Estudiar mujeres en época de crisis pudiera ser el único modo de entender los momentos de mayor florecimiento de la cultura femenina en Cuba. Parece ineludible establecer una relación directa entre las sucesivas etapas de crisis y la explosión de creatividad de las cubanas, con su consiguiente visibilidad en el campo cultural. Si repasamos la historia, es fácil ver cada momento en que la crisis (económica, social, política), con su complementaria pérdida de gobernabilidad, proveía el escenario perfecto para el lucimiento de la creación femenina. Quizá no sea la ruptura de lazos y el olvido de deberes usuales en los procesos de cambio —procesos durante los cuales, inevitablemente, surgen o se crean nuevos lazos o se agudizan viejos deberes— la causa fundamental de la productividad literaria de las mujeres en esos períodos, quizá se trate más bien de cambios en los niveles de interlocución social, en las apelaciones familiares y nacionales, en la carencia o discontinuidad de proyectos colectivos centrados, con un objetivo común. Las crisis suelen desatar la búsqueda de caminos individuales o relanzar los vínculos de cooperación entre grupos, y, al mismo tiempo, crean espacios de libertad inhabituales por la falta de control de las clases o grupos dirigentes. Cada vez que el país atraviesa un momento difícil, la vigilancia patriarcal flaquea. En los resquicios de esas estructuras, en los espacios antes negados y entonces repentinamente disponibles, habría que explorar el alimento de la profusa presencia pública de las mujeres en tales momentos de la historia cubana.
Justo el 24 de febrero de 1895 entraba en circulación un número monográfico de El Fígaro, quizá la revista cultural más importante de su época, dedicado a exaltar músicas, pintoras, poetisas, científicas y pensadoras del país. El potente y conmovedor editorial del número, firmado por Aurelia Castillo de González, lanzaba un grito esperanzado: “Esperemos”1 Si Gertrudis Gómez de Avellaneda había conmovido a la sociedad y provocado a los censores con su paralelo entre la esclavitud de los negros y la sujeción de las mujeres; Castillo de González va aún más lejos: reniega de la familia porque, aunque “como ideal, es bella; en la práctica no ha dado buenos resultados” y confiere a las carencias educativas de las mujeres los errores transmitidos luego en la educación de los hijos, además de señalar las consecuencias incluso criminales de la perpetuidad del matrimonio. Establece también un vínculo con quienes defienden los derechos de las mujeres en otros países y da cuenta de las dificultades que estas han tenido para desarrollar sus capacidades intelectuales y artísticas en una sociedad que, las más de las veces, les niega ese derecho.
Como ha ironizado Luisa Campuzano, “la publicación de este número justo el mismo día en que comienza la guerra que transformará en poco tiempo las vidas de todas y cubrirá de otras fotos las páginas del semanario”2 canceló toda posible repercusión contemporánea de ese esfuerzo. Sin embargo, la crisis, bajo la forma de la guerra colosal contra el poder colonial, propició la participación de las mujeres en estructuras de lucha y discusión de derechos que luego volvería a manifestarse con fuerza tremenda, una vez instaurada la república, en las numerosas organizaciones femeninas creadas para defender los derechos de las mujeres y divulgar su producción cultural y científica. La revolución antimachadista encontró a las cubanas organizadas y actuantes; habiendo realizado ya dos congresos femeninos y discutidos derechos importantes como los del divorcio y los hijos ilegítimos; en esa década también puede encontrarse un despertar de la narrativa femenina, muy comprometida con el destino social de las mujeres y con las luchas sociales llevadas a cabo. La narrativa femenina de esos años incluye novelas como La gozadora del dolor (1922), de Graziella Garbalosa, El triunfo de la débil presa (1926) y La vida manda (1929), de Ofelia Rodríguez Acosta, todas centradas en la discusión de los derechos femeninos y en la representación, muchas veces problemática, de una feminidad liberadora, deseada y, casi siempre, irrealizable. Los temas afines al feminismo, lo mismo que la creación literaria de las mujeres, estarían presentes por esos años en las más notables publicaciones: Bohemia, Carteles y Social.
De crisis en crisis, llegamos a los 50, en esa década aparecerán Jardín. Novela lírica (1951), de Dulce María Loynaz, y Romelia Vargas (1952), de Surama Ferrer,3 y otra vez la crisis parece asociarse a momentos de esplendor de la narrativa femenina y a la creación de heroínas poco comprometidas con las normas sociales al uso. Lo mismo pasará en los primeros años de la Revolución; ese momento de excepcional libertad fue magníficamente aprovechado por las narradoras cubanas: Las fábulas (1962), de Ana María Simo; Cuentos para abuelas enfermas (1964), de Évora Tamayo; La reja, de María Elena Llana; Memorias de un decapitado, de Ángela Martínez (ambos de 1965) y El castigo (1966), de Esther Díaz Llanillo, son algunos de los libros que vieron la luz en esa década. Cada vez que se resquebraja un poco el pacto social, y, por consiguiente, el control patriarcal sobre el universo femenino, ahí aparecen voces de mujeres para aprovechar esos espacios de libertad. Aquellos primeros años de la Revolución fueron especialmente productivos en este sentido.4 Muchas de esas narradoras quedarían silenciadas por largo tiempo, salvo excepciones, como la muy meritoria de Dora Alonso, cuya novela Tierra inerme resultara premiada por Casa de las Américas en 1961 y quien publicara, además, varios libros de cuento, desde 1966, con Ponolani, hasta 1989, con Juega la dama. Ya en los 70, aparecieron Todos los negros tomamos café (1974) de Mirta Yáñez, y Alánimo, alánimo (1977), de Rosa Ileana Boudet y en 1980, La Habana es una ciudad bien grande, de la propia Yáñez, quien publicaría varias colecciones de cuentos, luego reunidas en Narraciones desordenadas e incompletas (1997). Evidentemente, las condiciones de vida de la mujer cubana habían cambiado significativamente. Su incorporación masiva a las labores públicas, la educación y el empleo transformaron enormemente su panorama vital; en estos años la narrativa femenina fue estableciéndose, poco a poco, como una eficaz aunque aún escasamente visible representante de la producción literaria cubana. Otras autoras —como Aida Bahr, con Fuera de límite (1983), Hay un gato en la ventana (1984) y Ellas de noche (1989) y Olga Fernández, con Niña del arpa (1989)— continuaron abriendo brecha en el paisaje narrativo de la Isla. De esa década es también la antología Las mujeres y el sentido del humor (1986), que reunía cuentos humorísticos de escritoras cubanas. En los años 90, a los cuales se dedica este libro, la narrativa femenina cobraría fuerzas con la aportación de las jóvenes integrantes de la generación de narradores bautizada por Salvador Redonet como “novísimos”, aunque no solían reconocerse los valores de las narradoras con tanto entusiasmo como las de sus coetáneos varones. Una muestra bastante lamentable de esa percepción es la antología Fábula de ángeles y su correspondiente prólogo, donde la contribución de las jóvenes escritoras se minimiza.5 Las escritoras que asomaban a la vida literaria entonces continuarían trabajando y, con el paso de los años, la narrativa femenina cubana conseguiría erigirse como una de las más vitales de esa etapa. En los 90 las narradoras echarían abajo todo tipo de mitos, y responderían a la exclusión de las antologías previas con la afirmación propia, una afirmación catalizada, sin dudas, por la antología de Mirta Yáñez y Marilyn Bobes, Estatuas de sal (1996), donde se reunía no solo la obra narrativa de autoras contemporáneas, sino muestras del trabajo de las precursoras y estudios sobre la tradición literaria femenina cubana. Ese gesto, que escarbaba en el pasado y apuntaba hacia el futuro, fue decisivo en el asentamiento de la comprensión de una producción habitualmente ignorada por los juicios previos o coexistentes sobre la narrativa cubana. Para la percepción de la escritura de las mujeres como un corpus producido y recibido en condiciones diferentes a las de sus compañeros de generación, la publicación de Estatuas de sal, junto con la labor desarrollada por críticas feministas en las distintas publicaciones periódicas, fue crucial. En esa década varias revistas dedicaron números monográficos a la literatura femenina: Casa de las Américas, Revolución y Cultura, Temas y Unión fueron de las primeras.
Cuando una piensa en el espacio amplísimo y diverso ocupado por las narradoras cubanas hoy, no puede menos que recordar aquella impresionante emergencia —fruto de la acumulación y, por supuesto, de la crisis— de los años 90. La década más reciente, copiosísima en libros de autoría femenina, ofrece suficientes elementos de juicio para evaluar el cambio.
Este estudio de Helen Hernández Hormilla sobre la narrativa de los 90 y el modo en que las narradoras cubanas fueron aportando imágenes de mujer al catálogo siempre incompleto de figuraciones de sí mismas, no obvia el proceso de acumulación progresiva que he venido refiriendo. De ahí su interés primero. A pesar de dedicarse al análisis de la narrativa de los 90, el libro va recorriendo el proceso de formación y desarrollo no solo de una conciencia de la diferencia femenina, sino también de las formulaciones teóricas o interpretativas de la narrativa femenina previa a la estudiada en profundidad por ella. El libro de Helen es, pues, una manifestación clarísima de la productividad de esa acumulación, lo mismo que lo son las creaciones narrativas de las autoras de los 90. El esfuerzo de la estudiosa es enorme: su aplicación a la búsqueda de antecedentes, al establecimiento de cuáles préstamos conceptuales puede utilizar beneficiosamente para su indagación, amplían el alcance de su análisis, pues, por un lado, esclarece el uso que hará a continuación de ciertos conceptos y, por el otro, historia una tradición de escritura de las mujeres que no solo se ciñe a la producción narrativa sino que, con un amplio cuerpo referencial, da cuenta de las interpretaciones precedentes y de los aportes realizados por un grupo de estudiosas cuyas contribuciones son ineludibles a la hora de intentar un estudio de la narrativa de las cubanas y de la situación de la mujer cubana en la sociedad actual.
El cruce entre literatura y sociología resulta muy provechoso en la búsqueda de esas “imágenes de mujer”, testimonio de la realidad vital de las autoras y sus dobles. La propuesta de nuevas feminidades, la liberación de tabúes sexuales y de comportamiento social, la transición de un “ser para los otros” a un “ser para sí”, sin eludir los conflictos que tal pasaje puede provocar, son la demostración práctica de un cambio de perspectiva que Hernández Hormilla logra percibir y describir con nitidez, no solo en el análisis específico de los textos en cuestión, sino también con la apoyatura de las opiniones y relatos testimoniales de las autoras estudiadas. Explicar el texto desde sí mismo, indagar en él, es un ejercicio de imaginación, y en esta exploración la imaginación y la sensibilidad de la lectora se apoya en expresiones de las propias autoras, incluso contradictorias, acerca de sus objetivos, sus obsesiones, su percepción afirmativa o no de la especificidad de la escritura femenina.6 La serie de entrevistas realizadas paralelamente, que verán la luz próximamente en volumen aparte; sirven aquí como elementos contrastivos o reforzadores de cada descubrimiento, de cada revelación.
En ese diálogo con las autoras y sus textos, Hernández Hormilla construye una imagen varia y perspicaz del lugar de las mujeres, basándose en estudios sociológicos, en estadísticas, va dibujando el cambio real y la percepción de ese cambio en la narrativa de las autoras estudiadas. Esa “mujer nueva” que se perfila y se esconde en los textos revisados, las cumplidoras de roles ajenos a un ideal de liberación, las soñadoras de espacios donde “otro modo de ser”, como quería Rosario Castellanos, es posible, son visiones que se acompañan y se enfrentan en la lectura propuesta por este libro.
Estudiar la representación de la mujer en tiempos de crisis, a partir del testimonio de voces muchas veces en crisis ellas mismas, es un objetivo cumplido con creces y dinamismo en esta incursión en la escritura de los 90. Hay que agradecer a su autora la dolorosa sinceridad y la percepción del conflicto entre lo deseable y lo real, entre la versión ideal de la escritura y la realidad de esa realización textual, establecida en el productivo diálogo reseñado aquí entre la narrativa de ficción y las entrevistas concedidas a Helen Hernández Hormilla por las diferentes narradoras cuya obra se estudia en este libro. Sin eludir desavenencias u objeciones, Helen recorre con inteligencia y sensibilidad la obra publicada por Nancy Alonso, Aida Bahr, Marilyn Bobes, Laidi Fernández, Mylene Fernández Pintado, María Elena Llana, Karla Suárez, Anna Lidia Vega Serova y Ena Lucía Portela, como las voces narrativas más sobresalientes de la década. La opción es reseñar y compendiar valoraciones anteriores y, sirviéndose de ellas, armar el curso histórico de los personajes femeninos en la narrativa de las cubanas. Reconocer la variedad de esos “paradigmas en conflicto”, como los llama, es labor rigurosa y útil, pues anuncia e impulsa la necesidad, que percibimos como más apremiante luego de la clarinada de Mujeres en crisis, de un estudio total de la narrativa femenina cubana, uno que dé cuenta de adelantos y retrocesos, que hurgue en las contradicciones entre la escritura y la convicción, cuando las haya, y que consiga establecer con sinceridad y valentía los valores de esa producción en el ámbito de la literatura cubana, y las causas de su exclusión o menosprecio iniciales y de su presencia cada vez más notoria en el escenario público, así como de la pervivencia de ciertos prejuicios que aún algunas autoras asumen sin sonrojo.
Mujeres en crisis es, pues, anuncio y reclamo de una labor pendiente. Helen Hernández Hormilla, desde su juventud y su pasión, ha demostrado aquí, ejemplarmente, la urgencia de tal empeño.
Prólogo del libro Mujeres en crisis. Aproximaciones a lo femenino en las narradoras cubanas de los noventa. Publicaciones Acuario. Centro Félix Varela. La Habana, 2011, Pp. 15-21
Notas:
1- Parece inevitable percibir en ese mandamiento, los ecos de otro, igualmente comprometido: “Laboremus”, la consigna que, lanzada por Merchán, se convertiría en grito de guerra (trabajemos por la libertad de Cuba) y daría a luz al calificativo de “laborantes” con que los españoles designaban a los criollos opositores al régimen colonial. En ese contexto, el texto de Castillo de González puede leerse también como grito de guerra.
2- Luisa Campuzano, “Casi dos siglos... y nada”, en Las muchachas de La Habana no tienen temor de Dios... Escritoras cubanas (s. XIX-XX). La Habana, Ediciones Unión, 2004, p. 222.
3- Susana Montero, La narrativa femenina cubana (1923-1958). La Habana, Editorial Academia, 1989.
4- Luisa Campuzano ha estudiado los relatos de las alfabetizadoras como aportes al cuestionamiento de modelos textuales y cánones al uso. Véase “Cuba 1961: los textos narrativos de las alfabetizadoras. Conflictos de género, clase y nación”, en Op. Cit., pp. 118-141.
5- Comenté ese texto, y la presencia de autoras en antologías de cuentos cubanos, en “La doncella y el minotauro”, aparecido en la revista Temas en 1996. Se reprodujo como “La doncella y el minotauro: otra vez sobre la cuentística femenina en la Revolución” en La nación íntima. La Habana, Ediciones Unión, 2008, pp. 148-158.
6- Cfr. Mirta Yáñez, “Feminismo y compromiso. Ambigüedades y desafíos en las narradoras cubanas”, Anuario LIL (Estudios Literarios, 20-23), La Habana, números 36-39, 2005-2008, pp. 122-131.
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