Las plantas de ensamblaje, símbolo de condiciones laborales de otra era, atormentan a las poblaciones, incluso cuando cierran o funcionan ralentizadas, como en el caso de Tijuana. La selección para la contratación laboral se torna cada vez más despiadada, sobre todo para los trabajadores de edad avanzada, al mismo tiempo que las filas de espera para obtener un trabajo por el día siguen alargándose.
“¿La crisis? ¿Cuál crisis? ¡Ah! ¿Hay una nueva crisis? ¡Tenemos que decir que aquí en Tijuana nunca salimos de ella!”, señala con una sonrisa Jaime Cotta. A pesar de todas las miserias que pasan por su oficina, el hombre trata de conservar el sentido del humor. Sin ninguna duda, en Tijuana él es quien mejor conoce las condiciones de vida en las “maquiladoras”, esas plantas de ensamblaje establecidas en México desde los años 1960, a lo largo de los 3.000 kilómetros de frontera con Estados Unidos. ¿Qué las atrajo a México? Una mano de obra barata, impuestos casi inexistentes, autoridades poco cuidadosas, y todo eso al lado de la primera economía mundial (1). Gracias a las maquiladoras somos una economía de pleno empleo, pudieron repetir, durante años, los sucesivos gobiernos del Estado de Baja California.
Jaime Cotta fue primero obrero, y luego investigador. Hoy es abogado. Su Centro de Información para los Trabajadores y Trabajadoras (CITTAC) (2) es el único que ayuda a quienes esas fábricas rechazan desde hace veinte años: obreros despedidos, accidentados en el trabajo, trabajadores temporarios sin derechos ni contratos… Pasan por el Centro cuando los abusos son demasiado flagrantes. Cotta los aconseja y a veces les propone iniciar un proceso judicial. Entonces, es en esos locales donde se puede medir la temperatura social de esta ciudad de frontera que tiene 1,4 millones de habitantes.
Hoy tres obreras han pedido una cita. Una de ellas fue suspendida dos días por una pieza mal hecha entre las setecientas que produce en diez horas de trabajo cotidiano. “Me quieren despedir, están siempre atrás mío, y me inventan cualquier cosa”, dice con la mirada baja. En el papel que le tiende a Cotta, está escrito que ella “ha perjudicado intencionalmente a la empresa”. Ella agrega que, en esta maquiladora, los “paros técnicos” ahora tienen lugar todas las semanas. Un día sin paga que reduce un poco más un salario ya ridículo (de 755 pesos por semana, apenas 40 euros).
Los “paros técnicos” figuran entre los últimos descubrimientos de los dueños de esas fábricas. Felipe Calderón, el presidente mexicano, los promueve en nombre de la lucha contra los despidos masivos. El gobierno federal paga un tercio de los salarios, la maquiladora otro tercio y el trabajador… pierde el último tercio durante esos días no trabajados. A cambio, las fábricas se comprometen a no despedir más que a una cantidad de trabajadores proporcional –y no superior– a la caída de la producción (o de las ventas). Pero, como lo explica la presidenta de la Asociación de la Industria Maquiladora de Tijuana (3), Magnolia Pineda, “pocas empresas aceptaron entrar en ese programa porque para ellas resulta imposible renunciar a la libertad total para despedir. Es una restricción inaceptable”. Entonces, de todas maneras proceden a los “paros técnicos”, pero sin pagar el salario, con total ilegalidad. Por lo demás, agrega la presidenta de esta organización patronal, “los trabajadores comprenden muy bien la situación; no ha habido ninguna huelga”.
En efecto, la agitación social no afectó a estas fábricas de subcontratación que reexportan sus productos en cuanto están ensamblados hacia Estados Unidos. Según el estudio más completo que se ha llevado a cabo, en Tijuana el 82% de las maquiladoras no tiene ningún sindicato (4). Y el 18% restante tiene organizaciones denominadas por los obreros “sindicatos fantasmas”. Pineda no se expresaría así pero, aunque “busca en su memoria”, constata que en cincuenta años de maquiladoras nunca hubo un conflicto. Un detalle: no se trata de la “comprensión” de los trabajadores, sino del miedo a las represalias lo que hace que la paz social reine siempre en esta ciudad fronteriza. Basta ir temprano por la mañana a los parques industriales para comprenderlo.
Desde hace varios meses han aparecido colas de desempleados que esperan, con la esperanza de encontrar un empleo por el día. Algunos duermen en el lugar, para tener más posibilidades. A las cinco de la mañana, aunque no haya ningún reclutador presente, todos se muestran aterrorizados: “No me hable, no se acerque –murmura uno–. No puedo decirle nada, no tengo derecho a hacerlo”. Y otro: “Usted no puede estar aquí, está prohibido. Sí, es verdad, es la calle, pero estamos frente a la fábrica y la calle también es de ‘ellos’”. A las siete, nadie ha sido contratado y se calientan bebiendo un café de mala calidad, a quinientos metros de la fábrica, pero todavía tienen miedo: “Ellos tienen cámaras y usted tiene una lapicera, es demasiado peligroso”. Sólo una mujer acepta contar que busca trabajo desde hace meses y que “no hay nada”. Pero no quiere decir su nombre, ni su edad, ni su origen.
Reivindicaciones “fuera de lugar”
Las maquiladoras instalaron desde siempre los cerrojos necesarios para amordazar la información. “He tratado por todos los medios, y desde hace años, pero nunca me dejaron entrar, aunque nos invitan a todas sus conferencias de prensa en los grandes hoteles de la ciudad”, explica un periodista local especializado en economía (5). Entonces, hay que ir a los locales de CITTAC para conocer un poco más sobre ese mundo tan secreto. Aquí, los que un día empujaron la puerta para entrar y aprendieron sus derechos, ya no tienen miedo de hablar.
Desde hace años se repite el mismo discurso: trabajar en las maquiladoras es un infierno; pero con la crisis se ha franqueado un nuevo círculo, porque las condiciones de vida se degradan todavía más. Rogelio, a los cuarenta años, ha pasado por varias empresas desde que tenía veintiuno y tiene mucho para decir sobre sus prácticas: “Yo vengo de Michoacán, y apenas llegué trabajé primero para la japonesa Takubi, donde se ensamblaban marcos de bafles; después para Tabushi, también japonesa, donde se hacían cables para Canon; y después en la estadounidense Sohnen, la peor de todas, donde se reparaban aparatos electrónicos”.
En Sohnen, Rogelio hizo cursos para convertirse en técnico: dos horas a la tarde después de diez horas de trabajo. Fue promovido, con lo que su salario era casi decente (1.700 pesos por semana, es decir unos 90 euros), pero el ritmo del trabajo era agotador. “Teníamos veinte minutos para reparar un aparato; y si no lo lograbas tenías que terminarlo a la tarde y, obviamente, sin paga suplementaria”.
Según su capataz, Rogelio no era suficientemente rápido. En realidad, estaba comenzando a organizar un sindicato con otros obreros. Se habían reunido varias veces en un parque y distribuían folletos a la salida de la fábrica. Los supervisores le preguntaron a los demás obreros si Rogelio era el instigador. Considerado por la dirección como “el jefe”, una mañana lo despidieron. Rechazó el cheque de la irrisoria indemnización que pretendían darle después de años en la empresa. Gracias a una batalla judicial llevada a cabo por CITTAC, pudo cobrar una indemnización más decente. Pero desde entonces figura en la lista “negra” (6).
Sharp lo incorporó durante algunas semanas, antes de darse cuenta y lo despidió inmediatamente. Desde entonces, en toda la península de Baja California, tuvo vedado el acceso al sector electrónico. En 2007 debió buscar trabajo en Unipolar Ovonics, una maquiladora estadounidense que ensambla paneles solares. “El trabajo no es fácil. Hay dieciséis hornos y ningún extractor de aire: el calor es agobiante. La zona de recorte es la más peligrosa porque todo el día se respira el polvo de la fibra de vidrio, que también se pega a la piel. Al final de la jornada tienes ese polvo en todo el cuerpo.” Pero las quejas de los obreros no cambian nada: “Siempre nos repiten que tenemos suerte de tener trabajo en estos tiempos de crisis.”
Las amenazas de despido se intensificaron a lo largo del año. Junto con Manuel, un inmigrante hondureño, Rogelio realizó investigaciones sobre la empresa, con el objeto de redactar un folleto para distribuir discretamente a los obreros. Así descubrieron que el nuevo presidente de Unipolar Ovonics, Mark Morelli, fue felicitado recientemente por los buenos resultados del grupo en 2008 (“beneficios con un aumento del 16%”, precisa Manuel) antes de anunciar perspectivas radiantes para los paneles solares: ¡“la toma de conciencia ecológica” obliga! “Su lista de pedidos está completa hasta 2012, según el presidente, ¿entonces por qué nos amenazan constantemente con el despido?”, se indigna Rogelio. Es cierto que la crisis existe –agrega Cotta–, pero también constituye un pretexto para mantener los salarios quietos, y olvidar cualquier aumento”.
Para las organizaciones patronales, este tipo de reivindicación está verdaderamente “fuera de lugar” “en estos tiempos difíciles para todos”. Pero esto no es lo más importante. Porque según Claudio Arriola, presidente de la Cámara Nacional de la Industria Electrónica (CANIETI) en Tijuana, aunque todavía quedan algunos meses difíciles, la recuperación económica se acerca. El presidente Calderón dio precisamente el mismo discurso, afirmando que “los signos de recuperación se multiplican”. En la actualidad, retoma como en un eco Arriola, “nosotros debemos ir para adelante. La electrónica, tal como la conocemos ahora, sin duda está terminada aquí, pero seguimos teniendo buenas cartas de triunfo, en particular la cercanía con Estados Unidos”.
Aunque el optimismo se impone ante la prensa internacional, la admisión es importante. Así, la electrónica, el sector que todavía emplea a más personas en la ciudad, ya no está a la orden del día. Hace diez años, los mismos empresarios se referían a Tijuana como “el sur del Silicon Valley” californiano; era “la capital mundial de la televisión” y la ciudad del “pleno empleo”. Los promotores de las maquiladoras no ahorraban en elogios para un modelo que había atraído millones de dólares de inversiones extranjeras, a tal punto que siete de cada diez televisores vendidos en Estados Unidos se fabricaban en Tijuana.
Las fallas del modelo
Desde la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, según su sigla en inglés) en 1994, hasta 2001, hubo una expansión prodigiosa. El sector electrónico apreciaba particularmente las pequeñas manos ágiles de las obreras y las autoridades no ponían reparos a la utilización de productos contaminantes, en particular el plomo.
En las puertas de California, las maquiladoras contrataban a los migrantes para satisfacer un consumo de “gadgets” electrónicos que parecía que nunca iba a disminuir. “Desde 1994 a 2000 hemos tenido una economía de pleno empleo en Tijuana, con un desempleo de apenas el 1%, explica Cuauhtémoc Calderón, investigador económico en el Colegio de la Frontera Norte de Tijuana. En toda la zona fronteriza, las maquiladoras se convirtieron en un cordón para contener la emigración. Pero este modelo de empresa está totalmente aislado del resto de la economía y no tiene efectos derrame hacia los demás sectores, porque los productos se importan, se ensamblan y se exportan. Las maquiladoras no pueden absorber la emigración masiva que hemos tenido. La desregulación brutal de nuestra economía provoca el desplazamiento de 500.000 mexicanos por año, un fenómeno que un país sólo suele experimentar en tiempos de guerra”.
Las primeras fallas del modelo aparecieron con el nuevo milenio: la recesión de 2001 en Estados Unidos provocó la pérdida de 200.000 empleos en las maquiladoras de la frontera. En 2002, el sector electrónico perdió el 31% de su mano de obra, y el 27% en Tijuana. Porque, como explica Leticia Hernández, especializada en cuestiones de inversión, “aquí somos totalmente dependientes de Estados Unidos. En 2008, el 78% de la inversión extranjera directa destinada a la zona fronteriza era estadounidense. Entonces, resulta evidente que la crisis de ese lado de la frontera provocará aquí un desempleo inédito”.
En el otoño boreal de 2009, la tasa oficial de desempleo en Tijuana (7%) fue más elevada que el promedio nacional (5%). Y, como en el resto del país, la economía informal sigue ocupando a la mitad de la población activa. El despertar resulta amargo: “No hubo transferencia de tecnología y, en cuatro décadas, la creación de puestos de ingenieros y de técnicos fue muy decepcionante”, considera la socióloga Cirila Quintero, especialista en maquiladoras del Colegio de la Frontera Norte de Matamoros. En Tijuana, el 13% de las maquiladoras no dispone de ningún ingeniero y el 65% sólo emplea entre uno y diez. De la misma manera, el 73% de las maquiladoras del sector electrónico no dispone de un centro de investigación y desarrollo. También hay que decir que, en la mitad de estas empresas, se ensambla un solo producto; sólo en el 13% de los casos se ensamblan tres productos. “La maquiladora, por sí sola, no genera desarrollo sino únicamente un crecimiento desequilibrado, con la consecuencia principal de crear empleos precarios y mal remunerados”, considera la investigadora.
Esta economía de exportación, totalmente dependiente del gran vecino del norte, estaba perdiendo velocidad ya antes de la crisis. La entrada de China en la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 2001 cambió la situación. “Hace ya diez años que observamos abusos cada vez más notorios, además de despidos sin indemnización, constata Cotta. Las fábricas protestan para pagar cualquier cosa, incluyendo la protección para los productos peligrosos. Pero como ya no hay trabajo, la gente no dice nada”.
En este momento se habla mucho de una maquiladora, Power Sonic, que fabrica baterías para aparatos electrónicos. “Antes, nadie quería ir allí porque hay que manejar plomo durante toda la jornada –explica Rogelio–. Pero ahora todas las mañanas hay cola frente a la fábrica”. A los 36 años, con dos hijos y un crédito para su casa, Netzahualcóyotl dice que “no tuvo elección” cuando perdió su empleo en Sonehen. Ahora prefiere creer en la calidad de su equipo de protección. “Los jefes dicen que sólo caen enfermos quienes no lo utilizan bien”. Él hasta ahora no ha sido afectado, por lo menos según los criterios de la empresa, que realiza pruebas sanguíneas todos los meses. “No nos dan los resultados, pero si la tasa de plomo en la sangre es demasiado elevada, nos cambian de puesto. Así es como nos enteramos que estamos enfermos”.
El plomo, un componente esencial de todo material electrónico, está omnipresente: en los temores, en las discusiones, en los ríos. En primer lugar porque, durante diez años, el barrio de Chilpancingo, que se encuentra más abajo de los parques industriales, luchó contra los desechos de plomo abandonados en la naturaleza. Gracias a la ayuda de una Organización No Gubernamental (ONG) ecologista estadounidense –Environmental Health Coalition–, 3.000 toneladas de tierra fueron enviadas en 2008 a Estados Unidos para ser descontaminadas, y 8.000 toneladas fueron selladas bajo una capa de cemento.
Los que pagaron fueron los gobiernos de ambos países, no las empresas. “Todos se felicitaron ante la prensa. Pero nosotros, durante años, hemos gritado en el vacío cuando los niños nacían sin cerebro y morían inmediatamente. Y además, desgraciadamente, eso no cambió nada, sigue faltando un control serio de los desechos abandonados por las empresas, y no se controla la salud de los trabajadores”, recuerda Yesina Palomares, que sigue animando la organización de Chilpancingo. Nos da una prueba de ello Carmen, que trabajó en Panasonic. “Yo sellaba plomo sobre las placas electrónicas y sentía claramente que respiraba humo con cada operación”, nos cuenta. Al cabo de seis años aparecieron manchas en su cara, una fatiga general y una enfermedad renal. “El médico de Panasonic aseguraba que no era nada, pero después un clínico me hizo pruebas y me dijo: ‘O dejas de trabajar, o tendrás una leucemia dentro de poco’”.
Carmen obedeció, porque en ese tiempo se cambiaba fácilmente de maquiladora. Hoy, afirma, es diferente: “Somos menos cuidadosos”. En su barrio, la cantidad de desempleados aumenta desde el cierre de Sony. Incluso algunos de sus vecinos han vuelto a sus Estados de origen. “Yo llegué de Chiapas, a los 13 años. Y en treinta años, no había visto a nadie volverse al sur”. En un principio, después de trabajar algunos años en las ciudades fronterizas para poder pagar el dinero al pasador (o coyote), un emigrante probaba su suerte en el norte. Ahora eso es demasiado peligroso, dado que la situación es muy incierta. “En Estados Unidos, los migrantes mexicanos trabajan en general en la construcción. Pero ahora no es verdaderamente el momento”, nos explican en un albergue para emigrantes de Tijuana –sostenido por religiosos católicos– que por primera vez desde hace años está poco poblado.
Los candidatos a la emigración toman conciencia de la situación. ¡A algunos metros de la frontera! Esperando días mejores, llaman a las puertas de las casas y ofrecen sus servicios. Provistos de algunas herramientas se convierten en plomeros, jardineros, electricistas, “porque las maquiladoras no contratan, contrariamente a lo que nos habían dicho”, relata uno de ellos. Algunos renuncian, otros perseveran, pero todos viven la crisis antes de tocar suelo estadounidense. Se aprietan el cinturón para no gastar aquí el dinero que necesitarán para entregar al coyote.
Excluidos de la demanda laboral
En Tijuana, la crisis se percibe sobre todo en los mayores de cincuenta años. Desde siempre, las maquiladoras piden personal joven. “De menos de treinta y cinco años”, exige la mayoría de las demandas de empleo. Al llegar a la fatídica edad de la cincuentena comienza una lucha cotidiana para no ser despedido. “Las personas que llegan a esa edad dan verdaderamente pena –explica Netzahualcoyotl–. Trabajan como locos para que no se les diga ‘tu no mantienes el ritmo’. Tienen la mejor productividad de la empresa, pero son demasiado caros; por más que trabajen duro, nada cambiará: serán despedidos”.
Es lo que le pasó a Delfina, justo a los 54 años. “Recuerdo que al final hacía el trabajo de tres personas, tenía dolor de cabeza, me sangraba la nariz y el capataz estaba todo el tiempo atrás de mí, diciéndome que me apurara. Al final, decidieron hacernos trabajar parados, porque sentados éramos menos eficaces. No podíamos hablar, no podíamos ir al baño, y ni siquiera mascar chicle”.
Delfina fue despedida sin explicaciones en noviembre de 2008. No le pagaron ni la semana ni la indemnización. Hizo una demanda y ahora espera que el Consejo de Conciliación dé su opinión. Actualmente sólo dispone de 200 pesos semanales (10,5 euros) que le envía una de sus hijas que tiene un almacén. Pero son tres los que deben vivir con esa suma. “Sólo hacemos dos comidas al día”, dice enojada, cuando se le pregunta cómo se las arregla con tan poco. Después de 25 años en la maquiladora y después de haber criado sola sus siete hijos, Delfina no tiene jubilación ni ahorros. Como muchas madres solas, trabajó de noche durante años y “pasó por malas experiencias”.
En la empresa de juguetes Mattel tuvo que pelear por sus derechos. “Cuando Mattel compró la empresa [donde trabajaba], me querían despedir sin indemnización; como me negué, me secuestraron”. Pasó una noche entera encerrada en una oficina con un guardia. Y a la mañana siguiente debió aceptar un cheque de 2.000 pesos (106 euros) para poder salir. “Ustedes comprenden, mis hijos me esperaban”. Con la ayuda de Cittac, denunció estos hechos en la televisión y en la radio. Pero Mattel no quiso saber nada. Por otra parte, la justicia consideró que no se trataba de un secuestro, porque nadie había pedido rescate…
Hoy en día Delfina sabe que nunca más encontrará empleo en una maquiladora. “Es imposible a mi edad, porque ni siquiera toman a los jóvenes –dice mostrando a su yerno, un desempleado de 20 años–. Hay quienes tratan de vender algunos objetos, pero aquí somos todos pobres, y no podemos comprar gran cosa”. Su barrio se parece a muchos otros de Tijuana: al principio era ilegal, pero luego fue regularizado. Sin embargo, las autoridades nunca construyeron caminos. Y los habitantes tuvieron que organizarse para conseguir agua y electricidad. Cuando la casa de su hijo se quemó, los bomberos no acudieron. “No es normal –se indigna Delfina–, ¿pero a quién quejarse?”. La familia de su hijo perdió todo. “La maquiladora donde trabaja no le dio nada, sólo sus compañeros de trabajo aportaron algo. La solidaridad es lo único que todavía funciona aquí”.
REFERENCIAS
(1) Véase especialmente Janette Habel, “La primera frontera entre el Norte y el Sur”, y Anne Vigna “Campesinos mexicanos: ‘sin maíz no hay país’”, Le Monde diplomatique, ed. Cono Sur, Buenos Aires, diciembre de 1999 y marzo de 2008, respectivamente.
(2) www.cittac.org
(3) www.aim.org.mx
(4) Jorge Carrillo y Redi Gomis, La Maquiladora en datos, resultados de una encuesta, El Colegio de la Frontera Norte, Tijuana, 2004.
(5) Las únicas imágenes que existen del interior de estas fábricas de Tijuana fueron tomadas por obreras para el documental Maquilapolis (Vicky Funari y Sergio de la Torre, 2006). A pesar de los riesgos que corrieron, lograron filmar varias secuencias con pequeñas cámaras ocultas. El documental (de 68 minutos, en inglés y español) se encuentra en www.newsreel.org
(6) Varios obreros y el CITTAC aseguran que estas listas siempre existieron (lo que desmienten las organizaciones patronales); sospechan que la Seguridad Social ha informado sobre los juicios iniciados por algunos obreros.
Le Monde Diplomatique Perú
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