jueves, mayo 17, 2012

Despatologizar, despenalizar, desaprender: luchas LGTB y emancipación social

Antoni Jesús Aguiló y Ana Cristina Santos / Rebelión
Tal día como hoy, hace veintidós años, el 17 de mayo de 1990, la Organización Mundial de la Salud (OMS), siguiendo los pasos dados en la década de los setenta por la psiquiatría norteamericana, suprimía la homosexualidad del CIE 10, la Clasificación Internacional de Enfermedades. La eliminación de la supuesta condición patológica de gays y lesbianas fue un acontecimiento crucial en el largo camino hacia la emancipación del colectivo homosexual, poniendo al descubierto la homofobia (re)producida y legitimada por el discurso médico oficial y contribuyendo enormemente a la aceptación social de la homosexualidad.

Por “homofobia” (y, más en general, por LGTBfobia) entendemos un fenómeno social y cultural que consiste en un conjunto persistente de actitudes y sentimientos de repulsión, rechazo, miedo psicológico y social, hostilidad, vergüenza, intolerancia, odio y desprecio, entre otras actitudes negativas, de gays, lesbianas, bisexuales y transexuales por el mero hecho de serlo. La LGTBfobia, al igual que el racismo, el machismo o el clasismo social, entre otras formas de discriminación, se expresa (a veces de manera sutil e indirecta, otras de manera brutal y sangrienta) a través de discursos, prácticas y relaciones sociales de opresión y dominación de unos grupos sobre otros. Estas relaciones, que pueden ir desde la violencia física hasta la violencia simbólica (humillación verbal, discriminación legal o ausencia de reconocimiento social, entre otras formas), limitan la capacidad de las personas afectadas para desarrollar y expresar en contextos públicos determinados sentimientos, experiencias y pensamientos, competencia necesaria para un autodesarrollo psicosocial satisfactorio. Su objetivo último es, por tanto, inferiorizar, invisibilizar y destrozar psicológica (e incluso físicamente) a quienes las sufren.

Lamentablemente, la despatologización de la homosexualidad no significó el fin de la homofobia, y mucho menos el de la LGTBfobia alentada durante siglos, de manera especial a partir de la modernidad occidental, por un numeroso contingente de agentes e instituciones, incluyendo la academia, el derecho, la medicina, la enseñanza, los medios de comunicación y la religión. Guiados por una ideología [1] patriarcal y homofóbica, construyeron lenguajes repletos de imágenes estereotipadas y discursos punitivos que degradaban a las personas LGTB a una condición subhumanidad y las relegaban a un estado de marginalidad, anormalidad, enfermedad e inmoralidad que ha servido (y sirve) para justificar alrededor del mundo su persecución, humillación, asesinato, tortura, maltrato, detención arbitraria, negación de oportunidades y violación de derechos. Esta ideología patriarcal y homofóbica (re)productora de subhumanidad se sustenta en un patrón de pensamiento colonial, machista, racista y heterocéntrico que, como señala el sociólogo Aníbal Quijano [2], establece “una concepción de humanidad según la cual la población del mundo se diferenciaba en inferiores y superiores, irracionales y racionales, primitivos y civilizados, tradicionales y modernos”. Se trata de una razón que comprende la diferencia como peligro y la valora como desigualdad e inferioridad; una razón “perezosa, que se considera única, exclusiva, y que no se ejercita lo suficiente como para poder mirar la riqueza inagotable del mundo” [3]. En otras palabras, las diferencias (epistémicas, étnicas, de género, sexuales, económicas, etc.) son naturalizadas y utilizadas para justificar un trato diferente (léase jerárquico), es decir, para atribuir a los “diferentes” (las personas LGTB, en este caso) una serie de esencias, roles y atributos inferiorizantes en función de su condición afectiva y sexual. Las personas no heterosexuales son, en este sentido, vistas y declaradas “lo otro” de la humanidad, legitimando y naturalizando, en consecuencia, un entramado de opresión, subordinación y deshumanización del colectivo.

A pesar de las conquistas notables que en los últimos años se han conseguido en diferentes países del mundo en el campo de la legislación pública sobre diversidad afectiva y sexual, la lucha pacífica y democrática por la igualdad real y el reconocimiento público del colectivo LGTB no ha terminado. No podemos olvidar, además, que los derechos se ganan, pero también se pueden perder. Los derechos no son realidades eternas e inmutables ni concesiones irrevocables y definitivas, sino conquistas sociojurídicas logradas con mucho esfuerzo, productos culturales, bienes comunes resultantes de tenaces luchas históricas y sociales. Queda un camino muy largo por recorrer para la consecución del verdadero cambio mental y social sin el cual la igualdad efectiva de gays, lesbianas, bisexuales y transexuales seguirá siendo una utopía. El reconocimiento jurídico y la normalidad legal del colectivo LGTB no han llegado de la misma manera ni al mismo ritmo que el reconocimiento y la normalidad social. Esta falta de coincidencia señala los diferentes modos en que las personas LGTB siguen luchando contra el prejuicio y la violencia legitimados por la heteronormatividad. Continúa vigente un modelo de sociedad patriarcal, androcéntrica y heterosexista en la que la heterosexualidad es privilegiada y considerada la orientación sexual normal y natural: todas las personas son consideradas heterosexuales hasta que se demuestre lo contrario. El heterosexismo y la heteronormatividad están institucionalizados en el trabajo, la educación, el lenguaje, la salud, los servicios públicos, los medios de comunicación, la cultura y la religión, entre otros ámbitos de la vida individual y colectiva, favoreciendo los comportamientos y mensajes discriminatorios.

La persistencia de la homofobia, la bifobia y la transfobia perpetúan situaciones de discriminación y violencia estructural que matan y perjudican a las personas LGTB, independientemente de su posición social, país, edad, credo o ideología. Según informa el observatorio de la ONG internacional Transgender Europe, cada tres días es asesinada una persona transexual en el mundo; en San Petersburgo (Rusia), desde finales de marzo está en vigor la ley que prohíbe cualquier tipo de “propaganda homosexual” entre los menores, siendo detenidos dos jóvenes manifestantes por mostrar carteles con la consigna “ser gay es normal” [4]; recientemente, la ganadora del Premio Nobel de la Paz en 2011, Ellen Johnson Sirleaf, se mostraba, con unas declaraciones decepcionantes y ofensivas, partidaria de aplicar la pena de cárcel, y por tanto criminalizar, los “actos homosexuales”. En España, desde hace casi siete años, el actual partido gobernante (PP) tiene recurrida ante el Tribunal Constitucional la ley que permite el matrimonio entre personas del mismo sexo; y, entre tanto, algún peligroso obispo, violando impunemente los valores constitucionales, y no pudiendo condenar a las personas LGTB al fuego de la Inquisición, las ha condenado al fuego del infierno. En Portugal, la Federação pela Vida ha presentado recientemente una petición que persigue cambios regresivos en la legislación que regula el matrimonio entre personas del mismo sexo y la ley de identidad de género, entre otras leyes. En Grecia, grupos de simpatizantes neonazis del partido Amanecer Dorado han advertido a las personas homosexuales que, después de los inmigrantes, ellos serán los siguientes en la lista. Son sólo algunas amenazas preocupantes de la actualidad que ilustran de manera evidente el carácter provisional y frágil de conquistas sociojurídicas fundamentales.

La lucha constante que las personas y grupos LGTB han mantenido en todo el mundo a lo largo de la historia ha permitido denunciar y visibilizar una forma de violencia que sigue formando parte de nuestras mentalidades y sociedades. Luchar por el reconocimiento igualitario y efectivo de la diversidad sexual y afectiva es luchar para que la diversidad no se traduzca en estados de subhumanidad. Es luchar contra los esquemas epistémicos y las estructuras socioculturales que establecen grados o jerarquías de humanidad y someten a las personas LGTB a situaciones de invisibilidad e inferioridad permanentes, ya sea tratándolos como enfermos, pecadores o delincuentes.

Al igual que la LGTBfobia se construye social y culturalmente, también se puede deconstruir. Consideramos, a tal efecto, que las luchas por la emancipación LGTB presentes y futuras deben guiarse por tres principios claves:

Despatologizar, que significa desnaturalizar la medicalización y biologización de los roles de género y los comportamientos sexuales, así como combatir el poder biomédico como discurso hegemónico sobre los cuerpos y las sexualidades. Despatologizar significa también cuestionar los prejuicios médicos y la legitimidad científica de los pretendidos diagnósticos (“trastorno”), tratamientos y terapias, insertando los discursos patologizantes en el ámbito de fenómenos sociales y colectivos más profundos, como las relaciones hegemónicas de poder, que construyen y objetivan cánones dominantes de salud, que establecen lo que se considera “normal” y lo que se considera “patológico”.

Despenalizar no significa únicamente dejar de perseguir, discriminar y castigar por ley las relaciones afectivas y sexuales entre personas del mismo sexo, sino también reconocer constitucional y legislativamente los derechos civiles (matrimonio, parentalidad, libertad de expresión y asociación, etc.) de las personas LGTB, derechos que son la condición básica en la que se apoya la ciudadanía íntima [5], sexual y reproductiva.

Desaprender significa, ante todo, desenmascarar y, en la medida de lo posible, abandonar el vasto conjunto de técnicas, estrategias y fuentes de opresión (esquemas, teorías, ideas, conceptos, estereotipos, percepciones, normas de actuación, hábitos, conversaciones, interpretaciones, etc. sobre la diversidad sexual) presentadas como “veracidades incambiables y verdades sagradas” [6] que justifican, sostienen y reproducen el machismo, el sexismo y el heterosexismo en los que se funda el patriarcado. Desaprender es mucho más difícil que aprender, pues al poner en cuestión los viejos conceptos algo se tambalea y quiebra en nosotros, permitiendo a quien desaprende sustituir el desconocimiento, el prejuicio y el miedo por la solidaridad, lo que abre nuevas y estimulantes posibilidades de relaciones humanas, más justas y democráticas.

Estas tres palabras pueden, a su vez, condensarse en una sola: empoderar, que consiste un proceso de capacitación en el que las personas y grupos LGTB adquieren autoconfianza y autoestima y ganan la fuerza necesaria para para transformar en diferentes contextos y situaciones su posición de subordinación en las relaciones sociales. Tal y como lo define la antropóloga mexicana Marcela Lagarde [7], “empoderamiento significa, en términos políticos, modificar las pautas políticas que coartan la vida personal y colectiva al crear condiciones para eliminar los poderes personales y sociales que oprimen”.

Hoy es 17 de mayo de 2012. Veintidós dos años, en términos históricos, son muy pocos para el cambio de ideas y mentalidades, que es lento y no repentino. Sin embargo, el largo camino hacia la emancipación LGTB debe continuar, impulsado por las fuerzas imparables de la igualdad y la diversidad. Ernest Hemingway [8] escribió una vez: “El mundo es un buen lugar, y vale la pena luchar por él”. Estamos de acuerdo con la segunda parte, por eso no podemos dejar de celebrar y reivindicar este día.

Notas

[1] En el sentido gramsciano del término, es decir, como una concepción del mundo que se expresa en el terreno de las ideas y las prácticas y aspira, ganando la disputa por la hegemonía social y cultural, a convertirse en sentido común.

[2] Quijano, A. (2000), “Colonialidad del poder y clasificación social”, Journal of World-Systems Research, vol. VI, n° 2, pág. 344.

[3] Santos, B. S. (2006), Renovar la teoría crítica y reinventar la emancipación social (encuentros en Buenos Aires), CLACSO, Buenos Aires, pág. 20.

[4] Para información detallada sobre la criminalización de la diversidad sexual, véase el informe de E. Bruce-Jones y L. Paoli Itaborahy (2011), «Homofobia de Estado. Un informe mundial sobre las leyes que prohíben la actividad sexual con consentimiento entre personas adultas», Asociación Internacional de Lesbianas, Gays, Bisexuales, Trans e Intersex. Disponible en: http://old.ilga.org/Statehomophobia/ILGA_Homofobia_de_Estado_2011.pdf [Consulta: 11-05-2012]

[5] Término del sociólogo Ken Plummer relacionado con las decisiones que las personas deben tomar sobre el control y uso del propio cuerpo, identidades, sentimientos, relaciones, experiencias eróticas, etc. Véase Plummer, K. (2003), Intimate Citizenship: Private Decisions and Public Dialogues , Seattle, University of Washington Press.

[6] Dussel, E. (2001), Hacia una filosofía política crítica, Desclée de Brouwer, Bilbao, pág. 29.

[7] Lagarde, M (2000), Claves feministas para la autoestima de las mujeres, Ed. Horas y Horas, Madrid, pág. 27.

[8] Hemingway, E. (1991), Por quién doblan las campanas, Ed. Andrés Bello, Santiago de Chile, pág. 500.

Antoni Jesús Aguiló es investigador en filosofía política del Núcleo de Estudios sobre Democracia, Ciudadanía y Derecho (DECIDe) del Centro de Estudos Sociais de la Universidad de Coímbra (Portugal) y miembro de Não te Prives - Grupo de Defesa dos Direitos Sexuais. antoniaguilo@ces.uc.pt

Ana Cristina Santos es socióloga especializada en estudios de género y sexualidad(es), investigadora del DECIDe del Centro de Estudos Sociais de la Universidad de Coímbra (Portugal), Honorary Research Fellow del Birkbeck Institute for Social Research de la Universidad de Londres y presidenta de Não te Prives. cristina@ces.uc.pt

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