La pobreza, la inequidad, las leyes migratorias de doble discurso y la perversión de los clientes hacen aumentar de manera explosiva y global la trata de personas y el trabajo esclavo.
Desde su metro ¿ochenta centímetros? de altura, la nena le sonríe a esa mujer morena que la mira. La nena vende, la mujer compra: elefantitos de madera, elefantitos de plástico, baratijas. Mae Sot, Tailandia. La mujer se agacha, acaricia la mejilla de la nena. La nena se estira, devuelve la caricia. Una voz masculina corta la magia: “Guadapochion”, entiende la mujer. ¿Qué? Es amable la voz, insiste: “Guadapochion”. La mujer, que hace rato viaja por Asia, descifra: “Want adoption?” (¿La quiere adoptar?). No alcanza a preguntar cuánto cuesta la nena: acaso algo más que los elefantitos.
Misma mujer, ahora en Tokio. Una chica colombiana –una colombiana en Tokio– saca de su bolso una libretita con dibujos de Hello Kitty. Anota, entre los dibujitos, a cuántos “clientes” ha atendido desde que la capturó una red de trata. Son once meses de prostitución forzada, son –la libretita es precisa– 1.320 hombres.
La mujer morena se llama Lydia Cacho y lo sencillo sería decir “es periodista” o “es una activista por los Derechos Humanos”. Sería sencillo y, además, sería cierto. Pero insuficiente: Cacho es periodista y activista, todo junto y mezclado. Como tal, hace unos años investigó la mafia de la pederastia en su país, México, y llegó hasta importantes personajes públicos. Metió la nariz en el negocio del sexo y encontró la complicidad de parte de la clase política. Activista: la explotación sexual no le parecía “normal”, no era para ella un dato de la naturaleza. Periodista: dio nombres y datos. Nada de esto fue gratis para ella.
Ahora, Cacho salió a recorrer el mundo detrás de las redes de trata de personas. Un 79 %, dirá, para el negocio del sexo. Un 18 %, para trabajo esclavo. Un tres, para servidumbre doméstica, matrimonio forzado y extracción de órganos.
Para ver el funcionamiento del negocio, se vistió “de prostituta” y se metió en bares de citas; habló con miembros de fuerzas de seguridad que encubrían a los cafishios y con otros que los combatían, interpeló a los clientes y escuchó a las víctimas.
Todo eso terminó en Esclavas del poder, un libro que acaba de salir en la Argentina (editó Debate) y que Cacho presentó en diciembre en la Feria del Libro de Guadalajara. Allí conversó con Clarín.
¿Cómo era el disfraz de prostituta? Pues eran unos tacones infames, como de acrílico, medias largas … Para entrar a los centros nocturnos de México, los de alto nivel, medias como de red, minifalda, unas blusas súper pegadas, como de una tela medio poliéster brilloso, una peluca … y el maquillaje.
¿La entrevistaban para darle el trabajo? No, no, no, yo no me metí a trabajar. Lo que hice fue ir con amigos, que como son hombres tienen pasaporte. El primero fue el más difícil. En la entrada nos paró un tipo y nos preguntó qué íbamos a hacer ahí. Me miraba como “ésta viene de otro lado”. Le dijimos que íbamos a buscar a alguien para un trío, y ya nos dejó pasar como si nada.
¿Qué vio ahí? Lo que pude hacer fue hablar con los clientes. De pronto tienes al español, al norteamericano y al alemán, que están plática y plática, encantados de la vida, con mujeres a las que tienen que pagarles para que los escuchen, para que estén con ellos, pero ellos están absolutamente convencidos de que son los más guapos de la región. Y entonces les pregunto: “¿Por qué les gustan tanto las latinas? Ellos estaban emocionados diciendo: “Es que las latinas son más dulces, más obedientes, más sumisas”. Hasta que uno dijo: “Es que las norteamericanas nos jodieron la vida a los hombres, las feministas están destruyendo el mundo”. ¿Por qué? “Pues porque resulta que las mujeres creen que tienen derechos en la cama, que nos pueden decir lo que les gusta, que nos pueden dar órdenes, que somos iguales”.
La igualdad no erotiza.
Estos hombres te hacen preguntarte qué pasó de noche con el movimiento feminista. Pues: no tocó a los hombres. El machismo ha quedado intocado. Ni nosotras ni ellos colaboramos en la construcción de un sistema igualitario, todavía estamos en la fase en que rompimos los esquemas y ya llegamos a ciertos lugares, pero no llegamos al punto de trabajar por la igualdad. Seguimos hablando de la violencia.
En este libro, usted vincula varios elementos: la pobreza, la desigualdad de género, las leyes migratorias, la responsabilidad de los clientes…
La idea fue hacer un mapa global en el que se cubren todos los aspectos. Y eso incluye los menos obvios, como la desigualdad de género, que es como el combustible para que crezca la industria del sexo comercial, que está vendiendo como esclavas a mujeres y niñas en el mundo entero. Para mí era importante también revelar quiénes son los clientes.
¿Por qué? Usted dice que los tratantes siguen las reglas del libre mercado, denuncia a los Estados, al sistema capitalista… ¿El cliente no es el eslabón más débil? Claro, pero en ocasiones están vinculados. El gobernador, el alcalde, el diputado son los clientes. Los clientes son los que aportan dinero a la economía de la trata. Y la trata sexual fortalece la idea de que es aceptable la esclavitud como una respuesta a la pobreza y a la falta de acceso a la educación.
Pero no sólo con fines sexuales…
En el 79 % de los casos, se tratan personas para la explotación sexual comercial. Un 18 % es para trabajo forzado.
¿Y van en la misma dirección, es decir, de los países periféricos a los centrales? Generalmente, cuando políticos o expertos de países avanzados hacen el análisis de la trata de personas dicen “qué barbaridad, los países en desarrollo, qué problemones de Derechos Humanos tienen”. Yo puedo certificar, después de cinco años de dar la vuelta al mundo y documentar cientos y cientos de casos, que el 30 % de los clientes (en general de México, de Guatemala, de Camboya, de Tailandia) son locales, pero pagan entre 5 y 15 dólares por tener sexo con una mujer en situación de prostitución. No tienen, en realidad, muchas opciones para exigir cierto tipo de mujer o de niña; ellos llegan y sobre lo que hay, pagan. El otro 70 % son hombres de países desarrollados que tienen la posibilidad de viajar y de exigir cierto tipo de mujer o de niña.
¿Las encargan? Tengo la grabación de un tratante que le está pidiendo a otro que le traiga una niña de Estados Unidos y otra de El Salvador: dice que las quiere vírgenes y obedientes. Y el otro le dice que sí, pero que le va a costar tres mil dólares cada una. Además de los permisos de conseguir el pasaporte. Y él está dispuesto porque las quiere así.
Con pasaportes legales…
Uno de los problemas más graves que tenemos –después de la pobreza y de la feminización de la pobreza– es el de las leyes migratorias. ¿Por qué? Porque el doble discurso en el tema migratorio está generando estos éxodos de mujeres a todo el mundo. Pueden entrar con permisos laborales, por ejemplo, a Israel. Israel tiene una población de ancianos brutal y necesita cada vez más enfermeras. Entonces, lo que están haciendo es comprar niñas y adolescentes entrenadas para enfermeras en Kirguistán y en Uzbekistán. Pero las compran como esclavas. Y no entran como ilegales. No son las guatemaltecas, que entran como ilegales a México y se hacen pasar por chiapanecas. Las niñas y mujeres kirguistaníes o croatas llegan allá con permisos laborales. Lo mismo pasa en Holanda con las latinas y con las africanas; en España con las africanas; en Kuwait con las niñas de Asia Central. O en Japón con las latinas. Es decir, cuando son “las otras”, a los Estados, a los gobiernos, y particularmente a las policías migratorias, les da exactamente igual.
¿Por qué las llama esclavas, si están legales? No tienen libertad de movilidad; es decir, son como las esclavas domésticas que trabajan por ejemplo en México, con las familias más ricas, niñas que llevan de Oaxaca y a las que les dan permiso para salir sólo unas horas en domingo; trabajan de sol a sol, desde la mañana hasta las once, doce de la noche; no tienen acceso a la educación; si se enferman, si al patrón o patrona, le conviene, entonces la llevará a algún servicio médico de segunda, pero en realidad no tienen derechos de ningún tipo. Y esto sucede en todo el mundo.
Con permisos de residencia.
Hay permisos “de inmigración temporal”. Por ejemplo, tienes a gente de Centroamérica, el Caribe y México, que van a Canadá a trabajar en la agricultura. Y éstos son permisos de inmigración laboral de seis meses, de tres meses, depende de lo que decida el gobierno y lo que necesitan sus agricultores. Entran ahí, trabajan encerrados, en condiciones extremas y abdican de todos sus derechos. El gobierno canadiense lo sabe perfectamente, y después les dice “gracias por cooperar, regrésense a su país”. Y por supuesto, una buena parte de esas personas dicen: “yo no quiero regresar, no voy a regresar a la pobreza extrema, prefiero vivir en esta pobreza miserable como esclavo”. Entonces, esas políticas migratorias están avalando una forma de esclavitud brutal. Están dándole la oportunidad a la gente de tener un trabajo como esclavo.
Volvemos al tema de la pobreza.
La pobreza es más que un campo fértil, es el motor para la siembra de esclavas y esclavos en todo el mundo. Y la complicidad de los gobiernos no se puede negar.
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