Un destacado dirigente de la Iglesia Católica Apostólica Romana (ICAR) en España, el arzobispo de la diócesis de Granada, Javier Martínez, pronunció el primer domingo de 2010 una arenga en la catedral de esa ciudad, en la que aseguró que los crímenes nazis bajo el régimen de Hitler no eran tan “repugnantes” como los que permite cometer la reforma de la ley del aborto. Acto seguido, Martínez dijo que la mujer que aborta “mata a un niño indefenso” y, por tanto, “da a los varones la licencia absoluta, sin límites, de abusar” de su cuerpo. Esto es, como la ley no se encarcela a las mujeres que ejercen su derecho a interrumpir en sus inicios un embarazo no deseado, se da “licencia absoluta” para violarlas.
Para que no pasase como una mala interpretación, con posterioridad la oficina de información de los Obispos del Sur de España de la ICAR, explicó -por escrito- que esta frase de Martínez apunta “al abuso que la mujer comete primero con su cuerpo y con su hijo”, y que la “deslegitima” para negarse a que el hombre abuse de ella “como si fuera un objeto”. Y para que los más lelos lo entendiesen del todo, anadió: “El arzobispo se refería a que si la madre es capaz de matar a su propio hijo, el varón tiene entonces autoridad absoluta para hacer lo que quiera con ella y con su cuerpo”.
Estamos tan acostumbrados a la yihad permanente de la secta ICAR, que nos falta la adecuada perspectiva. Porque, objetivamente, lo que tenemos es a un tipo vestido con una larga falda, copiada de la negra hierocaracia que usaban los sacerdotes de Mitra, orlada por el púrpura imperial, que ostenta un cargo del imperio romano (desde Diocleciano), que se declara en huelga perpetua de sexo, y que pertenece a una organización que ha estado en guerra permanente durante dos mil años. Ese estrafalario personaje es el que proclama desde el púlpito que aquellas mujeres que, desde su particular punto de vista, “pequen” de una determinada manera, pueden ser violadas.
No hay que tomárselo a la ligera. En todas las guerras de agresión, y en los régimenes fascistas como el nazi-catolicismo español, la violación de las mujeres ha sido una práctica sistemática de intimidación del enemigo y hasta de “limpieza étnica”. Violaciones que no sólo se ejecutan con el pene, sino con pistolas y otros objetos, porque de lo que se trata no es tanto de obtener una satisfacción sexual, como de imponer la dominación y la humillación.
Nada más consecuente con el machismo repugnante que predica y practica la ICAR, en cuyas filas las mujeres son seres inferiores, contaminados, que no tienen derecho ni al más humilde cargo de sacerdote. Pero, además, ocurre que cuando estos “eunucos de Dios” dicen semejantes barbaridades, muchos psicópatas generados por el sistemático lavado de cerebro de siglos, se las toman en serio. Y las dicen cuando miles de mujeres son castigadas físicamente, y cientos asesinadas, víctimas de la violencia machista.
Resulta fácil la indignación con el integrismo y el machismo del Talibán islámico. Es algo en lo que todos estamos de acuerdo. Pero, como dice el mismo Libro de los católicos, hay quién ve la paja en el ojo ajeno y no ve la viga en el propio. Como víctima del nazi-catolicismo en mi infancia y como descendiente de los canarios invadidos, asesinados y esclavizados de la mano de la ICAR, cooperadora necesaria en el genocidio lingüístico, religioso y cultural, todavía estoy a la espera de recibir las disculpas de esa secta, siempre subida a la chepa de los poderosos. Y a la que, muy a mi pesar, financio con mis impuestos.
Ya que no cabe esperar semejante retractación de unos fanáticos, sí cabe exigir a los poderes públicos que persigan a los que hacen apología de un delito tan grave como el “abuso sin límites” del cuerpo de las mujeres. Por cierto, también estaría bien que investigaran la pederastia en el Estado español, disimulada y protegida durante décadas por el fascismo.
Lo de Irlanda sería pecata minuta.
(*) Teodoro Santana es miembro del Comité Central del Partido Revolucionario de los Comunistas de Canarias (PRCC)
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