Latinoamérica tiene mucho que resolver en el combate a la violencia contra la mujer, pues en sus países el 90 por ciento de los casos quedan impunes, según datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL).
Las razones son varias: las víctimas temen y callan, en muchas ocasiones dependen económicamente de quienes la maltratan, la confianza en las autoridades es baja y no todas las mujeres dominan el castellano, la lengua oficial.
Encontrar personas a las que dirigirse resulta complicado cuando la cuestión está tan cargada de tabúes, ya que la cultura de algunos lugares acepta la violencia intrafamiliar.
Por esos motivos, actualmente una de cada tres mujeres en la región sufre algún tipo de violencia física y un 16 por ciento ha sido víctima de violencia sexual alguna vez en su vida, de acuerdo con investigaciones de la Organización de Naciones Unidas (ONU).
A pesar de algunos avances en materia de igualdad de géneros, la violencia doméstica contra las mujeres sigue siendo común en Latinoamérica, en opinión de Moni Pizani, representante de ONU-Mujeres para el continente.
Tales cifras aparecen en el informe El Progreso de las Mujeres en el Mundo, en el cual se afirma que la violencia contra las féminas se produce a pesar de que el 97 por ciento de los países de la región han aprobado leyes contra la intimidación de género.
Junto a esas acciones legales, el maltrato poco a poco va gozando de menos aceptación social al no justificarse en ningún caso, por ejemplo, que un hombre golpee a su esposa, aunque muchos aún piensen lo contrario.
Menos de la mitad de las legislaciones aprobadas penalizan explícitamente la violencia dentro del matrimonio.
No obstante, el panorama va cambiando: las mujeres ya se atreven a denunciar los agravios y ultrajes, pero las cifras siguen muy altas y ratifican que se requieren políticas, recursos y códigos para garantizarle a las féminas una mejor representación social.
Para ONU-Mujeres las instituciones gubernamentales, la policía y los tribunales deben velar por la presencia de mujeres en el parlamento, en la primera línea del poder judicial y en el resto del quehacer político, social y económico, lo que ayudaría a un mayor respeto de sus derechos.
DISCRIMINACION LABORAL
Otra de las violaciones más comunes es la discriminación en el ámbito laboral. Hoy el 53 por ciento de la mano de obra en América Latina y el Caribe está conformada por mujeres, quienes además son mayoría en las universidades.
Sin embargo, la brecha salarial es notable y en algunos países reciben hasta un salario 40 por ciento inferior al de un hombre por el mismo puesto de trabajo.
Las mujeres, salvo algunas excepciones, están relegadas a puestos secundarios, niveles inferiores de toma de decisiones, no cuentan con seguridad social y existe discriminación hacia las embarazadas o lactantes.
Asimismo, siguen sin tener igualdad frente a los hombres en puestos importantes, por ejemplo, el porcentaje de mujeres en los parlamentos actualmente es de 19,5 por ciento y están muy poco representadas en los ministerios de las áreas política y económica, según cifras de ONU Mujeres.
De ahí que se pueda afirmar que la violencia contra las féminas es estructural y constituye una violación a sus derechos humanos, lo cual es a su vez una manifestación de la jerarquía social en donde los hombres son beneficiados por encima de ellas, y para mantenerlas en esa posición subordinada utilizan diversos mecanismos de agresión.
Psicólogos, sociólogos y politólogos coinciden en que ese orden jerárquico es producto de procesos culturales arraigados en las sociedades, traducido en subvaloración -asimilada por el hombre, incluso por un gran número de mujeres- que ideológicamente justifica la discriminación, exclusión y violencia sistemática, tanto privada como pública.
En este contexto cobran especial importancia las organizaciones de mujeres que denuncian, se oponen y luchan en contra de esas concepciones en todas las esferas de la sociedad, con una tenaz resistencia en todos los rincones del continente.
Los avances que se han tenido en las leyes de muchos países son producto del esfuerzo de esas organizaciones, de los organismos de derechos humanos y de muchos gobiernos de la región, identificados con la plena igualdad y participación de la mujer en el quehacer de sus naciones.
En estos esfuerzos sobresale la creación de Ministerios de la Mujer y de consejos de féminas en los barrios y en los caseríos en países como Perú y Venezuela, en este último muy identificadas e integradas al desarrollo de las misiones sociales de la Revolución Bolivariana.
Venezuela creó en 1999 el Instituto Nacional de la Mujer, en 2007 promulgó la Ley Orgánica sobre el Derecho de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, y por último, en 2009, el Ministerio del Poder Popular para la Mujer y la Igualdad de Género.
También sobresale el establecimiento por la Fiscalía General de la República de 52 fiscalías especializadas a nivel nacional, para recibir las denuncias de casos violencia de género, además el Tribunal Supremo de Justicia aprobó tribunales de violencia contra la mujer en siete estados y ocho en Caracas.
En Perú esa cartera funciona desde 1996, la cual en 2007 aprobó la ley de Igualdad de Oportunidades para fijar en todos los poderes y niveles del gobierno la equidad de oportunidades, pues el país andino es el cuarto de una lista de 18 países de Latinoamérica y Caribe donde las mujeres sufren discriminación salarial.
COMPLEJIDAD Y MAGNITUD
El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) calcula que el costo de la violencia doméstica es de 15 mil millones de dólares en Latinoamérica, lo que representa una inversión del dos por ciento anual del Producto Bruto Interno para atender sus efectos.
Dichos gastos incluyen los servicios para tratar y apoyar a las víctimas y a sus hijos y el enjuiciamiento a los agresores; además tienen en cuenta la pérdida de empleo y productividad, al igual que los costos relacionados con el dolor y sufrimiento humanos.
En general, todas las formas de violencia sexista tienen altísimos costos en la salud de las mujeres, los que aún no han sido lo suficientemente dimensionados.
Como promedio, se estima que las mujeres víctimas de este tipo de intimidación necesitan más intervenciones quirúrgicas, hospitalizaciones, atenciones médicas, medicamentos y tratamientos post-traumáticos de tipo psiquiátrico, que otras con alguna enfermedad o dolencia.
Por ello urge reconocer la complejidad y magnitud de este fenómeno que adopta distintos rostros: abusos sexuales, violación e incesto, maltrato en la relación de pareja, amenazas e insultos, acoso y coerción sexual, explotación y tráfico sexual, esclavitud y violencia psicológica y económica.
A esto se han agregado en los últimos años las violencias vinculadas a la tecnología de las comunicaciones, por ejemplo, la pornografía y las redes pedófilas en Internet.
Todas ellas, sin excepción, tienen un alto costo en términos de la salud integral de las féminas afectadas, con daños que pueden ser inmediatos y que en muchos casos tienen consecuencias fatales o incluso para toda la vida.
De hecho, el número de feminicidios ha crecido en los últimos años en países de América Latina y el Caribe como México y Guatemala (los casos más emblemáticos), Chile, Costa Rica y Argentina, entre otros.
Es así que la violencia contra este sector poblacional no se limita a una cultura, región o país específico, ni a un tipo particular de mujeres. Sus raíces subyacen históricamente en las relaciones desiguales frente al hombre y en la persistente discriminación.
Por sus graves efectos sanitarios, así como por la incidencia y el daño severo que ocasiona en la sociedad, la violencia contra las mujeres ha sido declarada un problema de salud pública.
La consideran así la Organización Mundial de la Salud y la Organización Panamericana de la Salud, entre otros organismos, dejando de ser tan solo una seria violación de derechos humanos bajo los tratados internacionales.
*Periodista de la Redacción Suramérica de Prensa Latina.
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