En diciembre de 1995 tuve el privilegio de asistir, en representación de Cuba, a los actos que el movimiento independentista puertorriqueño –hablo de todos los partidos, organizaciones y aún de personalidades a título propio, sin distinción--, organizó en San Juan con motivo del centenario de la bandera borinqueña. Asistía en aquella ocasión como director del Centro de Estudios Martianos, responsabilidad académica que ocupé entre 1994 y 1999. La ciudad, tan parecida a La Habana en su arquitectura colonial, y en su gente, me hicieron sentir una experiencia alucinante: por unos días viví en una Cuba capitalista. Podía olvidarme de que estaba en otro país, excepto por un detalle doloroso: la presencia constante en edificios y lugares públicos de la bandera norteamericana.
Conmemorábamos sin embargo el centenario de una bandera surgida en el seno de un Partido creado por Martí para la independencia de las dos islas; una bandera con el mismo diseño que la cubana y los colores invertidos, como si ya entonces se barruntara el destino opuesto de las dos naciones: en la isla de Puerto Rico se aplicaría la solución capitalista más radical, la del coloniaje “autonómico”; en la de Cuba, la resistencia al imperialismo nos conduciría por el único camino que garantizaba la independencia real: el anticapitalismo. La ciudad parecía dormida, indiferente al suceso, hasta que amaneció el día de la conmemoración y ocurrió una transformación radical: miles de banderas puertorriqueñas aparecieron en balcones, ventanas, autos, edificios públicos y privados, aún en la ropa de los transeúntes. El espíritu nacionalista de un pueblo avasallado se redimía en ese acto simbólico.
Hay que recordar que desde 1898 –año de la ocupación norteamericana--, hasta 1952, fue un delito izar esa bandera, que Lolita Lebrón, esa mujer extraordinaria que acaba de fallecer a los 89 años de edad, estuvo 25 años presa en cárceles estadounidenses por desplegarla en el Congreso de Washington al grito de ¡Viva Puerto Rico Libre!, junto a un comando armado integrado por Rafael Cancel Miranda, Irving Flores y Andrés Figueroa Cordero (este último falleció en prisión, antes del indulto presidencial). “¡Yo no vine a matar a nadie, yo vine a morir por Puerto Rico!”, dijo al ser arrestada.
Precisamente, los organizadores de la actividad central por el centenario que se produjo en un teatro de la Universidad de Río Piedras –a la que estábamos invitados intelectuales de Cuba, Haití y República Dominicana--, habían concebido un instante conmovedor: en representación de la isla libre, hube de entregarle (aunque no era yo, sino Cuba, mi falta de méritos ante ella hacía excesivo el encargo) a Lolita Lebrón, representante de la isla aún en lucha, la bandera de Puerto Rico. Así conocí yo a esa mujer que era ya un icono del independentismo latinoamericano, y cuya sola presencia en el teatro despertó extensos aplausos. Después, la visité en su casa. Recuerdo que mantenía con fuerza sus convicciones independentistas. Los muchos años de cárcel habían acentuado, como asidero para la sobrevida, sus creencias religiosas y la habían transformado en una poetisa “cósmica”. En aquella oportunidad me obsequió su poemario Grito Primoroso . Después de aquel encuentro, supe de su activa participación en las protestas contra las maniobras militares y la presencia de la Marina estadounidense en Vieques, y de su reafirmación histórica: “Tuve el honor de dirigir el acto contra el Congreso de los Estados Unidos el 1 de marzo de 1954 –dijo en noviembre de 2000--, cuando nosotros demandamos la libertad para Puerto Rico y le manifestamos al mundo que nosotros somos una nación invadida, ocupada y abusada por los Estados Unidos de Norteamérica. Me siento muy orgullosa de haber actuado ese día, de haber contestado el llamado de mi Patria”. Hoy será sepultada, después de haber sido velada en el Ateneo Puertorriqueño, como heroína de un pueblo que no ha dejado de luchar. Que continúa dando héroes y mártires por la independencia.
Fuente: http://la-isla-desconocida.blogspot.com/2010/08/lolita-lebron.html
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