Aquellas mujeres fueron reales, pintaron, esculpieron. Y triunfaron. La gran pregunta es por qué no aparecen en los libros de historia del arte. Y por qué no vemos sus obras en los museos. La respuesta la tienen los hombres que, mayoritariamente, han ejercido como historiadores, críticos y conservadores.
Un amanecer de hace 25.000 años, en algún lugar cercano a lo que hoy llamamos el mar Cantábrico, un grupo de hombres —seguro que eran hombres— se abrió paso monte arriba entre los acebos y los tojos, camino de una gruta en cuya oscuridad se adentraron valientemente, iluminándose con grasientas teas. Aquella mañana milagrosa, sobre las paredes de la caverna dejaron la representación pintada o grabada de los animales de su entorno, caballos, bisontes o ciervos. Y una curiosa cantidad de siluetas de manos, que lograron hacer colocando sus palmas contra la piedra y escupiendo alrededor pigmento de ocre.
Sí, el arte paleolítico lo hicieron los varones. Eso es lo que siempre imaginamos: eran ellos quienes se dedicaban a esa actividad religioso-artística. Hombres. Cazadores y brujos, y también pintores. Pero ¿por qué ellos? ¿Hay pruebas que demuestren esa autoría masculina? Existen pruebas, en efecto, pero no en ese sentido. Los expertos siempre pensaron que, dadas las diferencias de tamaño, buena parte de las manos plasmadas en las cavernas debían de ser manos de mujer. Ahora, un programa informático diseñado por científicos del Centre National de la Recherche Scientifique (el CSIC francés) lo ha demostrado: algo más de la mitad de esas siluetas corresponden, por sus medidas y su morfología, a cuerpos femeninos. Las mujeres estuvieron allí, y podemos suponer que participaron igualmente en la representación de otras figuras. En el paleolítico hubo mujeres “artistas”, que pintaron en las grutas entremezcladas con los hombres. Si nunca nos las imaginamos en esa tarea, es sin duda a causa de ese prejuicio tan asentado en nuestros cerebros que nos lleva a creer que casi todas las cosas importantes de la humanidad —salvo parir— las han hecho los hombres.
Les pido que ahora nos acerquemos por un instante al ámbito tenebroso de los monasterios medievales, donde los monjes se dedicaron durante siglos a preservar la cultura y la tradición escrita y a crear pacientemente las extraordinarias ilustraciones de los códices miniados. De nuevo los hombres. ¿Seguro...?. También en este caso los hechos demuestran algo diferente: sabemos para empezar que, hasta el siglo XIII, los monasterios europeos eran dúplices, es decir, cobijaban —aunque en edificios separados— a monjes y monjas. Ambos sexos compartían el trabajo en los scriptoria, los talleres donde se copiaban e iluminaban los manuscritos. La mayor parte de ellos carecen de firma, lo que hace imposible su atribución. Pero algunos contienen sorpresas: por ejemplo, el códice de los Comentarios al Apocalipsis de Beato de Liébana que se conserva en la catedral de Gerona y que es una obra maestra del género. El libro se terminó el 6 de julio de 975 en elscriptorium del monasterio de San Salvador de Tábara (Zamora), y está firmado por “Emeterio, monje y sacerdote” y “Ende, pintora (pictrix) y sierva de Dios”. Un primer nombre de mujer para la historia del arte español.
Qué misteriosa, Ende. Pero su existencia brumosa no es, como podría parecer, una anomalía irrepetible. Por supuesto que la presencia femenina en el mundo de las artes europeas fue rara hasta finales del siglo XIX, igual que lo fue en cualquier otra actividad que supusiera beneficios cuantiosos y prestigio social. Rara, pero real. Aunque apenas las conozcamos, hubo un notable puñado de mujeres, sin duda valientes, que a lo largo de los siglos pintaron o esculpieron. Mujeres que casi siempre habían aprendido el oficio de manos de sus propios padres en el taller familiar.
Ellas compitieron codo a codo con los hombres por lograr el apoyo de los grandes mecenas, los monarcas, la aristocracia y el alto clero. A veces fueron vapuleadas y tratadas con desprecio. Algunas abandonaron ante las presiones sociales. Otras permanecieron ocultas tras la figura del padre o del marido. Pero también las hubo que defendieron con uñas y dientes su talento y lograron imponerse como artistas de éxito en un mercado en el que la lucha por hacerse con los encargos era feroz. Unas cuantas llegaron a ser reconocidas en toda Europa, vivieron viajando de un país a otro, solicitadas de todas partes, y se construyeron sólidas fortunas.
Ahí están, como pequeños rayos de luz lunar en ese universo mayoritariamente masculino, Sofonisba Anguissola (1532-1625), que durante 13 años retrató a los miembros de la familia de Felipe II. Lavinia Fontana (1552-1614), que pintó para el Papa Clemente VIII y llegó a cobrar por sus retratos lo mismo que el gran Van Dyck. Artemisia Gentileschi (1593-1652), que ganó tanto dinero con sus espléndidos cuadros que pudo casar a sus hijas con nobles españoles, previo pago de enormes dotes.
Judith Leyster (1609-1660), que alcanzó un gran éxito en Holanda. Luisa Roldán, La Roldana (1652-1704), exquisita escultora de cámara —el máximo honor de la época— de Carlos II y de Felipe V. Rosalba Carriera (1675-1757), favorita en muchos palacios e introductora de la técnica del pastel en la Francia del rococó. Angelica Kauffmann (1741-1807), que se enriqueció en Inglaterra con sus obras neoclásicas. Elisabeth Vigée-Lebrun (1755-1842), retratista preferida de María Antonieta y codiciada por la nobleza de toda Europa. Constance Charpentier (1767-1849), premiada en varios de los famosos salones parisinos de su tiempo. O Rosa Bonheur (1822-1899), famosísima en medio mundo gracias a sus cuadros de animales.
Son únicamente algunos nombres del notable grupo de mujeres que precedieron a las impresionistas y post-impresionistas —Berthe Morisot, Mary Cassat, Eva Gonzalès, Camille Claudel, Lluïsa Vidal o Suzanne Valadon— y a las artistas de las primeras vanguardias. Solo entonces, a finales del siglo XIX, cuando la condición femenina comenzaba lentamente a cambiar, empezaron a aparecer en las escuelas de arte decenas de muchachas que aspiraban a convertirse en artistas, ya no como “rarezas”, sino como auténticas iguales y colegas de los hombres. Solo entonces, a algunos no le quedó más remedio que poner en duda la idea tan extendida —y aún no del todo derrotada— de que el sexo femenino no estaba capacitado para la creación artística.
“El arte es ajeno al espíritu de las mujeres, pues esas cosas solo pueden realizarse con mucho talento, cualidad casi siempre rara en ellas”, había escrito Boccaccio. Un pensamiento que repitieron una y otra vez a lo largo de los siglos muchos hombres ingeniosos. (Y sospecho que un tanto misóginos.)
Todas esas mujeres fueron reales. Existieron. Pintaron o esculpieron. Y triunfaron. La gran pregunta es por qué no aparecen en la mayor parte de los libros de historia del arte. Y por qué no vemos sus obras en los museos. Supongo que la respuesta la tienen los hombres que, mayoritariamente, han ejercido como historiadores, críticos y conservadores hasta tiempos muy recientes. Ellos, defensores conscientes o inconscientes del androcentrismo en la cultura, han relegado a las escasas artistas históricas al olvido. Han omitido sus nombres en sus estudios, han arrumbado sus cuadros en los depósitos o los han colgado en los rincones más oscuros de las salas.
Y a veces, los han expuesto bajo los nombres de grandes maestros, por supuesto varones: sin ir más lejos, en el Museo del Prado han “aparecido” en los últimos años dos espléndidos retratos de Sofonisba Anguissola y uno más que se le atribuye, cuadros que siempre se habían considerado obras de otros pintores.
Sí, ya sé, ya sé, el eterno recelo: es cierto que ninguna de ellas llegó a ser Leonardo o Velázquez o Goya. No hubo ningún genio entre esas pintoras. Pero quienes afirman eso suelen olvidar que su número fue mucho menor que el de los hombres, su lucha mucho más intensa y probablemente su autoestima infinitamente más débil. Y que, desde luego, tampoco la mayoría de los artistas masculinos que aparecen en los manuales de historia del arte y que cuelgan en los museos fueron Leonardo, ni Velázquez, ni Goya. Y, sin embargo, ahí están. Visibles y recordados, aunque no fueran los mejores, mientras ellas descansan todavía, en buena medida, en el limbo —tan femenino— de la inexistencia.
Ángeles Caso es licenciada en Historia del Arte y escritora, autora del ensayo Las olvidadas. Una historia de mujeres creadoras.
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