La propuesta de
destitución contra el Gobierno de Dilma Rousseff personifica la
histórica persecución hacia las mujeres del campo y de la ciudad, hacia
las personas LGBTQI y, además, hacia la construcción de un poder popular
latinoamericano.
Amanda Verrone* / Pikara Maganize
La simbólica fecha del 17
de abril representa, una vez más, un escenario de arduas condiciones
para la lucha de la clase trabajadora de todo el mundo. La fecha que
simboliza la resistencia del campesinado por el derecho a la tierra, que
rememora la masacre que ocurrió en Eldorado dos Carajás en 1997, otra
vez queda trágicamente grabada para la historia a través de la
aprobación por la Cámara de los Diputados de Brasil del inicio de un
proceso de golpe de Estado y ruptura institucional.
Disfrazado de una propuesta de destitución al
Gobierno de la presidenta Dilma, el golpe de Estado en marcha implica
serios riesgos a la constitucionalidad democrática frágilmente
conquistada en los últimos 30 años en Brasil. El golpe representa una
violación del principio del Estado de Derecho y de la democracia
representativa. Evidencia la criminalización brutal de la construcción
de un proyecto popular en Brasil y de la profundización de la lucha de
clases. Un golpe esencialmente machista, capitalista, fundamentalista
religioso, prejuicioso, autoritario, latifundista, plutócrata y
oligárquico. Un golpe fascista en cada detalle de sus técnicas
judiciales, legislativas y mediáticas.
Como sabemos, el proceso de avance latinoamericano en
el mundo no pasó indemne ante el imperialismo norteamericano,
incompatible con la realización de una América Latina independiente,
progresista e integrada. No son recientes los ataques implementados por
parte de los medios hegemónicos, aliados con las elites conservadoras y
el capital financiero internacional, para impedir la elección de líderes
progresistas en América Latina. Ante la imposibilidad de alcanzar su
meta, el imperialismo en seguida actuó y sigue actuando cotidianamente
para descalificar y derrumbar esa nueva configuración geopolítica de
poder.
En Brasil el proyecto de origen trabajador y
neodesarrollista, iniciado en 2003, se encuentra seriamente amenazado
por la unión jurídica-mediática-parlamentaria. Utilizando una narrativa
moral, hipócrita y conservadora, las fuerzas reaccionarias ampliaron su
ofensiva con la misma finalidad de siempre: golpear la voluntad popular,
destituyendo gobernantes elegidos y sustituyéndolos por vasallos al
servicio del gran capital internacional y heteropatriarcal. Y,
evidentemente, el patriarcado no se quedó inerte ante la obtención del
segundo mandato consecutivo de una mujer, exguerrillera, de origen
humilde, gorda, fuera de los patrones impuestos por él mismo, “mameluca”
y con restricciones de movilidad.
Sin fundamento jurídico
Entendiendo que el Derecho hegemónico debe ser
cuestionado y (re)pensado dentro del marco de la Justicia Social y
confluyendo con Kafka cuando cita en su obra ‘Sobre la cuestión de las
leyes’ que “nuestras leyes no son conocidas por todos, ellas son un
secreto del pequeño grupo de aristócratas que nos dominan”, me baso en
los propios mecanismos del Derecho positivo moderno, burgués y
heteropatriarcal para demostrar, también jurídicamente, la evidente
naturaleza de golpe de Estado en marcha actualmente en Brasil.
Primeramente, la insatisfacción popular reflejada en
encuestas o demostradas por manifestaciones en las calles, no representa
fundamento jurídico para un proceso de destitución. En Brasil, a
diferencia de otros países, no existe un órgano que pueda revocar
mandatos en razón de pérdida de credibilidad popular en el gobernante.
En segundo lugar, en un país víctima de la corrupción
histórica y estructural, la presidenta Dilma Rousseff no posee ninguna
denuncia efectiva de corrupción por la cual esté siendo sometida a
cualquier investigación. Además, supuestos hechos ocurridos en su primer
mandato o cuando era ministra miembro del Consejo de Administración no
pueden fundamentar la destitución en su segundo mandato, conforme el
art. 86, § 4º de la Constitución de la República Brasileña.
El argumento central presentado por la oposición del
Gobierno y por todos los representantes de la derecha fascista y del
capital internacional es que supuestamente Dilma había atrasado, sin
autorización del legislativo, la transferencia del dinero de los bancos
estatales y federales para el pago de subsidios y beneficios de
programas sociales como el seguro de desempleo, el programa ‘Minha Casa,
Minha Vida’, ‘Bolsa Família’ y crédito agrícola a la población
brasileña.
Importante destacar que los procedimientos procesales
y administrativos fueron cumplidos y los bancos estatales fueron
remunerados con interés y correcciones por el retraso en los pagos, o
sea, no hubo perjuicios para el Estado brasileño, para los bancos
estatales y ni para la población brasileña, lo que justificaría una
posibilidad de convalidación de la acusación.
De esa manera, aunque podamos discrepar de la
conducta asumida por el Gobierno a nivel de las finanzas públicas, eso
no significa que su actuación se pueda perseguir como un crimen de
responsabilidad vinculado a un proceso de restitución. Para eso, es
indispensable la comprobación de que la conducta de Dilma hubiese
sido dolosa grave, con intención de practicar un hecho que configura un
delito. Es decir, en ese supuesto caso la presidenta podría ser
responsabilizada solamente si se comprueba el dolo gravoso y no
solamente la culpa.
En tercer lugar, los crímenes de responsabilidad
dispuestos en el art. 85 de la Constitución brasileña deben ser
interpretados de forma restrictiva, en conformidad con la tipificación
penal, cuando claramente haya violación a la Constitución y no de
acuerdo con lo dispuesto en ley de rango menor que el constitucional.
Violar una ley presupuestaria no siempre implicará sancionar a una/un
presidenta/e a través de su destitución. Además, la responsabilidad
fiscal no está por encima de dispositivos constitucionales que defienden
la dignidad de la persona humana, la Justicia Social, la reducción de
las desigualdades, etc.
La figura de la destitución está prevista en la
Constitución para ser utilizada en situaciones muy excepcionales, pero,
sin amparo jurídico y sin base legal que lo sustente, además de
inconstitucional representa un golpe de Estado.
Dios como coartada
Retomando lo ocurrido el último día 17 de abril, la
Constitución brasileña asegura la existencia de un Estado laico. Entre
tanto y de manera reiterada, durante la votación en la Cámara, Dios y
Cristo fueron mencionados como coartadas para la justificación de la
apertura del proceso de destitución y para el combate de un “espectro
comunista” que se supone que hay en Brasil.
El desarrollo de una “ideología de género” también
fue mencionado por representantes de la derecha fascista como razón para
que se retirase el Partido de los Trabajadores del poder, en referencia
a la tentativa de llevar a las escuelas discusiones más amplias sobre
cuestiones relacionadas a las múltiples orientaciones sexuales e
identidades de género. Algunos parlamentarios también recordaron con
nostalgia la dictadura militar brasileña y hubo quienes hicieron
referencia, entre sonrisas de escarnio, a uno de los militares
responsables de la tortura aplicada a muchas mujeres, incluso a la
actual presidenta Dilma.
Lo que no puede ser ignorado, por lo tanto, es todo
el aparato machista, misógino y heteronormativo que ampara y justifica
la actual tentativa de golpe de Estado en marcha en Brasil. Las elites
tradicionales no se conforman con la política de valoración de los
derechos sociales. Y el patriarcado, como de costumbre, es la fuerza
violenta y torturadora que garantiza la hegemonía masculina como status
quo político, económico y social.
El golpe de Estado en contra del Gobierno de Dilma y
en contra del Estado Democrático de Derecho en Brasil, personifica la
histórica persecución hacia las mujeres del campo y de la ciudad, las
personas LGBTQI y, además, hacia la construcción de un poder popular
latinoamericano. Impedir que la primera mujer elegida democráticamente presidenta en Brasil
pueda cumplir su mandato, a través de una hermenéutica jurídica
interesadamente alargada y que traspasa, incluso, los límites del
derecho positivo constitucional brasileño, es un ataque que todas
debemos repudiar.
Necesitamos luchar por un Estado que garantice
atender a las condiciones básicas de (re)producción de la clase
trabajadora y no un Estado aristocrático que beneficia hombres,
cisgénero, blancos, “padres de familia” y magistrados. Tampoco podemos
aceptar un Estado policial y punitivo que extermina la juventud pobre y negra todos los días.
Nosotras, mujeres de todo el mundo, asumimos el
desafío histórico de defender la democracia brasileña por entender que
es solamente en la democracia donde las mujeres podemos avanzar en la
conquista de nuestros derechos, combatiendo el conservadurismo, el
machismo y la misoginia heteropatriarcales.
Aunque podamos presentar numerosas críticas en
relación a las estrategias asumidas por el Gobierno de Dilma,
acreditamos que no será apoyando la tentativa golpista y fascista
como avanzaremos en nuestra lucha por la emancipación. Expulsar a Dilma
del poder no conlleva acabar con la corrupción histórica y con la
supremacía neoliberal de desarrollo político y económico. Solamente una
reforma política es capaz de eso, pero ni los grandes medios de
comunicación y tampoco la derecha están interesados en ella.
Por lo tanto, nosotras, mujeres trabajadoras de todo
el mundo, seguiremos movilizadas y enfrentando el machismo y el fascismo
estructurales que imperan en el modelo de (re)producción hegemónico
contemporáneo. Y en la coyuntura actual no hay nada más feminista que
defender la democracia brasileña.
Juntas somos más fuertes. ¡Misóginos no pasarán, fascistas no volverán! Não vai ter golpe, vai ter luta! Gora borroka feminista! ¡Globalicemos la lucha, globalicemos la esperanza!
*Amanda Verrone es investigadora de
Derecho Agroambiental y Derechos Humanos. Feminista, internacionalista,
sin tierra y militante de movimientos sociales y populares en São
Paulo/Brasil.
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