miércoles, noviembre 05, 2014

En Afganistán las mujeres no existen

Ann Jones

TomDispatch Después de 13 años de guerra, el imperio de la ley no existe, sí el de los hombres

El pasado 29 de septiembre, por primera vez en 13 años el poder en Afganistán cambió de manos. En el palacio de Arg, sede presidencial en Kabul, Ashraf Ghani juró como presidente, mientras el presidente saliente Hamid Karsai observaba tranquilo desde su asiento en primera fila. Washington, congratulándose por esta “transición pacífica”, se apresuró a conseguir la firma del nuevo presidente en un acuerdo bilateral de seguridad, que garantiza la presencia del ejército estadounidense al menos una década más. La gran noticia del día: Estados Unidos consiguió lo que quería (la precisión de por qué los estadounidenses deberíamos felicitarnos por la permanencia de nuestros soldados en Afganistán durante otros 10 años nunca se ha explicado).

La gran noticia del día para los afganos fue bastante distinta; no la muy esperada continuación de la ocupación estadounidense, sino lo que el nuevo presidente dijo en su discurso de asunción sobre su esposa, Rula Ghani. Mirándola, sentada entre la audiencia, se dirigió a ella por su nombre, alabó su trabajo con los refugiados y anunció que ella continuaría haciendo ese trabajo mientras él fuera presidente.

Estas breves palabras hicieron que las mujeres progresistas de Afganistán se pusieran locas de contento. Habían esperado 13 años para escuchar esas palabras, unas palabras que habrían cambiado la evolución de la ocupación estadounidense y el futuro de Afganistán de haber sido dichas por Hamid Karsai en 2001.

No, no había magia alguna en esas palabras. Sencillamente, reflejaban los valores de una importante minoría de afganos, y probablemente los de la gran mayoría de sus compatriotas exiliados en Occidente. También reflejan una idea que Estados Unidos se enorgullece de sostener, aunque por lo general actúa contra ella, la misma idea que George Bush citó como parte de la justificación para invadir Afganistan en 2001.

La “venta” de la guerra al público, la recordaréis, se basaba en la idea por la que los hombres de EEUU nunca antes había mostrado mucho entusiasmo: la liberación femenina. Durante años, las organizaciones por los derechos humanos de todo el mundo habían centrado su atención en la difícil situación de las mujeres afganas, confinadas en su casa por el gobierno talibán, privadas de educación y cuidados médicos, azotadas en la calle por los autodesignados comités para “la promoción de las virtudes públicas y la prevención del vicio”, y ejecutadas ocasionalmente en el estadio Ghazi, de Kabul. Por horrible que fuera la situación, muy pocos podrían imaginar que un presidente de Estados Unidos, un republicano además, levantara una bandera feminista para dar cobertura a la invasión de un país culpable mayormente de cobijar a un huésped intrigante.

Mientras George Bush se jactaba de la liberación de las mujeres afganas, su administración seguía un guión muy diferente. En diciembre de 2001, en la Conferencia de Bonn convocada para establecer un gobierno provisional, la delegación estadounidense destacó que el nuevo líder del país sería el aparentemente dócil Hamid Karzai, un conservador pashtun que, como cualquier talibán, tenía a su esposa, la doctora Zinat Karzai, encerrada en su casa. Antes de casarse, en 1999, ella había ejercido como ginecóloga con unos conocimientos desesperadamente necesitados en su entorno para mejorar el pavoroso índice de mortalidad maternal; sin embargo, la liberación de Bush no alcanzó a la más prominente de las mujeres afganas.

Esta desconexión entre el muy promocionado apoyo a los derechos de las mujeres y su desdén real hacia las mujeres no pasó desapercibida a los astutos afganos. Desde el primer momento, se dieron cuenta de que en el fondo los estadounidenses eran unos hipócritas.

Washington se mostró a sí mismo de otras maneras también. Los señores de la guerra afganos, que habían saqueado el país durante la guerra civil de los primeros años noventa, antes de la toma del poder por el talibán, cometieron atrocidades que muy bien pueden ser definidas como crímenes contra la humanidad. En 2002, al año siguiente al de la invasión estadounidense y el derrocamiento del talibán, la Comisión Independiente por los Derechos Humanos en Afganistán –con el auspicio de Naciones Unidas y la supervisión de ciudadanos de todo el mundo– dejó claro que el 76 por ciento de estos expertos solicitaban que los señores de la guerra fueran llevados a juicio en calidad de criminales de guerra, mientras el 90 por ciento de ellos querían que fueran eliminados del servicio público. Algunos de estos señores habían estado entre los mejor pagados, yihadistas islámicos predilectos de Washington durante su guerra por delegación contra la Unión Soviética de los ochenta. Como resultado de ello, la administración Bush miró hacia otro lado cuando Karsai dio la bienvenida a estos “experimentados” hombres y los integró en su gabinete, en el parlamento y en el “nuevo” sistema judicial. Impunidad era la palabra vigente. El mensaje no podía ser más claro: con los contactos adecuados, un hombre podía hacer lo que quisiera, desde atrocidades a escala industrial hasta la rutinaria subyugación de las mujeres.

Es muy poco lo que se puede averiguar acerca de la retorcida naturaleza de las relaciones Estados Unidos-Afganistán en relación con las revelaciones de que EEUU no practica lo que preconiza, ya que la igualdad y la justicia son apenas poco más que unas palabras vacías, y eso resulta ser la democracia.

Tomar partido

La costumbre de los estadounidenses de pensar solo en el corto plazo ha modelado los resultados en el largo plazo en Afganistán. Los líderes políticos y militares de Washington se han centrado siempre solo en los acontecimientos más inmediatos, los únicos que invariablemente generan temores y parecen exigir (o proporcionar la excusa para) acción instantánea. Los largos senderos de la historia y la cultura, con sus muchas curvas y tramos en sombra, permanecen inexplorados. De este modo, la administración Bush eligió un enemigo: el talibán. Expulsaron al talibán del poder, instalaron la “democracia” lisa y llana y, como al pasar, les dijeron a las mujeres que dejaran de usar el burka. ¡Misión cumplida!

Sin embargo, a diferencia de los estadounidenses y sus compañeros de coalición, los taliban no eran intrusos extranjeros sino afganos. Tampoco eran un grupo aislado, sino la extrema derecha del conservadurismo islámico afgano. Como tales, sencillamente representaban –y continúan representando de un modo excesivo– el sector conservador tradicional de partes importantes de la población, que han estado resistiendo el cambio y la modernización desde hace tanto tiempo que ya nadie recuerda desde cuándo.

Aun así, el arraigado uso del burka no es la única tradición afgana. Algunos gobernantes progresistas y ciudadanos urbanos con formación universitaria llevan mucho tiempo tratando de introducir su país en el mundo moderno. Hace casi un siglo, el rey Amanullah fundó la primera escuela secundaria para jóvenes mujeres y el primer tribunal familiar para atender a mujeres que tenían reclamos contra su marido; proclamó la igualdad de hombres y mujeres, y prohibió la poligamia; rechazó el burka y prohibió la actuación de mullahs islámicos ultraconservadores por ser “personas malas y diabólicas” que difundían propaganda foránea contraria a los ideales sufíes del país. Desde entonces, otros gobernantes, tanto reyes como comisarios políticos, abogaron por la educación, la emancipación de las mujeres, la tolerancia religiosa y conceptos de derechos humanos normalmente asociados con Occidente. Con todas sus limitaciones, propias del contexto afgano, este pensamiento progresista también es “tradicional”.

En los ochenta, el histórico conflicto entre las dos tradiciones llegó a un punto crítico; fue durante la ocupación soviética del país. Entonces, fueron los rusos quienes apoyaron los derechos de las mujeres y la educación de las niñas, mientras que Washington financiaba a un conjunto de grupos islámicos particularmente extremistas que estaban exiliados en Pakistán. Solo unos pocos años antes, en mitad de los setenta, el presidente afgano Mohammad Daud Khan, respaldado por comunistas afganos, había expulsado a los líderes islámicos radicales, como lo había hecho antes el rey Amanullah. Fue la CIA, junto con los servicios de inteligencia pakistaníes y saudíes, la que los armó y los llevó de regreso a Afganistán mientras el presidente Reagan ensalzaba a los “luchadores por la libertad”, los mujahidines.

Veinte años después, serían los estadounidenses –encabezados por la CIA, una vez más– quienes volverían a echarlos fuera. La historia puede ser enmarañada, sobre todo cuando una potencia importante es incapaz de pensar en el largo plazo.

Estados Unidos, sea por ignorancia o sea intencionadamente, en 2001-2002, su momento de triunfo en Afganistán, trató de jugar a dos bandas. Con una mano, ondeaba la bandera progresista de los derechos de las mujeres; con la otra, construía un poder presidencial muy centralizado y fuerte que fue entregado inmediatamente a un hombre conservador que raramente dedicaba un pensamiento a las mujeres. Con un poder total para nombrar ministros, gobernadores provinciales, alcaldes y casi a cualquier funcionario público en todo el ámbito nacional, el presidente Karsai mantuvo una notable coherencia: eligió solo a hombres.

Cuando estuvo claro que a él le tenían sin cuidado los derechos de las mujeres, las amenazas de muerte contra aquellas que habían creído seriamente a Washington y su discurso de “liberación” empezaron a ser tomadas en serio. Las mujeres que trabajaban en ONG locales e internacionales, en agencias gubernamentales y en escuelas pronto se encontraron con mensajes anónimos –llamadas “cartas nocturnas”– en la puerta del establecimiento donde se desempeñaban, mensajes que describían con truculento detalle la forma en que serían asesinadas. En Facebook o en el teléfono móvil, recibían vídeos de hombres que violaban a adolescentes. Después, empezaron los asesinatos. Mujeres policías, funcionarias provinciales, trabajadoras sociales, maestras, chicas estudiantes, presentadoras de TV y radio, actrices, cantantes... daba la impresión de que la lista no acabaría nunca. Algunas fueron, podría decirse, excesivamente asesinadas: violadas, golpeadas, estranguladas, mutiladas, tiroteadas y después colgadas de un árbol; solo como advertencia. Cada vez que un grupo reivindicaba un asesinato de este tipo, nadie era detenido ni llevado ante un tribunal.

A pesar de esto, la administración Bush se jactaba del crecimiento de la escolaridad de las niñas afganas y de los avances en la sanidad para reducir los índices de mortalidad maternal e infantil. Aunque lento, tambaleante y siempre exagerado, el progreso era real. En tiempos de Barack Obama, su secretaria de estado Hillary Clinton renovó las promesas estadounidenses referidas a las mujeres afganas. Juró repetidamente que nunca las abandonaría; aun así, raramente invitaba a alguna de ellas cuando los hombres discutían el futuro de su país.

Mientras tanto, Karsai continuaba aprobando legislación que restringía los derechos de las mujeres; al mismo tiempo, la violencia contra ellas seguía contando con la impunidad de las autoridades.

Solo en 2009, debido a la incesante presión ejercida por las organizaciones de mujeres, tanto afganas como las de muchos de los países que aportaban ayuda económica, Karsai promulgó por decreto una ley por la eliminación de la violencia contra la mujer (EVAW, por sus siglas en inglés). Se prohibían 22 prácticas dañinas para las mujeres y niñas, entre ellas la violación, la violencia física, las bodas infantiles y los casamientos forzados. En estos momentos, las mujeres informan sobre el aumento de la violencia en contra de ellas; unas pocas han encontrado alguna reparación con la ley. Al igual que el artículo constitucional que establece la igualdad de hombres y mujeres, las protecciones –potencialmente fuertes– instituidas por la EVAW existen principalmente en el papel.

Pero después de esta única concesión a las mujeres, Karsai las dejó aterradas cuando llamó a conversaciones de paz con el talibán. En 2012, quizá para ganarse la simpatía de los hombres a los que antes había llamado “hermanos enfadados”, también aprobó un “código de conducta” redactado por un poderoso grupo de clérigos ultraconservadores, el Concilio de Ulemas. El código autoriza el azotamiento de la esposa, proclama la segregación de los sexos e insiste que en el gran esquema de las cosas “los hombres son fundamentales y las mujeres, secundarias”. Washington ya había llegado a conclusión similar. En marzo de 2011, un jocoso y anónimo funcionario de alto nivel de la Casa Blanca dijo a la prensa que en la concesión de contratos para importantes proyectos de desarrollo en Afganistán, el Departamento de Estado ya no incluiría previsiones respecto de los derechos de las mujeres y las niñas. “Todos esos guijarros en la mochila”, dijo, “nos están haciendo caer”. Deshaciéndose de ellos, la administración Obama, se situó, de una vez por todas al lado de las fuerzas ultraconservadoras y antidemocráticas.

Por qué importan las mujeres

Sin embargo, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas menciono esos guijarros como la piedra fundamental más duradera en la construcción de la paz y la estabilidad de cualquier país. En las últimas décadas, Naciones Unidas, muchas organizaciones de investigación y académicos que trabajan en estudios en los ámbitos de la ciencia política y la seguridad han acumulado muchísima evidencia que documenta la importancia de la igualdad entre mujeres y hombres (habitualmente con la expresión “igualdad de género”). Sus hallazgos señalan que la histórica dominación de las mujeres por parte de los hombres, que imponen su voluntad mediante la violencia, está en la base del antiguo prototipo de dominación total y violencia, y en el diseño mismo de la explotación, la esclavitud y la guerra. Sus investigaciones confirmaron la observación de John Stuart Mill, filósofo británico del siglo XIX, de que el primer aprendizaje del hombre inglés tenía lugar en su propia casa; después, practicaba con su esposa la tiranía que en su momento ejercería en tierras de ultramar para construir y controlar el Imperio Británico.

Esas investigaciones y el sentido común tienen origen en la observación de la mentira que subyace en una serie de resoluciones que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó desde el 2000, resoluciones que llaman a la participación plena de las mujeres en todas las negociaciones de paz, planes de acción humanitaria y gobernanza después de un conflicto. Las mujeres modifican el discurso y mientras transforman la relación desigual entre los sexos cambian también a los hombres, normalmente para mejor. Sencillamente, los países en los que mujeres y hombres disfrutan de posiciones de igualdad y respeto entre unas y otros suelen ser estables, prósperos y pacíficos. Hoy día, por ejemplo, la igualdad de género es grande en los cinco países nórdicos, que están siempre en lo más alto de las listas de naciones más felices.

En el lado opuesto, en Afganistán, donde hombres y mujeres son más desiguales y los hombres oprimen y violan rutinariamente a las mujeres, es más probable que la violencia surja también entre los hombres, tanto a escala nacional como en las relaciones internacionales. Los países así son los más pobres, violentos e inestables del mundo. A menudo se dice que la pobreza conduce a la violencia. Pero esta proposición también se puede dar vuelta: la violencia que expulsa a las mujeres de la vida pública y la actividad económica equitativa produce pobreza y, de este modo, todavía más violencia. Como escribió el líder comunista chino Mao Zadong: “Las mujeres sostienen la mitad del cielo”. Atadnos las manos y el cielo caerá.

Para entender esto, las mujeres de Afganistán han tenido que vivir una dura experiencia. Fue por eso que algunas lloraron de alegría al escuchar las palabras de Ashraf Gahni en reconocimiento del valor del trabajo de su esposa. Sin embargo, junto con ese pequeño, sorprendente y memorable momento llegó una terrible sensación de oportunidad perdida.

Algunas personas de la comunidad internacional se habían tomado en serio la cuestión de los derechos de las mujeres. Habían establecido cupos para la participación femenina en el parlamento y habían escrito “igualdad de derechos” en el texto de la constitución afgana de 2004. Pero, ¿qué podían realizar las mujeres en un parlamento en el que pululaban los antiguos señores de la guerra y ex talibán que solo habían cambiado el color de su turbante? ¿Qué “igualdad” podían esperar ellas cuando la constitución sostenía que ninguna ley podía reemplazar a la Sharia del Islam, un régimen abierto a las interpretaciones más extremas? De cualquier modo, no todas las mujeres parlamentarias formaban un grupo homogéneo. Algunas habían sido elegidas a dedo y su voto estaba comprado por hombres poderosos, tanto integrantes del gobierno como ajenos a él. Aun así, cientos, incluso miles, de mujeres podrían haber participado en la vida pública si Estados Unidos se hubiera alineado sin reservas junto a la tradición progresista de Afganistán y elegido a otro hombre para que gobernara el país.

Los nuevos hombres al mando

¿Quiénes son Ashraf Ghani, el nuevo presidente, y Abdullah Abdullah, el “CEO”** del estado? Estos dos candidatos principales habían sido rivales en las dos últimas elecciones presidenciales y al menos en una en 2009, cuando Abdullah terminó segundo detrás de Karsai y decidió no presentarse a una segunda vuelta que tenía todo el aspecto de ser fraudulenta (en la primera vuelta de la votación, unos hombres de Karsai fueron sorprendidos y filmados mientras llenaban urnas con votos adulterados).

En las prolongadas elecciones de este año, el 5 de abril, Abdullah terminó ganador entre ocho candidatos, con el 45 por ciento de los sufragios. Superaba a Ghani (31 por ciento de los votos) pero no llegó al 50 por ciento necesario para ganar en primera vuelta. Ambos candidatos presentaron reclamos por fraude. En junio, cuando Ghani consiguió el 56 por ciento de los votos en la segunda vuelta contra el 43 por ciento de Abdullah, este puso el grito en el cielo y amenazó con la formación de un gobierno propio. El secretario de estado de EEUU John Kerry se apresuró a volar a Kabul para reunir a ambos en un “gobierno de unidad” tan vago como inconstitucional, que todavía está en proceso de definición y sin duda poco o nada tiene que ver con la democracia electoral.

Ambos hombres tienen fama de vanidosos –como Hamid Karsai– en cuestiones de vestimenta y sombreros, pero son bastante más progresistas que su antecesor. Ghani, ex ministro de economía y rector de la Universidad de Kabul, es reconocido por su inteligencia. Después de años en la academia y una década en el Banco Mundial, se hizo cargo del gobierno con planes para combatir la importante corrupción que reina en el país. Acaba de reabrir la superficial investigación en el Banco de Kabul, una institución gigantesca y piramidal que colapsó en 2010 después de repartir cerca de 1.000 millones de dólares en “préstamos” entre amigotes con cargos dentro y fuera del gobierno (es posible que Ghani sea una de las pocas personas que entienden totalmente el chanchullo).

La creencia general en un país donde la política es cuestión de lealtades (y rivalidades) entre los hombres es que Abdullah Abdullah es el político más seguro de sí mismo. Ministro de relaciones exteriores en el primer gabinete de Karsai, designo a una mujer para que le asesorara en cuestiones relacionadas con las mujeres. Sin embargo, desde entonces, sus asuntos personales han sido objeto de escandaloso cotilleo. En su vida pública, lleva bastante tiempo proponiendo una descentralización de la estructura gubernamental impuesta por Washington al país. Pretende diseminar el poder en las provincias para fortalecer la capacidad de los afganos en la determinación de las condiciones de vida de su propia comunidad. Algo parecido a la democracia.

El acuerdo entre Ghani y Abdullah llama a una asamblea de ancianos, una “loya jirga”, que tendría lugar “dentro de dos años” para instituir el cargo de primer ministro, que presumiblemente Abdullah quiere ocupar Incluso después de sus sucios asuntos con dos presidentes estadounidenses, él ha cuestionado la sistema presidencialista de gobierno. “Un presidente”, me dijo, “se convierte en un autócrata”. En justicia, sostiene, el poder pertenece al pueblo y su parlamento.

Todo el mundo se pregunta hasta dónde será posible que esos dos rivales puedan trabajar juntos –han programado tres encuentros por semana–, si la fuerza de EEUU y su coalición dejaran el país y el talibán atacara con más fuerza en los lugares más inesperados. Aun así, el cambio de gobierno despierta optimismo y esperanza entre los observadores, tanto los afganos como los internacionales.

Por otro lado, muchos afganos, especialmente mujeres, continúan enfadados con los ocho candidatos a presidente, a quienes responsabilizan del interminable proceso “eleccionario” que llevó al poder a dos de ellos. Mahbouba Seraj, ex directora de la Red de Mujeres Afganas y aguda observadora, señala que en la serie de incontables comidas y fiestas nocturnas ofrecidas por varios encumbrados afganos durante la campaña, los candidatos podrían haber llegado a algún acuerdo para estrechar el campo de juego. Podrían haber encontrado la forma de ahorrar al país el alto coste y la ansiedad de una segunda vuelta de votación –por no mencionar meses de recuento de votos–, solo para no hacer públicos los resultados finales.

En lugar de eso, la impresión es que los candidatos mantienen de rehén al país. Sus irritados cargos y amenazas han contenido apenas el temor de una guerra civil y el miedo de las mujeres silenciadas. “Una vez más”, escribió Seraj, “hemos sido excluidas de las decisiones más importantes del país. Nos han cerrado la boca mediante el recurso más antiguo, efectivo y conocido: la fuerza. Ahora, las mujeres, agregó, tienen miedo de abrir la boca, aunque solo sea para hacer “preguntas legítimas” sobre la naturaleza de este nuevo gobierno, que tiene el aspecto de no ser un “gobierno del pueblo” consistente con los votos –cerca de la mitad de esos votos son de las mujeres– sino antes bien “un gobierno de coalición, fabricado por los candidatos y los mediadores internacionales”. En otras palabras, un gobierno artesanal.

Notas:

* “Blowback”, en inglés, es el retroceso de un arma de fuego al ser disparada. (N. del T.)

** CEO es el acrónimo de chief executive officer, la máxima autoridad ejecutiva en una empresa. (N. del T.)

Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/175914/tomgram%3A_ann_jones%2C_genuine%2C_handcrafted%2C_man-made_government/#more

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