viernes, enero 30, 2009

Reproducción biológica y maternidad

Por: Carmen Jiménez Castro

Al hablar de las actividades que la mujer realiza en el seno de la familia, suele confundirse, sistemáticamente, la reproducción estrictamente biológica con la reproducción privada de la fuerza de trabajo. Dicha confusión sirve de base para cimentar toda una serie de teorías, mediante las cuales se justifican la división del trabajo entre el hombre y la mujer y la propia opresión de la mujer.


Nadie puede negar el hecho de que la reproducción biológica ha ejercido su influencia a la hora de realizarse la división natural del trabajo entre los sexos en las comunidades primitivas. La mujer difícilmente podía ir a cazar en los períodos de embarazo y era lógico, por tanto, que se quedara en los asentamientos mientras el hombre se ausentaba por largas temporadas. El escaso desarrollo de las fuerzas productivas exigía esta división natural del trabajo entre los sexos; sin embargo, en modo alguno esto supuso la discriminación de la mujer, ni su alejamiento de las tareas productivas o de los trabajos pesados. En las primitivas gens, las mujeres fueron las primeras en dedicarse a la agricultura ya otra serie de tareas de vital importancia para la supervivencia de toda la comunidad. Incluso, en las mismas sociedades clasistas, sólo las mujeres de las clases explotadoras fueron reducidas a la ociosidad o al trabajo doméstico; ni las esclavas, ni las siervas o campesinas del feudalismo, estuvieron apartadas de los trabajos productivos; todas ellas eran capaces de parir, de realizar los trabajos domésticos y de participar en los trabajos agrícolas o artesanales. Bajo el capitalismo, con la incorporación de la mujer a la producción social, las trabajadoras vuelven a combinar estas tres facetas de su actividad, sin que nadie se acuerde de su inferioridad o debilidad ni de su incapacidad para realizar ciertas tareas. Sin embargo, el capitalismo ha sido capaz de extender, al mismo tiempo, entre las clases desposeídas y bajo la figura del ama de casa, el papel de la mujer como esclava del hogar para quien la producción social está vedada.
La reproducción biológica incide en la actividad económica de la mujer, dependiendo de las costumbres y, sobre todo, del desarrollo de la sociedad. Esta incidencia puede ser mucha o nula, pero, en cualquier caso, nunca justifica la opresión de la mujer ni su alejamiento de la esfera de la producción social. Por otra parte, dado el actual desarrollo de las fuerzas productivas, la mecanización del trabajo y la posibilidad de que la sociedad absorba las tareas domésticas, ya no existe razón alguna que justifique la división del trabajo entre los sexos; de ahí que su abolición sea una necesidad perentoria a la que no se opone, bajo ningún concepto, la función biológica de la mujer.

La misma confusión que existe a la hora de analizar la relación factor biológico-opresión de la mujer, nos la encontramos también a la hora de relacionar el papel biológico que la mujer cumple en la reproducción con toda una serie de tareas relacionadas con la crianza y educación de los hijos. Con mucha frecuencia, ambos aspectos se confunden, hasta el punto de convertirlos en una misma cosa. Dicha confusión es necesaria para justificar que el hombre se haya desentendido totalmente de su responsabilidad respecto a los hijos y que la tarea de su educación y cuidado haya recaído totalmente sobre la mujer. Así, nos encontramos ante una situación en que hombres y mujeres aceptan, como cosa lógica y justa, el hecho de que los hijos sean asunto de exclusiva incumbencia femenina, ya que las mujeres son las que los paren.

Esta situación se ha mantenido prácticamente invariable a lo largo de los siglos. Los hombres sólo han incidido a la hora de tomar las decisiones -pues así lo impone el derecho paterno-, lo que ha generado una concepción, plenamente vigente en nuestros días, según la cual, la maternidad no se circunscribe meramente al hecho de la gestación y la lactancia, sino que abarca la relación madre-hijo a lo largo de la existencia de ambos; relación que se ha convertido, para la mayoría de las mujeres, en el verdadero sentido de su existencia.
La mujer se convierte así, ante todo, en una madre sumisa, abnegada, sacrificada y dedicada íntegramente a los hijos y al hogar. Desde pequeñas, por todos los medios posibles, se inculca a las niñas que su único objetivo en la vida es casarse para ser ejemplares madres de familia; a su vez, esas futuras madres serán las encargadas de transmitir tal concepción a sus hijas; y, así, de generación en generación.
La mujer, por norma general, educa a sus hijos en las mismas concepciones y con las mismas ideas en que ella ha sido educada, transmitiéndoles todos los valores morales, los prejuicios y las lacras, en definitiva, toda la ideología conservadora que ella ha recibido. Este aspecto de la maternidad es sumamente importante para las clases dominantes, ya que les supone una garantía para la transmisión de su ideología a través de la familia y, más en concreto, a través de la figura de la madre.

La maternidad, así concebida, es reaccionaria y alienante para la mujer y para los propios hijos, pues las relaciones que se establecen entre ellos son egoístas y anuladoras; la madre depende por completo del hijo y, para que su vida pueda tener un sentido, necesita inculcarle un sentimiento de dependencia respecto a ella para aparecer ante él como imprescindible. De esta manera, en lugar de formar personas independientes, con iniciativa y espíritu creador, se educa a los hijos con una serie de debilidades y lacras de los que les va a ser muy difícil desprenderse y que, en cierta medida, transmitirán también a sus futuros hijos. A las mujeres se las mantiene en un estado de sumisión y dependencia ideológica muy favorable para la burguesía. Condicionadas por una represión tan refinada, se convierten en las educadoras que la burguesía necesita. No es solamente la madre quien educa al hijo como la sociedad quiere, es además la sociedad quien, por medio del hijo, educa a la madre según sus deseos. El hijo es un medio de presión destinado a encerrar a la madre en su papel de madre. Esto no quiere decir que el hijo oprima deliberadamente a la madre, él es más bien el sostén de toda clase de sueños, de deseos, de mitos que someten a la mujer a su ‘vocación de mártir’; el hijo es la continuación de la estirpe, el tributo que ella debe a su marido, la esperanza de un éxito que ella no conoce. Ella ayuda a aceptar las mezquindades y bajezas de una existencia que se detiene en el umbral de la casa, él es el sentido de su vida. Pero esta subordinación al hijo se duplica en compensaciones. Según la ideología burguesa, los deberes sagrados de la madre le dan derechos morales; todo sucede con una lógica comercial: dando, dando, dando. Sin saberlo, ella hace pagar muy caras las noches pasadas a la cabecera del hijo enfermo, pues tiene necesidad de que él no sea nada sin ella. Por eso, lo mutila, lo paraliza, lo asfixia. Para que pueda saciarse su deseo de brindarse, ella crea en el hijo una necesidad duplicada de ternura. Se autoriza a sí misma a limitar la vida de su hijo a su único amor, a su sola presencia.

Esta forma de entender y practicar la maternidad, entra en contradicción con los intereses de la mujer e impide su incorporación activa a todos los órdenes de la sociedad. Cuando la mujer se ve obligada a incorporarse al trabajo, éste termina siendo una carga que se suma a la realización de las tareas domésticas. De ahí que, bajo el capitalismo, la mujer nunca puede ejercer libremente su maternidad; por el contrario, se ve abocada a ella dependiendo del grado de desarrollo de la sociedad en que vive.

Así, por ejemplo, en las sociedades capitalistas desarrolladas, con una creciente incorporación de la mujer al trabajo social, ésta se ve obligada a reducir el número de hijos; hasta tal punto se da este fenómeno, que las tasas de crecimiento de la población de estos países suelen ser casi nulas, lo que llega a convertirse en un grave problema para el propio desarrollo de tales sociedades. Por lo demás, esta situación es lógica. La mujer se ve obligada a incorporarse a la producción para contribuir con su trabajo al sustento de la familia y mantenerla así acorde al nivel de vida propio de las sociedades desarrolladas; fruto de esta incorporación, la mujer alcanza una independencia económica y adquiere la posibilidad de abandonar los estrechos marcos del hogar y realizar otro tipo de actividades; esto hace que ya no se conforme con seguir siendo la «reina» del hogar. Al mismo tiempo, la sociedad, al no absorber las tareas domésticas, no le deja otra opción que la de reducir al máximo las responsabilidades que aún la atan en el hogar y, por tanto, renunciar a la posibilidad de tener hijos.

En las sociedades subdesarrolladas sucede el fenómeno contrario. El bajo desarrollo de las fuerzas productivas, la sobreexplotación, la miseria y las condiciones infrahumanas en que viven los pueblos, provocan un envejecimiento prematuro de la población, una alta tasa de mortalidad -sobre todo, entre la población infantil- y, en consecuencia, una necesidad de renovar constantemente el desgaste de la población. Ante esto, las mujeres se ven obligadas a tener numerosos hijos para paliar, en parte, el peligro de extinción de la población. Domitila Barrios, dirigente revolucionaria boliviana, señala a este respecto: El control de la natalidad no se puede aplicar en mi país. Ya somos tan poquitos los bolivianos que, limitando todavía más la natalidad, Bolivia se va a quedar sin gente y, entonces, las riquezas de nuestro país se van a quedar como regalo para los que nos quieren controlar completamente.

Bajo el yugo imperialista, la maternidad está hasta tal punto condicionada que, en ocasiones, tener muchos hijos es una forma de combatir los planes de exterminio de muchos de los pueblos sojuzgados. En Puerto Rico, por ejemplo, en sólo 10 años, el imperialismo ha esterilizado al 80 por ciento de las mujeres en edad de procrear; es decir, casi a la totalidad de las mujeres fértiles. El régimen racista de Sudáfrica está estudiando la puesta en marcha de un plan para la esterilización masiva de las mujeres negras; al tiempo, a las mujeres blancas se les niega la utilización de anticonceptivos para fomentar el aumento de la población blanca. En Brasil, México y otros países latinoamericanos, se han llevado a cabo campañas masivas de esterilizaciones en determinadas zonas populares. En Bangladesh, los médicos y todo el personal sanitario reciben incentivos económicos por cada esterilización practicada y, si no consiguen cubrir al menos un 70 por ciento de la cuota mensual estipulada, son despedidos de sus trabajos.

A la luz de estos datos -y otros muchos que se podrían aportar-, podemos concluir que el ejercicio de la maternidad libre y voluntaria es un espejismo, tanto para las mujeres de los países desarrollados, que se ven obligadas a renunciar al ejercicio de la maternidad, como para las de los países subdesarrollados, ya que una mujer cargada de hijos jamás podrá emanciparse, menos aún en las condiciones del sistema de explotación capitalista, al recaer sobre ella todas las tareas relacionadas con la familia.

De este modo, lo que debiera ser una cuestión social de importancia al estar relacionada con el desarrollo de la humanidad y que, como tal, debiera corresponder a toda la sociedad, al estar íntegramente relacionada con la mujer, entra en contradicción con su emancipación y con el propio desarrollo social. Por ello, la disolución de la familia tradicional y del papel que la mujer cumple en su seno aparecen, de nuevo, como una inminente necesidad para acabar con esta contradicción.

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