir conforme al mito de la virginidad se traducen en graves daños, que se potencian de acuerdo con la propia experiencia al respecto. Es decir que, mientras más naturalizado haya sido el “perder la virginidad”, más difícil será superar el mito. Los daños serían la reproducción –en automático y sin cuestionar– del mito, y la misoginia traducida en prejuicios y la desvalorización de la mujer por la falta o perforación de un microscópico e infuncional tejido.
El mito del matrimonio
Concebido como un contrato social, sólo a través del matrimonio la mujer adquiere la categoría como tal. Antes del matrimonio no es nada, no es persona. El hombre sí lo es, por lo que al casarse pasa a ser “marido”.
Mito perpetuado no sólo por la Iglesia, sino también por el derecho, todavía no está obsoleta la Epístola de Melchor Ocampo:
“… El hombre, cuyas dotes sexuales son principalmente el valor y la fuerza, debe dar y dará a la mujer, protección, alimento y dirección, tratándola siempre como a la parte más delicada, sensible y fina de sí mismo, y con la magnanimidad y benevolencia generosa que el fuerte debe al débil, esencialmente cuando este débil se entrega a él, y cuando por la Sociedad se le ha confiado.
“La mujer, cuyas principales dotes son la abnegación, la belleza, la compasión, la perspicacia y la ternura debe dar y dará al marido obediencia, agrado, asistencia, consuelo y consejo, tratándolo siempre con la veneración que se debe a la persona que nos apoya y defiende, y con la delicadeza de quien no quiere exasperar la parte brusca, irritable y dura de sí mismo propia de su carácter…”
El mito del matrimonio ha traído dañinas consecuencias, pues al naturalizarse ha sido abono de la violencia –motor de la misoginia–, familiar, de la expropiación de la vida a las mujeres, de la expropiación de su desarrollo y sus capacidades. La mujer que no se casa, no pasa de ser la solterona, la pobrecita, la que está sola, la sin apoyo; o si es con conciencia de causa, es la lagartona, la libertina, la pecadora.
El mito de la maternidad
De los tres mitos, este es el más arraigado aún, en tanto es ineludible la real capacidad de las mujeres de procrear.
En el libro Imágenes y símbolos, Mircea Eliade dice que el mito muestra y enseña los eventos primordiales que nos convierten en lo que somos. Y basar la valía como persona o de “mujer completa” y “realizada” en la maternidad, ha convertido a las mujeres en todo, menos en sujetos con derechos. Ser esposas, y por supuesto madres, está tan naturalizado que no serlo significa estar fuera de la sociedad y de las leyes. Tenemos derechos en tanto somos hijas, esposas o madres, no por ser mujeres.
Y sobre la figura de la madre pesan milenios de historia. Quien no lo es, está vacía entonces. Es infértil, está seca. Está incompleta y si es a voluntad, entonces además está loca y es una egoísta. Las madres son, sí, diosas milenarias y mitológicas, pero finalmente deidades femeninas sometidas al dominio de dioses. La diosa madre, de acuerdo a Cazés, no sólo perdió su supremacía, sino también resultó domesticada y convertida en esposa de alguna deidad masculina.
Estos tres mitos, la virginidad, el matrimonio y la maternidad también son, siguiendo a Daniel Cazés, sustento de la misoginia, en tanto que ésta es, “deber ser individual y colectivo, público e íntimo, deber conformar seres en apego a creencias que ni se analizan ni se cuestionan y que de esa manera integran la moral (doble o múltiple) y la moralidad vigentes en las relaciones de género”.
Sin embargo, considero que los mitos pueden no sólo desmitificarse, sino también crear nuevos mitos que, lejos de reproducir la misoginia, la contrarresten.
Nuestras identidades individuales y colectivas están, sin duda alguna, construidas por mitos. Como dice Friedrich Nietzche, construcción y destrucción es un proceso que forma la cultura, y como tal, la vida es un constante construir, decontruir y re-construir mitos en búsqueda de un sentido y que le permitan al ser humano. Es, en palabras de Carl Jung, encontrar un lugar en el universo.
Comprender que estamos hechas y hechos de mitos, que nuestras vidas son productos míticos en tanto son diferentes y, a la vez, semejantes a la vida de los y las demás, nos ayudará a entender la necesidad de crear nuevos mitos que nos ayuden a conjurar la pérdida de aquellos –como los citados aquí– que ya no funcionan, que han dejado de tener significado y un sentido.
Mientras nuestra mente y cuerpo estén atravesados por una parte irracional –esa donde se alojan los mitos–, podríamos no sólo desmitificarlos, sino aprovechar su fuerza y alcance para construir subjetividades libres de la misoginia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario