viernes, febrero 27, 2009

¿Por qué es preferible hablar de “las mujeres” y no de “la mujer” en la actualidad?

Por: Marisa Montero García-Celay

El discurso feminista es un discurso (empeño ético y práctica política) emancipador. El término “la mujer” ha sido utilizado por las distintas corrientes feministas a lo largo de la historia para designar al sujeto histórico de esa emancipación. Sin embargo, dichas corrientes han cargado el término de muy diferentes contenidos o significados. Para poder responder a la primera pregunta planteada en este tema, voy a rastrear algunos de los significados del término “la mujer”, sus presupuestos y connotaciones así como las críticas que ha recibido, a lo largo de la historia del feminismo, desde su nacimiento en tiempos de la Ilustración. Ello me permitirá evaluar, en el apartado de conclusiones, sus ventajas y desventajas para la práctica feminista actual.


Este rastreo histórico se limita, sin embargo, a aquellas corrientes feministas que utilizan el término “la mujer” o sus equivalentes con ciertos tintes esencialistas. Entiendo que el esencialismo es el principal peligro o desventaja de la utilización del citado término y por eso este trabajo se ha centrado fundamentalmente en esta cuestión.
El término “la mujer” en los orígenes históricos del feminismo
No puedo comenzar este recorrido histórico sin expresar mi reconocimiento a las mujeres que redactaron los textos fundacionales del feminismo en nuestra cultura occidental y a las que tanto debemos: las mujeres ilustradas. Ellas son las responsables de haber abierto una puerta que ya no se ha podido cerrar y que ha permitido que muchas mujeres, a partir de entonces, siguieran el camino de la emancipación personal y política.

Cuando Olympe de Gouge en 1791 escribe La Declaración de los Derechos de la mujer y de la Ciudadanía y, un año más tarde, Mary Wollstonecraft publica Vindicación de los derechos de la mujer, tanto una como otra están utilizando el término “mujer” con un carácter universalista, reivindicando, desde una razón ilustrada, el derecho a la ciudadanía y a la educación respectivamente para el 50% de la población, es decir, para todas las mujeres. “La mujer” es para ellas el mismo ciudadano sujeto de los “derechos universales del hombre” que había sido excluida de esos supuestos derechos universales. No se plantean un contenido biologicista o cultural del término. Simplemente se asume su validez política, al mismo nivel que el término “el hombre” para designar al ciudadano.

Hay que recordar que no fue casual que el feminismo naciese en el llamado “Siglo de las Luces”. Sólo en el marco de la Ilustración fue posible el nacimiento del feminismo como “un hijo no deseado de la Ilustración”. Porque fue en esa época cuando se planteó la necesidad de deshacerse de todos los prejuicios adquiridos hasta entonces desde la razón, una razón universal, libre y autónoma como la define el filósofo Kant, hijo ( en este caso deseado) de la Ilustración.

Así se explica cómo Mary Wollstonecraft escriba su Vindicación teniendo como referente polémico a Rousseau (otro hijo querido de la Ilustración), padre del patriarcado moderno, como muy bien argumenta Rosa Cobo en Fundamentos del patriarcado moderno; Jean Jacques Rousseau (1995).

No puedo olvidar el origen de nuestra historia, no para quedarme atrapada en ella, sino para saber cuál ha sido el recorrido ya realizado, cuáles han sido las piedras que se han encontrado en el camino, cuáles han sido superadas y cuáles quedan todavía. Y, sobretodo, qué caminos necesitamos todavía y/o queremos construir.

En la llamada “Primera Ola” del feminismo (estaría de acuerdo con algunas autoras como A. Valcárcel y C. Amorós en llamarla “Segunda Ola” pues la primera sería la del siglo XVIII donde se origina el feminismo, como acabamos de señalar), el movimiento sufragista también tuvo un carácter universalista ya que perseguía el voto para la mujer, independientemente de su clase, raza e identidad sexual. Sin embargo, Sojourner Truth (cuyo nombre se traduce literalmente por “verdad viajera”, Cristina Sánchez 2001:47) esclava liberada, fue la primera negra que puso de relieve y cuestionó la pretendida universalidad del discurso de las mujeres sufragistas.

Ahora bien, según Cristina Sánchez (2001:47), la argumentación para pedir su inclusión no se basaba en que se debía “extender” el derecho a las mujeres negras como colectivo diferente, sino que apelaba a la universalidad del término “mujer”: denuncia a las sufragistas blancas que estaban excluyéndoles a ellas, mujeres negras, y de ahí su pregunta: “¿acaso no soy una mujer?”, reivindicando así sus derechos que no se estaban considerando. Este hecho va a ser el preludio de lo que luego se convertirá en una realidad incuestionable y que se desarrolla en el neofeminismo de finales de los años sesenta y los años setenta del siglo XX.
Feminismo de la “Segunda Ola”
En esta nueva época, se van a desarrollar diferentes feminismos según la ideología política de las feministas. Así tenemos a Betty Friedan, con su Mística de la feminidad (1963) como representante del feminismo liberal; el feminismo radical de la mano de Kate Millet con su Política sexual (1970); y el feminismo freudo-marxista, con Shulamith Firestone y su Dialéctica del sexo (1973).

Del feminismo radical sale el feminismo lesbiano con una problemática y por lo tanto, unas reivindicaciones diferentes de las mujeres heterosexuales. Lo mismo ocurre con el desarrollo del feminismo negro con sus propias y específicas reivindicaciones, por unir, en su análisis, la categoría de raza a la de género. Todos estos feminismos que se van a desarrollar a partir de esta “Segunda Ola” del feminismo, van a poner en cuestión claramente que se pueda hablar de “la mujer”. ¿Se puede hablar, a la luz de los diferentes feminismos que van a seguir proliferando, de una única identidad femenina que pueda hablar o representar a todas las mujeres?

En esta “Segunda Ola” del feminismo surgen propuestas que se refieren a “lo femenino”como algo que van a considerar esencial y específico del ser “mujer”. Y esto sucede porque las feministas, desde sus diversos planteamientos y desde las diferentes ciencias sociales y humanas, analizan por qué la lucha por el voto no había conseguido la igualdad real. Buscan las causas de la opresión de las mujeres desde el análisis de qué significa ser mujer y cuáles son los mecanismos que obstaculizan la emancipación.

Shulamith Firestone en La dialéctica del sexo (1973), asume que la causa de la opresión de las mujeres viene dada por su naturaleza sexual, que las encadena a la reproducción. Pese a ello, el feminismo de S. Firestone no es esencialista en cuanto que hace una propuesta para la superación de la exclusiva función reproductora de las mujeres y así, escapar a su destino biológico.

Es el feminismo cultural, que nace a mediados de los años setenta, y que surge del feminismo radical, el que va a desarrollar una concepción de “mujer” que, en algunos casos, se va a deslizar hacia posturas esencialistas ya que se va a fundamentar en la reivindicación de una cultura propia de las mujeres partiendo de unas supuestas características que les son propias y que las diferencian de los varones.

Nancy Chodorow en su obra El ejercicio de la maternidad (1978), analiza desde el psicoanálisis la estructura familiar: su conclusión es que “las capacidades de las mujeres para el ejercicio maternal y para gratificarse con él están fuertemente internalizadas y reforzadas psicológicamente; se han desarrollado e incorporado progresivamente en la estructura psíquica femenina”(1978:60) N. Chodorow sostiene que ésta incorporación se debe a las mujeres, las cuales han ejercido su maternidad con aquellas capacidades.

Por lo tanto, aunque Chodorow no plantea una esencia natural en las mujeres, sí parece dar razones para justificar la especial capacidad de las mujeres para el ejercicio maternal pues, al incorporarse en las estructuras psíquicas, es muy difícil, si no imposible, evitar su determinación en la personalidad femenina. Además, aunque mantiene que la construcción de la maternidad se va haciendo históricamente, su obra no lo refleja: el análisis que hace es a-histórico.

Analiza como universal lo que es en realidad una forma concreta del ejercicio de la maternidad de la sociedad de su tiempo. No considera los diferentes tipos de familias que coexisten hoy día (familias monoparentales -más bien, habría que denominarlas monomarentales-, familias homosexuales...), ni tampoco la maternidad en otras culturas. Esto hace que su análisis se pueda interpretar como una exaltación de la maternidad como parte constitutiva de toda mujer y por lo tanto esencial, fomentando sin querer, estereotipos que refuerzan posturas esencialistas.

La necesidad de reconocer la maternidad como una elección posible, entre otras muchas, es fundamental para que la igualdad no sea una ficción. No podemos olvidar que la maternidad ha sido siempre una de las características que ha pertenecido al modelo de feminidad heterodesignado por los varones y, por lo tanto, uno de los pilares donde se asienta el patriarcado moderno.

Rousseau en su obra Emilio o De la Educación (1762) puso las bases teóricas apelando a la naturaleza de las mujeres para justificar su dedicación al cuidado de los hij@s y propuso educarlas para que esta tarea fuese “elegida por ellas”, ocupación que antes no tenían, y, un siglo después, todas las mujeres se encargaban en exclusiva de esa tarea y la vivían como “instinto maternal”. Y así hasta nuestros días. Deconstruir la maternidad tal y como se vive en nuestras sociedades es una tarea todavía por hacer. Por eso Chodorow parece más bien apuntalar ese modelo propuesto por Rousseau en vez de deconstruirlo.

Otra autora, Carol Gilligan, publica en 1982 La moral y la teoría. Psicología del desarrollo femenino. En este ensayo reivindica, recogiendo las conclusiones de N. Chodorow, la “ética del cuidado” como característica de las mujeres, precisamente por la disposición de éstas a la maternidad.

Sin dejar de reconocer que la ética del cuidado pone de relieve la importancia moral de las prácticas asistenciales, la atención a otras personas en lo que tienen de únicas, y en lo que suponen para el mantenimiento del tejido social de las relaciones personales, no deja de tener un cierto tono esencialista: según Marilyn Friedman (2001:226), C. Gilligan oscila, al tratar las relaciones, entre las orientaciones dirigidas al cuidado (propia de mujeres) y las dirigidas a la justicia (propia de hombres); a veces las plantea como excluyentes y, otras veces, presenta estas orientaciones incompletas cada una de ellas y teniendo que unirse para dar como resultado una moral más adecuada y comprehensiva.

Las mujeres, según Gilligan, desarrollan, en cualquier caso, una ética del cuidado. Al hilo de esta idea nos podríamos preguntar: ¿es una mera descripción de lo que pasa? o ¿es así porque tiene que ser así?; ¿es una moral descriptiva, o prescriptiva? Si es prescriptiva, entonces no ha escapado a un esencialismo al afirmar que la ética del cuidado nace de unas características propias de las mujeres. Por el contrario, si sólo es una descripción de lo que se da en nuestra realidad, habría que hacer hincapié en la idea de que el desarrollo de una ética del cuidado es una necesidad personal, social y política que atañe a todas las personas (tanto mujeres como hombres), involucrando también a las diferentes instituciones del Estado para su completa realización.
Feminismo Postmoderno
Aunque no están claramente delimitadas las características de la “postmodernidad”, es cierto que hay algunas que podrían servir para justificar esta denominación. Jane Flax caracteriza la postmodernidad como la adhesión a las ideas de la muerte del Hombre, de la Historia y de la Metafísica (Jane Flax en Seyla Benhabib 1994:244) Estas ideas han tenido buena acogida desde algunos feminismos.

Con respecto a “la muerte del Hombre”, algunas feministas apoyan esta idea considerando al Hombre como sujeto-varón soberano de la razón teórica y práctica y, por lo tanto, nada neutro ni universal, como pretendía el patriarcado ilustrado (Rousseau, Kant...). Ahora bien, podemos preguntarnos: ¿ese sujeto racional, de carácter universalista, posibilitó la denuncia de su incongruencia al señalar la exclusión de la mitad de la población, las mujeres? Por otro lado, ahora que las mujeres empezamos a tener identidad como sujetos, la postmodernidad anuncia la muerte del mismo: ¡vaya por dios! Por lo menos habría que considerarlo con cierta cautela, no vaya a ser un nuevo mecanismo del patriarcado, o utilizado por él, para dejarnos fuera de juego.

“La muerte de la Historia”, como crítica a una historia particular de hombres blancos occidentales heterosexuales presentada, sin embargo, como “la Historia”, puede ser asumida por el movimiento feminista, porque visibiliza el abuso de poder de los varones con estas características que se han erigido como únicos protagonistas de la Historia, excluyendo al resto (no sólo a las mujeres, sino también al resto de culturas del mundo). Pero la muerte de esa historia como la Historia, no significa que no pueda haber una Historia hecha por diferentes sujetos que vayan construyendo su historia e incorporándose, por eso mismo, a la Historia. De hecho, las mujeres hemos empezado a tener historia y a conocerla, aunque todavía no esté incorporada (aprovecho para decirlo) en los textos oficiales del sistema educativo. Ni se nombra.

Al pensamiento postmoderno van a adherirse feminismos diferentes: por un lado el feminismo de la diferencia sexual, que va devenir en una concepción de la mujer de corte esencialista, y, por otro lado, feministas que asumen los postulados de la postmodernidad, como Judith Butler, que se sitúan en el polo opuesto; no hay identidad alguna de “mujer”, ni género, ni sexo, que identifique a lo supuestamente “femenino”; tanto el género como lo biológico-sexual, es construido.

El feminismo de la diferencia define a las mujeres como sujetos con una esencia que las diferencia de los varones, por eso se podría hablar desde este feminismo de ser “mujer”.

Los supuestos teóricos de esta corriente han sido formulados por Luce Irigaray (máxima representante de este feminismo en Francia) a lo largo de toda su obra y los sintetiza claramente Luisa Posada (2000). Estos postulados son los siguientes:
• “Que la naturaleza humana es dos (masculina y femenina)
• Que dos, por tanto, deben ser la cultura y el orden simbólico del ser humano
• Que sólo desde esta diferencia es posible hablar de una sociedad completa
• Y que, además, este orden dual no es algo cultural, construido ni meramente biológico, sino que responde al orden mismo de la realidad” (2000:233)
Este esencialismo tiene una de sus máximas expresiones en el llamado “orden simbólico de la madre”, denominado así por Luisa Muraro, representante de este feminismo en Italia, en la obra que lleva ese título: El orden simbólico de la madre. Según esta autora, este “orden simbólico” tiene un carácter ontológico, es decir, es una realidad esencial. De ahí que este feminismo exalte la maternidad como un hecho constitutivo y constituyente del ser “mujer”.

Pero si la maternidad se mueve en el terreno del ser, de lo que tiene entidad, eso supone que forma parte esencial del hecho de ser mujer, y, si lo esencial es que pertenece a la naturaleza propia que caracteriza a toda mujer, nos encontramos con un argumento clásico que proviene del discurso patriarcal y que ha justificado su dinámica. Este planteamiento olvida el contexto social, como por ejemplo que las mujeres concretas de nuestra cultura siguen teniendo poco poder económico y que el acceso al trabajo remunerado está lleno de dificultades. ¿No son razones importantes a tener en cuenta para entender que la maternidad sigue siendo la única ocupación/función que el sistema económico y el poder patriarcal “permite” y obliga, según el caso, a ejercer a las mujeres? ¿No habría que ser más cautelosas para no estar fomentando algo que a lo mejor está beneficiando al poder patriarcal?

A pesar de todo lo dicho, no puedo dejar de reconocer que en la práctica de este feminismo se fomenta la “sororidad” la cual, a través del “affidamento”, restituye la autoridad de las mujeres y genera redes comunitarias de mujeres para sostenerse, valorarse y encargarse unas de otras. Se entiende que haya tenido éxito entre las mujeres. Recobrar la autoestima es una necesidad psicológica y social de primer orden, y una motivación ético-social nada irrelevante. Pero hay que insistir, en palabras de Mª José Guerra (2001:122): “El problema de los enfoques diferencialistas es que no son suficientemente críticos, esto es, fracasan al no darse cuenta que promover las virtudes femeninas clásicas en un contexto patriarcal es apretar el nudo de la cuerda que nos ahorca”.

Por último, algunas concepciones de “la diferencia” aplicadas a “la mujer” reivindican que las mujeres no quieren ser como los hombres, sino que reclaman ser diferentes o afirman que lo son. Pero esto supone un error de conceptos, pues se está utilizando “diferencia” como antónimo de igualdad, cuando el antónimo de igualdad es desigualdad; y el antónimo de la diferencia es identidad. Precisamente porque queremos ser diferentes (también las mujeres entre nosotras), debemos exigir la igualdad de oportunidades reales para poder desarrollar las diferencias. De ahí que la práctica socio-política sea una exigencia ética ineludible en un contexto que sigue siendo patriarcal.

De la reflexión anterior concluyo que las dos corrientes feministas de “la igualdad” y de “la diferencia” no tienen por qué ser antagónicas: valorar las tareas que realizan normalmente las mujeres es ineludible, pero siempre que sean verdaderamente elegidas por ellas. Y, para que puedan ser realmente elegidas, hay que conseguir la igualdad de derechos para que cada una pueda ser lo que quiera ser entre un abanico amplio de posibilidades reales.

Al otro lado del péndulo de feministas postmodernas estaría la propuesta hecha por Judith Butler en los años noventa: no hay identidad femenina, cada una que construya la identidad que desee, sin tener ningún a priori, lo que C. Amorós llama “un sano nominalismo constructivista” (1994:348). No existe ni el sexo, ni el género más allá de cómo se vaya construyendo en cada una. Claramente es una propuesta antiesencialista. Ahora bien, según J. Butler, las diferentes re-significaciones de la identidad femenina pueden ser incluso antifeministas, valen todas. El problema viene cuando todas las re-significaciones tienen el mismo valor y así la crítica feminista como poder emancipatorio para todas las mujeres se desactiva. Divide y vencerás. Un lujo que, hoy por hoy, las mujeres no están en condiciones de permitirse.

Otro tipo de esencialismo, que viene de la mano del multiculturalismo, es el que denuncia Maquieira y recoge Silvina Álvarez (2001:268-271) como “culturalismo sexista o sexismo cultural” (2001:269). Al estudiar diferentes culturas, huyendo de una postura etnocentrista se puede caer en un relativismo cultural que, en aras del respeto, invisibiliza las relaciones de dominación que se esconden en las prácticas sociales.

Toda cultura forma parte de la identidad de cada persona que la vive y las mujeres siempre han sido las garantes de las tradiciones culturales y eso supone, en muchas ocasiones, un modelo determinado de mujer heterodesignado si se trata de una cultura patriarcal. Desde una perspectiva feminista, el respeto a las culturas no puede ser a costa de dejar de aplicar la categoría de género como una clave analítica necesaria a la hora de estudiarlas o conocerlas. Dejar hablar a las mujeres de las diferentes culturas y entablar un diálogo con ellas sin que medie ningún varón, es un paso necesario para desactivar el patriarcado que, a buen seguro, existe en todas ellas.
Conclusiones
A lo largo de la historia del feminismo se ha podido comprobar que, en la medida en que las mujeres han recibido educación y audiencia en el ámbito público, se han escuchado diferentes voces con distintas reivindicaciones por las diferentes maneras de percibirse o de vivirse las mujeres. Por eso, hoy por hoy, no se puede hablar de “la mujer” como sujeto del discurso feminista si esto implica caer en modelos de lo que se supone debe ser “la mujer”, imponiéndose a las mujeres individuales y reales. Esto, como se ha visto a lo largo del recorrido que he hecho, es una clara desventaja para las mujeres, pues una de las estrategias del patriarcado ha sido precisamente heterodefinir el modelo – según cultura y contexto histórico – al que debían ajustarse las mujeres para ser consideradas “mujer” y convertirlo en norma impuesta por los diferentes mecanismos de control sobre las mujeres que el patriarcado ha tenido y sigue teniendo.

Por otro lado, la postmodernidad, con la rotunda negación de valores universales,- pues no reconoce ninguna constante, ni en la razón, ni en la historia, ni en la construcción del sujeto- ha servido como crítica lúcida del androcentrismo de la razón ilustrada. Ha sido también una crítica lúcida a las identidades artificialmente fabricadas desde el patriarcado. Pero le ha faltado reflexionar sobre las consecuencias teóricas y prácticas de su pensamiento como dice Silvina Álvarez (2001:268) Si no se puede hablar de género, sino de multiplicidad de géneros; si no se puede hablar de historia, sino de una pluralidad de narrativas; si no hay una realidad aprensible, sino que la realidad está contextualizada y por lo tanto es plural, entonces no hay forma de hacer una teoría crítica común que pueda desenmascarar las situaciones de opresión, dominación o subordinación que sufren las mujeres y que pueda orientar las prácticas políticas feministas.

Por eso no se puede renunciar a la universalidad, eso sí, una universalidad real que englobe a todas y a todos sin que ningún modelo de ser humano usurpe a otros su posibilidad de desarrollo. Tampoco podemos dejar de utilizar la categoría de género como categoría analítica que sirve para desentrañar las múltiples, variadas y sutiles formas de dominación de los varones sobre las mujeres, sin renunciar por ello a utilizar otras categorías como clase, raza, etnia que puedan desenmascarar otras desigualdades.

El proyecto ético feminista es el proyecto más ambicioso que se haya podido construir en toda la historia de la humanidad porque va a combatir una desigualdad, la de género, que es origen de todas las demás desigualdades. Porque conseguir la igualdad, el mismo empoderamiento para todas las mujeres, desactivaría todas las demás desigualdades que existen.

Las mujeres sufren junto a los varones todas las discriminaciones que se dan en la humanidad, pero hay una discriminación que sólo sufren las mujeres, la que les afecta por el simple y puro hecho de nacer “mujer”. Por eso la ética feminista es una ética radical, porque va a la raíz de todas las desigualdades, está en la base de todas las demás, nacemos en ella, la aprehendemos como “natural” y sirve para “naturalizar” las demás. Además la ética feminista hay que entenderla como entendían los clásicos griegos: no hay ética sin política. El ser humano-racional no se desarrolla como tal sino es en un contexto social. Tanto es así que Aristóteles definía a los seres humanos (sólo eran considerados como tales los varones, todo hay que decirlo) como seres políticos.

Pensar y crear un discurso emancipatorio para todas las mujeres es no renunciar a seguir visibilizando y enfocando los lados oscuros de la realidad que oprime a las mujeres para, una vez visibilizados, crear prácticas sociales y políticas que se incluyan en las agendas de los gobiernos, de manera que se puedan emancipar todas las mujeres. Para ello, como propone Diemut Bubeck (2001:201-221), frente a los modelos de enfrentamiento o antagónicos entre diferentes teorías y prácticas feministas, hay que utilizar modelos dialógicos que reconozcan las diferencias, tanto teórica como políticamente, siempre que jueguen a desactivar desigualdades y discriminaciones contra las mujeres.

Para no caer en antagonismos que dividan y autodestruyan, no podemos renunciar a hacer un esfuerzo por establecer un compromiso ético y político con lo que denomina “diálogo cooperativo”. Esta autora, D. Bubeck, piensa que este diálogo cooperativo (evitando la exclusión) proporciona la única base posible para una teoría feminista común.

El feminismo ha radicalizado la idea de igualdad, le ha exigido a la universalidad que sea tal y no un sucedáneo, y desde las diferentes corrientes feministas han criticado un aspecto u otro, haciendo hincapié en un ámbito u otro donde se manifiesta el patriarcado. No tienen por qué ser excluyentes. Se tiene que hacer un esfuerzo de entendimiento, llegando a pactos entre mujeres de diferentes culturas e ideologías que nos lleven a aunar esfuerzos para lograr la igualdad en dignidad y en derechos positivos y reales que permitan desarrollar y expresar las diferencias.

En este sentido, cabe señalar a algunas autoras de los últimos tiempos que abogan también por una crítica feminista válida para todas las mujeres: Benhabib y Fraser. Lo que tienen en común estas autoras es resumido por Neus Campillo en su artículo “El significado de la crítica en el feminismo contemporáneo” (2000). “El punto de arranque de ambas autoras es el interés y la identificación de los anhelos y lucha de las mujeres en tanto que dominadas histórica, social y culturalmente” (316).

Benhabib propone desvelar el hecho de la dominación sobre las mujeres por las categorías género-sexo. Fraser, desde la tradición marxista, propone la autoclarificación de la dominación desde la implicación política y toma de postura con los movimientos en lucha. Mientras Fraser, según Neus Campillo, aboga por la crítica al nivel político-práctico, Benhabib se sitúa en un nivel ético y no renuncia al instrumento de la reflexión filosófica para la crítica política feminista.

Lo que muestra el debate es la pluralidad de puntos de vista feministas críticos en la actualidad y que, aunque se presentan a veces como antitéticos, pueden llegar a confluir comprobando que, las más de las veces, son “falsas antítesis” (300). Neus Campillo también aboga por buscar confluencias como Fraser para ver si es posible que se configure la crítica como lo que denomina una “crítica feminista autónoma” (317).

Para terminar, si decir “mujer” es hablar de un sujeto oprimido, en el mejor de los casos subordinado por razón de unas características biológicas diferenciadas de forma significativa por todas las culturas patriarcales, entonces no es posible, hoy por hoy, tal y como están todavía las cosas, renunciar a nombrarla como sujeto del discurso feminista. Ahora bien, dados los riesgos esencialistas y uniformadores que hemos ido viendo tiene ese término, no parece el más adecuado para denominar a ese sujeto colectivo. Por el contrario, el plural “las mujeres” refleja mucho mejor la variedad y multiplicidad de dicho sujeto colectivo, que todavía hay muchos y muchas que no se han enterado. En nuestro contexto actual, el plural se revela imprescindible.

Marisa Montero García-Celay
BIBLIOGRAFÍA

Álvarez, Silvina (2001): “Diferencia y teoría feminista” en Elena Beltrán y Virginia Maquieira (eds.), Feminismo. Debates teóricos contemporáneos, Alianza Editorial, Madrid, pp. 243-283

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Benhabib, Seyla (1994): “Feminismo y posmodernidad” en Celia Amorós (coord..), Historia de la teoría feminista, Comunidad de Madrid - DG Mujer e Instituto de Investigaciones Feministas de la Universidad Complutense, Madrid, pp. 241-256

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Campillo, Neus (2000): “El significado de la crítica en el feminismo contemporáneo” en Feminismo y filosofía, Celia Amorós (ed.), Síntesis, Madrid, pp. 287-318

Chodorow, Nancy (1984): El ejercicio de la maternidad, Gedisa, Barcelona

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Guerra Palmero, Mª José (2001): Teoría feminista contemporánea, Editorial Complutense S.A., Madrid

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Muraro, Luisa (1994): El orden simbólico de la madre, horas y HORAS, Madrid

Sánchez Muñoz, Cristina (2001): “Genealogía de la vindicación” en Elena Beltrán y Virginia Maquieira (eds.), Feminismo. Debates teóricos contemporáneos, Alianza Editorial, Madrid, pp. 17-71

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