Rebelión El 10 de diciembre de 1948, después del trauma de la II Guerra Mundial, la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) aprobó y proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, un acuerdo entre países de todo el mundo para garantizar los derechos fundamentales de toda persona. No obstante, sesenta y tres años de vigencia no han sido suficientes para proteger y asegurar los derechos humanos de lesbianas, gays, bisexuales y transexuales (LGTB).
Aunque no es nueva, la incorporación de los derechos sexuales en la agenda y el discurso de los derechos humanos es una realidad tímida y reciente. Hasta la Conferencia de Viena (1993), la ONU prácticamente no había abordado en sus documentos cuestiones relativas a la sexualidad. En este caso lo hizo refiriéndose sólo a la “violencia y todas las formas de acoso y explotación sexuales” (art. 18) ejercidas contra las personas, de manera particular contra mujeres y niñas. La Conferencia Internacional de El Cairo (1994) significó un paso adelante al considerar la salud sexual y reproductiva un derecho humano a proteger. Esta incipiente línea de acción se vio respaldada por la Conferencia de Beijing (1995), que en su párrafo 96 establece que: “Los derechos humanos de la mujer incluyen su derecho a tener control sobre las cuestiones relativas a su sexualidad, incluida su salud sexual y reproductiva, y decidir libremente respecto de esas cuestiones, sin verse sujeta a la coerción, la discriminación y la violencia”.
A pesar de estos importantes avances, en las declaraciones e informes de la ONU todavía prevalece un enfoque parcial, limitado e insuficiente de los derechos sexuales. Según la red internacional HERA [1], además del derecho de toda persona a la salud sexual y reproductiva, los derechos sexuales comprenden todo un amplio catálogo de potestades cuyo reconocimiento formal y efectivo se relaciona directamente con la defensa de la “dignidad humana” y los “igualdad de derechos” que el Preámbulo de la Declaración de 1948 menciona. Así, los derechos sexuales incluyen, entre otros, la libre expresión de la propia sexualidad sin ser víctima de discriminación, violencia o coerción por motivo de orientación sexual o identidad de género; el derecho de cada uno a explorar su sexualidad y su cuerpo, sin sufrir la inculcación de miedo, culpa, prejuicios, vergüenza o falsas creencias; el derecho a disfrutar del placer y la sexualidad independientemente de la reproducción y el estado civil; el derecho a tener o no, dentro de un marco de consentimiento y respeto muto, relaciones afectivas y/o sexuales con la persona que se quiera. De este modo, los derechos sexuales pueden definirse, en pocas palabras, como aquel conjunto inalienable de derechos que permiten a las personas tomar decisiones libre y autónomamente sobre la sexualidad de cada quien en cualquiera de sus aspectos (emocionales, corporales, sociales, culturales, etc.).
Aunque no es nueva, la incorporación de los derechos sexuales en la agenda y el discurso de los derechos humanos es una realidad tímida y reciente. Hasta la Conferencia de Viena (1993), la ONU prácticamente no había abordado en sus documentos cuestiones relativas a la sexualidad. En este caso lo hizo refiriéndose sólo a la “violencia y todas las formas de acoso y explotación sexuales” (art. 18) ejercidas contra las personas, de manera particular contra mujeres y niñas. La Conferencia Internacional de El Cairo (1994) significó un paso adelante al considerar la salud sexual y reproductiva un derecho humano a proteger. Esta incipiente línea de acción se vio respaldada por la Conferencia de Beijing (1995), que en su párrafo 96 establece que: “Los derechos humanos de la mujer incluyen su derecho a tener control sobre las cuestiones relativas a su sexualidad, incluida su salud sexual y reproductiva, y decidir libremente respecto de esas cuestiones, sin verse sujeta a la coerción, la discriminación y la violencia”.
A pesar de estos importantes avances, en las declaraciones e informes de la ONU todavía prevalece un enfoque parcial, limitado e insuficiente de los derechos sexuales. Según la red internacional HERA [1], además del derecho de toda persona a la salud sexual y reproductiva, los derechos sexuales comprenden todo un amplio catálogo de potestades cuyo reconocimiento formal y efectivo se relaciona directamente con la defensa de la “dignidad humana” y los “igualdad de derechos” que el Preámbulo de la Declaración de 1948 menciona. Así, los derechos sexuales incluyen, entre otros, la libre expresión de la propia sexualidad sin ser víctima de discriminación, violencia o coerción por motivo de orientación sexual o identidad de género; el derecho de cada uno a explorar su sexualidad y su cuerpo, sin sufrir la inculcación de miedo, culpa, prejuicios, vergüenza o falsas creencias; el derecho a disfrutar del placer y la sexualidad independientemente de la reproducción y el estado civil; el derecho a tener o no, dentro de un marco de consentimiento y respeto muto, relaciones afectivas y/o sexuales con la persona que se quiera. De este modo, los derechos sexuales pueden definirse, en pocas palabras, como aquel conjunto inalienable de derechos que permiten a las personas tomar decisiones libre y autónomamente sobre la sexualidad de cada quien en cualquiera de sus aspectos (emocionales, corporales, sociales, culturales, etc.).
La batalla por dotar de fuerza y sentido a los derechos sexuales debe enmarcarse en el campo de las luchas pacíficas y emancipadoras por la dignidad, la democracia y los derechos humanos en el siglo XXI. Luchar por el reconocimiento de los derechos sexuales es luchar para que la diversidad sexual y afectiva no se traduzca en desigualdad social. Es luchar para evidenciar y erradicar la violencia y discriminación que en el mundo sufren las personas LGTB, una violencia que no sólo es sangrienta, sino también simbólica, verbal, psicológica e institucional.
El heterosexismo, el sistema de códigos, valores y creencias que rechaza, inferioriza y estigmatiza toda forma de comportamiento o relación no heterosexual, impregna la realidad cotidiana. Alrededor del mundo predomina un modelo de sociedad patriarcal, androcéntrica y heterosexista cuyas expresiones más violentas son el sexismo y la lgtbfobia. El heterosexismo está institucionalizado, entre otros ámbitos de la vida individual y colectiva, en el trabajo, la educación, la política, el derecho, el lenguaje, el deporte, la cultura y la religión. Este clima general heterosexista propicia los discursos condenatorios, refuerza las actitudes represivas y legitima los comportamientos discriminatorios (individuales e institucionales) que invisibilizan, prohíben, subordinan, excluyen o degradan a las personas LGTB, revelando la situación de desigualdad estructural en que se encuentran.
Al igual que racismo y el machismo, la lgtbfobia constituye una violación de los derechos humanos que debe ser prevenida y combatida con firmeza.
Considero que, a tal efecto, la inclusión de los derechos sexuales en la agenda de los derechos humanos nos plantea una serie de retos que hay que afrontar. Está claro que los desafíos pueden variar según el país y el contexto de referencia, pero hablo aquí de desafíos generales que sirven para definir los grandes temas y problemas a los que hoy se enfrentan los derechos sexuales en clave LGTB.
El primero es la lucha por la despenalización mundial de la diversidad sexual y afectiva. Según datos de la Asociación Internacional de Lesbianas, Gays, Bisexuales, Trans e Intersex (ILGA), de los más de 190 países que actualmente reconoce la ONU, en al menos 80 de ellos los comportamientos no heterosexuales están perseguidos y castigados. La homosexualidad, por ejemplo, es tratada como un acto delictivo punible con torturas físicas, penas de prisión e incluso, en una decena de estos países (Arabia Saudí, Sudán, Pakistán, Mauritania, Yemen, Emiratos Árabes Unidos, Irán y algunas zonas de Somalia y Nigeria), con la pena de muerte.
En este contexto de violaciones sistemáticas amparadas por legislaciones atroces o regresivas, es urgente que los organismos internacionales (organizaciones supraestatales, conferencias internacionales y organizaciones no gubernamentales) que trabajan en la protección internacional de los derechos humanos) adopten y exijan adoptar medidas de promoción y antidiscriminación.
El segundo reto, no menos imperioso, es la lucha por la despatologización de la transexualidad para facilitar a este sector de la población el ejercicio de sus derechos sexuales y ciudadanos. Es necesario acabar con la tendencia, alentada por la medicina decimonónica, que equipara diversidad sexual con enfermedad, anormalidad y antinaturalidad y desacreditar, en consecuencia, los modelos “terapéuticos” que afirman curar los desórdenes que padecen las sexualidades desviadas de la norma imperante. Por lo general, los discursos patologizantes se apoyan más en el prejuicio que en la realidad y suelen tomar como criterios “científicos” la moralidad dominante. En el caso de la transexualidad, la idea que subyace a su patologización es el presupuesto esencialista de que el género está determinado por el sexo biológico.
El reto de la despatologización pasa, como están haciendo colectivos de todo el mundo, por exigir la retirada inmediata de la transexualidad del CIE-10, la Clasificación Internacional de Enfermedades de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que la incluye en el capítulo relativo a los “trastornos mentales y del comportamiento”, concretamente en el apartado dedicado a los “trastornos de la identidad de género”.
El tercer desafío consiste en potenciar una epistemología emancipadora del cuerpo que reivindique su valor como fuente de (auto)conocimiento, placer y comunicación. Uno de los principales rasgos que marca la historia del pensamiento sexual occidental es el predominio de la epistemología represora y culpabilizadora legada por la tradición platónico-cristiana. En ella, el alma es concebida como la esencia inmortal del ser humano, mientras que el cuerpo, “cárcel del alma” (Platón), es repudiado porque se lo relaciona con la mortalidad, la temporalidad, la instintividad, la emotividad y, en definitiva, con todas las imperfecciones de lo sensible. Esta epistemología lleva aparejada una moral sexual puritana y represiva que desprecia aspectos íntimamente humanos, como los deseos, los sentimientos o las pasiones, entre otras disposiciones afectivas.
En contraste, la epistemología emancipadora aprovecha su potencial liberador para cuestionar y desnaturalizar las normas, conductas, estereotipos y creencias incrustadas en nuestro sentido común por la ideología sexual dominante, que castiga el ser y el amar de otro modo que no sea el heterosexual.
Entre sus principales enseñanzas, y recogiendo muchas de las reivindicaciones contenidas en los derechos sexuales LGTB, se encuentran:
Frente a la sexofobia y la repugnancia del cuerpo, el reconocimiento positivo del ser humano como un ser sexual y corporal.
Frente a la ubicación de lo sexual en el ámbito de lo patológico, lo prohibido, lo diabólico o lo pecaminoso, el disfrute de la sexualidad como una experiencia gratificante, siempre que se realice en un contexto libre de coerciones y opresiones.
Frente a la culpa y la represión, la desculpabilización y dignificación del placer corporal y sexual. Con relación al cuerpo, la epistemología emancipadora se aleja del cuerpo-cárcel y se acerca a la idea del cuerpo “eléctrico” soñado por Whitman [2], donde cuerpo y alma están armónicamente unidos y cada parte del cuerpo, sin excepción, merece ser objeto de cuidado y cariño: “El seno, los pechos, los pezones, la leche del pezón, las lágrimas, la risa, el llanto, las miradas de amor, la amorosa inquietud, las erecciones. […] Afirmo que estas cosas no sólo son los poemas del cuerpo, sino también del alma”. Respecto al placer, un poco más tarde, a principios del siglo XX, Freud, que dio énfasis al estudio de la sexualidad en la psicología, nos enseñó la importancia que tiene la satisfacción de los impulsos sexuales y recordó las consecuencias de reprimirlos (conflictos psicológicos, ansiedad, neurosis…)
Frente a la valoración de la sexualidad exclusivamente en su vertiente reproductora, su reconocimiento como vía de maduración, goce y conocimiento interpersonal.
Frente a la exclusividad heterosexual, el reconocimiento y respeto por las diversas maneras de vivir y expresar la sexualidad. No hay sexualidades ilegítimas, prohibidas o heréticas obligadas a recluirse en la soledad y oscuridad del armario, porque el armario es una imposición del heterosexismo, no una elección.
El cuarto reto, estrechamente vinculado al anterior, es la construcción de nuevas masculinidades, puesto que tampoco hay una única y legítima forma de experimentar la masculinidad y la feminidad. Ello implica demoler el canon de la masculinidad hegemónica, que en términos generales refuerza la heterosexualidad masculina y sus privilegios, relacionándola con el espacio público, el poder político y económico, la fuerza física, la racionalidad calculadora, la competitividad y la neutralidad emocional, entre otras características. La reproducción social de la masculinidad tradicional es un caldo de cultivo para conductas contrarias a la igualdad, como el machismo, la misoginia, la violencia de género y la lgtbfobia. La construcción de masculinidades alternativas pasa necesariamente por generar y adoptar estrategias reflexivas, políticas y educativas de apoyo a la antidiscriminación y a los derechos sexuales LGTB.
El quinto y último desafío es la promoción de nuevas alianzas entre las redes, plataformas y movimientos que luchan por la emancipación sexual femenina y LGTB, pero también entre los diferentes movimientos que comparten luchas emancipadoras. Vivimos en la época de la globalización neoliberal, que mercantiliza la vida y globaliza el poder patriarcal-heterosexista, un hecho que exige pasar de una política de movimientos a una de intermovimientos.
La idea de los derechos sexuales es lo suficientemente potente como para reforzar las conexiones entre grupos (feministas, por los derechos las personas LGTB, varones defensores de la igualdad, grupos por la salud sexual, entre otros) y evitar que trabajen de manera fragmentada. Además, las nuestras son identidades múltiples y entrecruzadas (mujer trabajadora, madre y lesbiana, por ejemplo), de manera que las coaliciones de movimientos sociales que colaboren y dialoguen entre sí son fundamentales. Ya nos lo enseñó La bola de cristal, el emblemático programa televisivo: “Solo no puedes, con amigos sí”.
Queda un largo camino por recorrer para alcanzar la transformación mental y social sin la cual la igualdad efectiva de las personas LGTB seguirá siendo una utopía. Sin embargo, muchos de estos retos ya están en marcha. Pensemos en los logros que en los últimos años se han producido en distintos países del mundo en materia de legislación pública sobre diversidad afectiva y sexual. Ahora se trata de no recular y seguir avanzando, lo que abre espacio para imaginar y trabajar por futuros alternativos en los que, como dice Boaventura de Sousa Santos, la diversidad no signifique desigualdad.
Notas
[1] Siglas de Health, Empowerment , Rights and Accountability.
[2] “Yo canto al cuerpo eléctrico”, en Hojas de hierba.
Artículo original del 9 de enero de 2012.
Fuente:http://ateneuperemascaro.org/documentacio/informes/papers-de-l-ateneu-numero-1.html
Antoni Jesús Aguiló es investigador del Núcleo de Estudios sobre Democracia, Ciudadanía y Derecho (DECIDe) del Centro de Estudos Sociais de la Universidad de Coimbra (Portugal).
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