Hoy 8 de marzo es el Día Internacional de la Mujer. Y como todos los años, algunas celebrarán entre bombos y sonajas, mientras otras permanecerán recluidas entre las cuatro paredes del hogar, ajenas a los discursos y actos que se llevarán a cabo en su honor. Éste es el caso de las mujeres pobres que viven en los países más pobres de este pobre planeta. Me refiero a las africanas que son víctimas de la ablación genital, el desprecio y el olvido.
A estas alturas de la historia, cuando los avances de la ciencia y la tecnología nos deslumbran cada día, es horroroso constatar que anualmente millones de mujeres sufren la mutilación en los genitales, sin considerar los efectos negativos que puede tener en las relaciones sexuales de una pareja. Las “intervenciones quirúrgicas” se realizan casi siempre sin anestesia, con instrumentos que carecen de esterilidad y en un entorno desprovisto de las condiciones higiénicas necesarias.
Según informes de la revista Populi -del fondo de Población de las Naciones Unidas-, esta brutal “operación” es una tradición milenaria que subsiste en varios países del continente africano, donde vive el mayor por ciento de mujeres mutiladas genitalmente del planeta, cuyo total oscila entre 90 y 130 millones de niñas, jóvenes y adultas.
La ablación genital, a pesar de estar prohibida oficialmente en Asia y África, es un ritual indispensable establecido por la sociedad tribal, con el fin de controlar los impulsos sexuales de la mujer, quien, según las normas de determinadas etnias, debe conservar su virginidad hasta el matrimonio, sentirse sumisa y desvalorada ante la supremacía masculina. En países como Somalia, Eritrea, Etiopía, Sudán, Arabia Saudita, Togo y Egipto, casi la totalidad de las mujeres del ámbito rural han sufrido alguna variante de la mutilación en los genitales antes de alcanzar el umbral de la adolescencia.
Esta práctica ritual, contrariamente a lo que muchos se imaginan, se remonta a tiempos muy antiguos. La mayoría de las civilizaciones de Oriente, los hititas, asirios, egipcios y luego los judíos asociaron esta costumbre con la religión y llegó a formar parte de la cultura de estas civilizaciones. Según una leyenda islámica, Agar, concubina de Abraham y madre de Ismael, fue la primera mujer mutilada sexualmente. Esta práctica se realizaba para asegurar la fidelidad y la castidad de la mujer, y así evitar que sea más proclive a los placeres del sexo y a la infidelidad.
Los mahometanos circuncidaban a los niños varones y mutilaban sexualmente a las mujeres, y según esta costumbre, ningún hombre que se respetara aceptaría por esposa a una mujer no mutilada. En árabe la palabra ablación se designa con varios nombres: sello sagrado, pureza y reglamento de fe. Si una criatura moría sin mutilar, ésta recibía el apelativo de “inmunda”. Rehuir esta tradición milenaria, en naciones donde los derechos de la mujer no se respetan ni se mencionan, implica contravenir las normas y leyes establecidas por el clan de los ancianos, cuya función de autoridades supremas les concede el derecho de hacer cumplir las tradiciones conforme a lo determinado por sus ancestros.
En las tribus africanas se practica la ablación geniral masiva entre las niñas de cinco a doce años de edad, precedida por una larga ceremonia reglamentada por un sistema patriarcal que, aparte de ser una estructura histórica-cultural, es la institucionalización del dominio masculino sobre la mujer y sobre la sociedad en general. De ahí que no es casual que en estas culturas el hombre pueda, con toda legitimidad, arrebatarle la vida a una mujer acusada de adúltera. El sistema patriarcal, como por mandato divino, establece que el rol tradicional de la mujer es criar a los hijos, obedecer al marido y cumplir con los deberes domésticos. Asimismo, al ocupar los escalones más bajos de la pirámide social, no puede gozar de los mismos derechos que el hombre, quien, por su parte, le impiden levantar la voz y enfrentarse a un sistema que controla su sexualidad y la oprime desde la cuna hasta la tumba.
De acuerdo con un informe de la Organización Mundial de la Salud (OMS), se sabe que después de la mutilación se presenta una alta incidencia de morbilidad y mortalidad femenina, ya que la ablación -extirpación total o parcial del clítoris- se realiza con instrumentos rudimentarios que van desde una hoja de afeitar hasta un pedazo de vidrio. Las “operaciones”, además de ser riesgosas, son de diferentes grados. Así, la infibulación, conocida también como circuncisión faraónica, consiste en colocar un anillo u otro obstáculo en los órganos genitales para impedir el coito. Se secciona una parte del clítoris o de la piel que lo recubre, llegándose a extirpar en algunas tribus incluso los labios menores y coser la abertura, dejando apenas un pequeño orificio para dar paso a la orina, la menstruación y las secreciones vaginales.
A largo plazo, como es natural, los efectos de estas costumbres tribales suelen provocar trastornos urinarios, infecciones genitales crónicas, disfunciones sexuales y psicoafectivas, esterilidad y partos complicados que conducen a la muerte. Por éstas y otras razones, la Organización Mundial de la Salud (OMS) considera que la ablación geniral no sólo es nociva para la salud, sino también una feroz discriminación contra la mujer y un atentado flagrante contra los Derechos Humanos.
No es exagerado aseverar que el nacimiento de una niña constituye una pesadilla para las mujeres africanas, sometidas desde tiempos faraónicos a sangrientas prácticas tribales. Ahí tenemos el caso de la modelo somalí Waris Dirie, quien, en su libro autobiográfico “Deserta flojea” (Flor del Desierto), reveló que a la edad de cinco años pasó por el doloroso proceso de la circuncisión. Ella es una de los 130 millones de mujeres que fueron víctimas de una tradición que está reñida con los principios más elementales de los derechos de la mujer. Actualmente es una de las embajadoras de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en los países africanos, donde se viene desarrollando una extensa campaña de información para acabar con esta tradición arcaica; una labor que la enfrenta a los prejuicios sociales y a las estructuras jerárquicas del mundo masculino. A pesar de las controversias, Waris Dirie es consciente de que el atropello contra la integridad de la mujer no se trata de identidad cultural ni de un designio religioso, sino de derechos humanos, y que la defensa del goce sexual es una parte importante de la emancipación femenina.
Esperemos que durante la celebración del Día Internacional de la Mujer, a tiempo de reafirmar las conquistas alcanzadas por las mujeres del mundo Occidental, se afiancen las reivindicaciones de las mujeres africanas, quienes necesitan del concurso de todos para liberarse de las tradiciones patriarcales que, como si fuesen las cadenas de la esclavitud, las dejan heridas profundas en el cuerpo y en el alma.
El doloroso día de la ablación genital
Para comprender mejor la “crueldad” de esta tradición arcaica, es necesario imaginar una escena cotidiana, que bien podría ser la siguiente:
La niña está asaltada por el miedo. Hoy será el día más doloroso de su existencia. Será sometida a la ablación o extirpación de su clítoris y sus labios superiores. Se asea el cuerpo con la ayuda de su madre, se pone un vestido nuevo y se atusa los cabellos con un peine en forma de trinche.
La comadrona, encargada de ejecutar la “operación” traumática entra en una de las cabañas de construcción rústica, mientras en el patio se aglomeran las mujeres de la tribu, dispuestas a entonar los cánticos que suelen acompañar la “ceremonia de iniciación”.
La niña, de aproximadamente seis años, llega agarrada de la mano de su madre, una mujer joven que, en lugar de sentir pena, denota alegría en su rostro, aun sabiendo que esta costumbre brutal provoca infecciones, obstruye el parto y origina complicaciones que a veces tienen un desenlace fatal.
La niña espera su turno, con los ojos llenos de temor y espanto. Escucha el cántico de las mujeres y el chillido de otra niña que pasa por la hoja de afeitar de la comadrona. La niña sabe lo que le espera. Ahora le llega el turno. No puede permanecer tranquila. Cuatro mujeres la tienden boca arriba sobre el camastro, de modo que la comadrona pueda realizar la “operación” con el consentimiento de la madre. La niña patalea y rompe a llorar a gritos. Las mujeres la sujetan de pies y manos, mientras la miran intentado distraerla con un cántico que recuerda a las canciones de cuna.
La comadrona, sin usar anestesia, se esteriliza las manos con ceniza, sujeta la hoja de afeitar entre los dedos de la mano derecha, en tanto con los dedos de la izquierda tira de la vulva, lista para ejecutar el corte transversal desde el clítoris hasta la comisura posterior de los labios superiores. La niña se retuerce entre espasmos de dolor. Llora, chilla, pide ayuda y consuelo. Las mujeres prosiguen el cántico monocorde, hasta que la comadrona sujeta una aguja con hilo de fibras y cose la herida como si se tratara de la rotura de una tela. Después le echa un puñado de ceniza entre las piernas y le aplica un vendaje para evitar las infecciones y la hemorragia. Consumada la “operación”, sin instrumentos estériles, la niña se levanta del camastro, apoyándose en los brazos de su madre y se aleja de la comadrona, sintiendo un dolor que le arde entre las piernas, como si un hachazo le hubiese mutilado la parte más sensible de su cuerpo.
La niña, con la cara empapada en lágrimas, no entiende los motivos de esta ceremonia cruel, salvo el hecho de que las mujeres adultas, quienes siguieron pacientemente la “ceremonia de iniciación”, la miran con un gesto de aprobación, como diciéndole que ahora está a salvo el honor de su familia y que ella será considerada una “mujer verdadera” por los hombres de la comunidad y los dioses de la fecundidad, pues la mujer que no pasa por las pruebas de la circuncisión es la “vergüenza de la familia” y está condenada al aislamiento social, que es el peor castigo para una mujer de vida tribal.
La niña, aunque no deja de temblar ni sentir dolor, sabe que de esta “operación” no se salva nadie, ni siquiera quienes viven rogando a los dioses de la fecundidad. Lo peor es que aquí no termina el suplicio, ya que la mutilación en sus genitales influirá negativamente en su vida conyugal. Cuando se case, le volverán a abrir la herida con una hoja de afeitar, el coito será doloroso y el embarazo un riesgo para su salud. Ella misma conoce a varias víctimas de esta tradición arcaica, empezando por su madre y sus hermanas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario