Al mismo tiempo que el aparejador orquesta paleta, masilla y plano y el promotor imagina piscina, zonas verdes y clientes; el administrador local dibuja impuestos y el recién aterrizado a las calles, aún sin equipar, imagina un sábado de barbacoa dorando chorizos y chocando decenas de copas de lambrusco y cerveza.
Si el aparejador se llama Yolanda, tendrá problemas para hacerse respetar. La cuadrilla le transmitirá en cada comentario, mirada, que es un perro verde en “un mundo de hombres” y cuestionará su autoridad o será tratada como una niña con un polo de limón. Si el promotor responde al nombre de Patricia, vestirá falda y se maquillará cada mañana a petición de su jefe, acercará a Jaime y Lorena (sus hijos) hasta el colegio cada mañana, les recogerá a la una para darles el almuerzo, les conducirá de vuelta a las tres y a las cuatro y media, le recordará a Anita (también mujer) que debe llevarlos del colegio a casa y acompañarlos hasta que ella cierre la oficina y llegue a eso de las nueve y media.
Olivia, la alcaldesa de nuestra localidad imaginaria de 56.589 habitantes recibirá todo tipo de pseudoargumentos por parte de la oposición, sus conciudadanos y compañeros de partido, que polemizarán continuamente sobre su papel como gerente municipal y su valía para decidir este tipo de cuestiones. Por último, Silvia quien sueña con un chalet con piscina y el sol pegándole en las mejillas, tendrá que enfrentarse al “mujer, pero cómo te vas a ir a vivir sola” y a una hipoteca imposible de pagar con su sueldo un 25% más bajo que el del resto de sus compañeros.
Y ésta es la cara más agradable, la de los países enriquecidos. Analfabetismo, mutilación genital, matrimonios forzados, violaciones sistemáticas, sometimiento a la autoridad masculina, exclusión de la educación formal, pobreza… y un esparadrapo en la boca: condena al silencio bajo amenaza de muerte, paliza o ridiculización, son las realidades cotidianas de millones de mujeres en todo el mundo.
Retiradas en grandes edificios de piedra, aisladas por sus familias, su honra o su educación ultracatólica, pero también refugiadas en espacios monasteriales; autoras como Úrsula Suárez (1666-1749), Francisca Josefa de la Concepción del Castillo (1671-. 1741) o Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695), fueron capaces de traspasar por primera vez durante los siglos XVI y XVII el telón de acero del acallamiento de las mujeres en el mundo literario. Víctimas de la Ley de la imitatio, un principio artístico y un requisito para todas ellas, lograron convertir su subyugación al género hagiográfico, en un espacio alternativo de creación, de legitimación y superación del censor vigilante.
La literatura conventual se sirvió del cuerpo, recipiente del sexo maldito (el de la mujer), como superficie artística. A través de la exaltación del dolor y del goce por el contacto con dios, reivindicaron su derecho al placer y crearon un lenguaje específicamente femenino. Herederas por mandato del hombre de la vida de los santos, trasgredieron los límites de sus censores, reivindicando y legitimando su “yo”, su identidad subjetiva, gracias a su posición como responsables de la escritura divina.
Cinco siglos después es imposible afirmar que la figura de la mujer sea referencia en la literatura, así como tampoco lo es la voz del indígena o el negro. A día de hoy, tal como señala Sofía Rosales en El Arte tiene sexo (1987), todo lo que la humanidad conceptúa como arte es solamente la opinión de los hombres y el lenguaje sigue siendo instrumento de poder y dominio masculino. La mujer literata continúa tras los barrotes de la mitificación femenina, lo que le obliga a enfrentarse a sus falsas imágenes, rechazarlas, y empezar a crear su verdadero rostro. (Trejo, 2011).
Las mujeres, obligadas a alcanzar los números de los hombres cuya experiencia en el mundo editorial aventaja considerablemente a la de las mujeres, son víctimas, por un lado, de la presión social de seguir el parámetro masculino (también en la creación), y por otro, del mercado que sobrestima las ventas en detrimento de la calidad, lo que conduce a que muchas autoras compitan, incluso deslealmente, por el pequeño espacio abierto a la literatura escrita por mujeres, o a que éstas imiten los tópicos o estilos hegemónicos en las librerías, en los que priman la voz masculina o la falta de originalidad.
Lograron convertir su subyugación en un espacio alternativo de creación y superación del censor vigilante.
No debemos olvidar que la palabra impresa, y por consiguiente la literatura, posee un valor simbólico y estratégico. Dentro de la cultura occidental la tradición del pensamiento etnocentrista otorga un valor desmesurado a la palabra escrita como portadora de la verdad incluso aún hoy en una sociedad claramente multimedia. La palabra impresa tal y como señala Postman se supone que es producto de la reflexión del autor y que ha sido revisada por él, por autoridades y por editores (Postman, 2001).
Como práctica social, la creación literaria es producto de la interacción entre las estructuras y las relaciones sociales. Estas estructuras dan forma al discurso literario que al mismo tiempo incide sobre ellas, fortaleciéndolas o cuestionándolas. La literatura, al igual que todo discurso social, posee un orden que radica en el poder y la autoridad de quienes la crean, que se proyecta y provoca desigualdad entre los diferentes actores. Descubrimos así un orden que se asienta sobre un principio de desigualdad entre hombres y mujeres creadoras, lo que explica por qué junto a discursos autorizados, encontramos discursos des-autorizados, frente a discursos legitimados, discursos des-legitimados, frente a discursos dominantes o mayoritarios, discursos minoritarios (Rueda, 2003). Sus significados, en consecuencia, son sólo una abstracción más de acciones sociales reales acaecidas en situaciones sociales (Van Dijk T. A., 1990), las que reproducen la desigualdad social hombre-mujer también en otros espacios cotidianos.
Todo discurso, como práctica discursiva, se enmarca en un contexto determinado, un tiempo y un espacio dentro del cual se comporta como una praxis más que facilita la realización de otras prácticas sociales (valorar, conversar, etc.). Dentro de esta situación se desenvuelve en función de unas normas sociales y las formas que el tiempo y el espacio le marcan, produciendo y reproduciendo el contexto social al que pertenece y las relaciones que se establecen entre los diferentes actores sociales (Fairclough, 1992).
Del mismo modo, dentro del discurso literario se proyectan los conflictos de interés de los distintos grupos sociales que compiten entre sí con el objetivo de intervenir sobre la producción, recepción y circulación de los discursos tratando de moldearlos en función de sus propios intereses. Esta competencia lo convierte en un ámbito de lucha para controlar o, incluso, apropiarse de este capital simbólico, que […] contribuye a estructurar, ejercer y deificar las relaciones de dominación y subordinación entre los grupos (Rueda, 2003). Dentro de él se incrementa la asimetría en las relaciones sociales entre hombres y mujeres, construyendo además una representación hegemónica, la masculina.
La literatura como discurso social posee un orden que radica en el poder y la autoridad de quienes la crean, que se proyecta y provoca desigualdad entre hombres y mujeres.
El discurso como práctica social produce y reproduce, y en ocasiones modifica, el contexto en el que se desarrolla, pero estas interacciones son, como se apuntó anteriormente, esencialmente asimétricas. La producción del discurso, como señaló Bourdieau (1978), está controlada por determinados grupos que imponen el uso de determinadas lenguas sobre otras, deniegan o limitan la circulación de ciertos discursos, admitiendo sólo aquellos autorizados o legitimados por ellos mismos, que se convierten en el origen de lo enunciado mientras otros son silenciados.
Dicha asimetría se explica por el contexto inmediato, por las estructuras y el orden social y cómo son gestionados los recursos económicos, simbólicos y lingüísticos. El poder del discurso reside, por lo tanto, en la capacidad de hacer predominar una formación ideológico-discursiva(Fairclough, 1995), facultad que es mayor en las personas que poseen un determinado estatus basado en la desigualdad imperante dentro de los derechos y obligaciones pragmáticas y discursivas (derechos de turno, de evitar silencios o interrupciones, etc.) (Álvarez Benito, Íñigo, López Folgado, & Rivas Carmona, 2003).
La ideología se convierte entonces en el equivalente cognitivo del poder, convirtiéndose en productora del “conocimiento social”, de lo que los individuos interpretan como “lo natural”, la identidad, los valores o los recursos de su vida cotidiana (Van Dijk, 1997). Este poder ideológico capaz de proyectar particulares como universales o de sentido común (Fairclough, 1989), es el elemento fundamental para aquellos que pretenden ejercer su influencia a través del discurso, intención que no suele estar representada en elementos explícitos dentro del texto, pero que subyace en los modelos posteriores de interpretación lectora.
El canon literario que durante siglos y aún hoy, cerró sobre las narices de miles de autoras su puerta, actúa como sustento de la historia oficial, y por consiguiente, del orden del discurso literario y del discurso social. Este canon blanco, masculino y etnocéntrico, oprime con sus directrices a los sujetos censurados, entre ellos, las mujeres, a las que obligó a perder sistemáticamente su identidad censurando su propia literatura y provocando la fragmentación de su identidad colectiva (Russell, 1999).
El canon ha de ser revisado, integrando en él la visión durante siglos marginada, incluyendo temas “prohibidos” como la sexualidad de la mujer, la denuncia de la opresión o la búsqueda de la identidad.
Esta censura mantiene en el centro del debate los textos masculinos, establece una identidad esencialista de la creación de la mujer a partir de la cual se analiza su obra de manera superficial, menospreciándola o desprestigiándola, e impide que la mujer como sujeto histórico social posea un espacio en la literatura.
Por lo tanto, hoy más que nunca si queremos avanzar en la justicia social, ya sea de géneros, etnias o socioeconómica, resulta esencial deconstruir el concepto de mujer también en la literatura, ya que el conocimiento y la realidad social se construyen discursivamente.
El canon ha de ser revisado, integrando en él la visión de media humanidad durante siglos marginada, incluyendo temas “prohibidos” como la sexualidad de la mujer, la denuncia de la opresión, la búsqueda de la identidad, o el proceso de escribir como mujer en las sociedades antiguas y la contemporánea. Es necesario comprometerse con la destrucción de los estereotipos temáticos y formales, la mujer creadora ha de ser juzgada por sus propios méritos y ha de ser agente de su propia significación como sujeto político que autorrepresenta su identidad.
Poco a poco y gracias al trabajo de hombres y mujeres comprometidos con la igualdad nos vamos alejando del mito de ser mujer, sin embargo, debemos recordar y siempre tener en cuenta, la doble alteridad de la mujer latinoamericana, africana o asiática, la lucha por la vida, la denuncia y protesta que su voz anticolonialista tanto económica como culturalmente representa, y crear una literatura que desarrolle una lengua común antipatriarcal, porque sin ella no se puede comunicar ni rebelar, porque la capacidad para cambiar voluntariamente la historia pasa por la emancipación.
1 comentario:
Artículo publicado en la revista on line APARTEMAGAZINE.ES.
Link: http://www.apartemagazine.es/2011/07/y-un-esparadrapo-en-la-boca/
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