Por: Empar Pineda. Militante del movimiento feminista. Artículo publicado en Iniciativa Socialista, nº21, Octubre 1992.
Referirse al movimiento feminista es hablar de dos etapas claramente diferenciadas en el tiempo.
Un primer movimiento, el sufragista, que se desarrolla en la segunda mitad del siglo XIX y que se puede dar por liquidado para la Primera Guerra Mundial, y el movimiento feminista contemporáneo, que surge casi un siglo después, en la década de los sesenta.
El movimiento sufragista hunde sus raíces ideológicas en el liberalismo burgués: en ello reside su fuerza y su debilidad. Su fuerza, porque exige coherencia a la filosofía política de la igualdad, que no podía sino extenderse a la igualdad entre los sexos. Su debilidad, porque el liberalismo de los años posteriores a las revoluciones burguesas estaba obligado a moderar sus pasados "excesos" y porque la igualdad formal, allí donde se alcanzaba, se mostraba más bien infecunda y escasamente liberadora.
Un primer movimiento, el sufragista, que se desarrolla en la segunda mitad del siglo XIX y que se puede dar por liquidado para la Primera Guerra Mundial, y el movimiento feminista contemporáneo, que surge casi un siglo después, en la década de los sesenta.
El movimiento sufragista hunde sus raíces ideológicas en el liberalismo burgués: en ello reside su fuerza y su debilidad. Su fuerza, porque exige coherencia a la filosofía política de la igualdad, que no podía sino extenderse a la igualdad entre los sexos. Su debilidad, porque el liberalismo de los años posteriores a las revoluciones burguesas estaba obligado a moderar sus pasados "excesos" y porque la igualdad formal, allí donde se alcanzaba, se mostraba más bien infecunda y escasamente liberadora.
El movimiento feminista contemporáneo nace cortado de la tradición decimonónica, en las últimas oleadas revolucionarias en Europa y en los EE.UU.: los movimientos del 68, la rebelión de los negros, la guerra de Vietnam... Muchas de las mujeres que formaron el nuevo movimiento feminista habían sido activas participantes en los movimientos del Mayo francés, en el levantamiento de los negros norteamericanos, en las luchas estudiantiles de Italia, del Estado español... La posición anticapitalista, antiimperialista y la formación marxista son constantes de la mayoría de las nuevas feministas. El movimiento que se va conformando es un movimiento de oposición -más o menos explícita- al sistema social, un movimiento subversivo que se nutre del marxismo, aunque demasiadas veces choca fuertemente con los marxismos y los marxistas presos de la ortodoxia dogmática de la izquierda, negadora de cualquier autonomía a la opresión de las mujeres. "El camino de la liberación de las mujeres -se decía- está garantizado con la abolición de las relaciones de producción capitalistas y la incorporación de las mujeres al trabajo asalariado".
El movimiento feminista rechaza de plano esta simplificación, tan repetida por la izquierda tradicional. Pero tampoco la nueva izquierda, tan activa al calor de las luchas de los sesenta, se muestra más abierta al reconocimiento de la autonomía de la lucha específica de las mujeres. En la mayoría de los grupos que la conforman predomina la mayor incomprensión.
Por todo ello, el movimiento feminista, desconfiado y sintiendo la desconfianza de la izquierda, se ve -felizmente- abocado a marcar su propio camino, a transitar por senderos propios y nuevos. Hoy, al cabo de una veintena escasa de años de experiencia acumulada, podemos afirmar que el movimiento feminista, con su propuesta emancipadora, plantea unos cuantos desafíos a la izquierda. Desafíos en los más diversos terrenos y de la más diversa naturaleza. Después de la irrupción del feminismo moderno, podemos exclamar con certeza: "¡Ya nada volverá a ser como antes!".
Una forma de organizarse para la utopía feminista
El feminismo como movimiento social ha sido capaz de desafiar concepciones y hábitos ciertamente arraigados en el seno de la llamada izquierda social. En las prácticas organizativas, en las reivindicaciones y objetivos de lucha sociales y políticos, y en toda una serie de ideas y hábitos que afectan a la teoría y a la estrategia revolucionarias.
El feminista se constituye organizativamente como un movimiento sólo de mujeres. No acepta la presencia de hombres en sus organizaciones ni en sus asambleas, jornadas, encuentros... Convencido de que un grupo oprimido debe tomar en sus manos su propia liberación, vigila con particular celo su autonomía organizativa, política e ideológica. Se desarrolla, en todos los terrenos, a partir de sus propias fuerzas y rechaza cualquier vinculación -que no colaboración- con los partidos políticos, los sindicatos y otras organizaciones sociales.
Esta autonomía -que hoy parece, en general, admitida- suscitó en un primer momento -quizá todavía suscita- fuertes recelos y suspicacias, especialmente en los partidos de izquierda y en los hombres de ideas radicales, a quienes costó aceptar este protagonismo de las mujeres.
Es cierto que en esta defensa de la autonomía del movimiento feminista se han manifestado, a veces, posiciones de gran desconfianza hacia todo lo que tenga que ver con los partidos políticos y con los hombres. También se han dado apasionadas y agrias polémicas sobre lo que se llamó "la doble militancia". Sectores de feministas llegaron a plantear el rechazo a mujeres que pertenecían, además, a partidos políticos, por entender -de modo equivocado, en mi opinión- que su presencia en el movimiento iba en detrimento de la autonomía del mismo.
También ha caracterizado al movimiento la exploración de nuevas formas: el asamblearismo como funcionamiento de mayor y más directa democracia, la búsqueda de participación, aprendizaje, autovaloración e incorporación a cuantas más tareas mejor. El movimiento ha manifestado, desde el principio, su rechazo a cualquier indicio de burocratización. En las organizaciones que lo conforman no hay carnets, cargos, organismos dirigentes, elecciones... Las líneas de actuación, los ritmos, las dinámicas, en fin, todo se decide de forma asamblearia y dando un gran peso a los debates y al intercambio de ideas y opiniones. Sin duda, estas preocupaciones y prácticas no eran muy frecuentes en las organizaciones que conformaban la izquierda.
El movimiento feminista tiene una serie de características que lo convierten en una realidad muy particular en relación con otros movimientos. Su fuerza depende de que sea capaz de despertar las conciencias dormidas y acalladas de tantas mujeres que viven y sufren lo que significa ser mujer en esta sociedad, pero que no se atreven a expresar, ni tan siquiera expresarse a sí mismas, las miserias que padecen y que son fruto, también, de las relaciones que mantienen con tantos hombres -padres, maridos, hermanos, amantes, hijos...- que las arrinconan al papel de sus subordinadas.
Las dificultades para que las mujeres avancen, para que despierten al feminismo, son de una entidad distinta a las del despertar de otras conciencias. Y ello no sólo es debido a la ausencia de tradición de lucha feminista, históricamente hablando, sino también porque este despertar de las mujeres se ve obstaculizado por el desprecio, y, a veces, oposición, a los que se tiene que enfrentar. Los hombres, revestidos por la autoridad que les otorga su mera condición masculina, por la superioridad que les concede su inserción en el mundo extrafamiliar, por la prepotencia derivada de su situación de poseedores de sueldo, pueden dificultar, y de hecho dificultan, cualquier forma de revuelta. La interiorización de esta minusvalía por parte de las mujeres puede acarrear, también, que a ellas mismas les sea difícil dar pasos para los que no cuentan con la aprobación externa y que merecen la reprobación social.
Para las mujeres, llegar a comprender de modo profundo su situación de oprimidas en tanto que género requiere una introspección, requiere reflexionar sobre lo que han sido sus vidas, también en los terrenos más íntimos, más vivenciales. Y esto exige un tiempo y unos caminos propios. No se llega a ser feminista sólo a través de una reflexión política sobre lo que es el sistema social, sino, también, a través de un cuestionamiento de lo que han sido las diversas opciones que las mujeres han ido tomando en sus vidas, de las tensiones que han ido surgiendo; de una comprensión de hasta qué punto sus vidas han venido marcadas por la idea de la feminidad que tan arraigada está en las conciencias de mujeres y hombres, aún en la actualidad; de hasta qué punto lo masculino y lo femenino marcan las posibilidades vitales de las mujeres y los hombres en estas sociedad y subordinan aquéllas a éstos.
Comprender esto, comprender cómo los anhelos de libertad y autonomía de cada mujer entran tantas veces en contradicción con su necesidad de protección y afecto, requiere de eso que en el movimiento feminista se ha llamado autoconciencia: esa reflexión, ese cuestionamiento personal y colectivo sin el cual ninguna mujer ha llegado a sentirse real y profundamente implicada en la lucha feminista.
Este tiempo de maduración personal exige que los grupos feministas se doten de unos espacios específicos, de unas dinámicas internas que posibiliten la autoconciencia de las mujeres que los integran. Sin ello, el movimiento no sería lo que es. Saber combinar la práctica de la autoconciencia con lo que son necesidades imperiosas de actuación pública del movimiento no es cosa fácil. El peso a dar a una y otra cuestión, el conseguir un equilibrio entre unas y otras necesidades es extremadamente complicado, pero la reflexión sobre todo ello transciende, con mucho, los marcos estrictos del movimiento feminista, ya que plantea cuestiones de enorme importancia para cualquier organización o movimiento que quiera mantener el entusiasmo de quienes lo integran.
Lo personal es político
En lo que se ha venido llamando "la práctica política", el movimiento feminista ha hecho innovaciones de cierta trascendencia. Hay un lema que el feminismo ha puesto en circulación desde sus comienzos ("lo personal es político"), por entender que en aspectos bien importantes de la vida de las personas -que hasta entonces se venían considerando asuntos privados, ajenos por tanto al quehacer público- se ejercía opresión, desigualdad y, en no pocas ocasiones, tiranía. Consecuentemente, lanza a la arena de la batalla social y política muchos de esos elementos de la vida "privada".
La mayor parte de las consignas feministas -por fuerza, sintéticas, como toda consigna- aluden a la necesidad de considerar asuntos de la vida cotidiana de las personas como merecedores de ser considerados sociales, políticos, susceptibles, por tanto, de la actividad central del movimiento: "Manolo, la cena te la haces tú solo", "Yo también he abortado", "De noche y de día queremos caminar tranquilas", "Sexualidad no es maternidad", "Mujeres somos, mujeres seremos, pero en la casa no nos quedaremos", "Somos lesbianas porque nos da la gana", "Democracia en la calle y en la cama"... Expresión, todas ellas, de situaciones mucho menos privadas de lo que nos gustaría (porque en ellas están interfiriendo continuamente las clases rectoras de la sociedad, a través de cientos de mecanismos de lo más variado), y, finalmente, porque nuestras vidas, la totalidad de nuestra vida, y no la vida dividida en parcelas, es lo que interesa al movimiento feminista. De este modo se imprime un giro de muchos grados en las concepciones dominantes en la izquierda, obligando a considerar, a partir de ese momento, como objeto del quehacer social muchas de las cosas que, bajo el sello de lo privado, encubrían opresiones, insatisfacciones, sufrimientos y miserias. Con ello, el movimiento lanza un gran desafío a una izquierda ciertamente anquilosada y poco proclive a la curiosidad, a la crítica, a someter sus ideas y prácticas a constante debate, estudio, crítica, renovación.
Así, junto a las grandes reivindicaciones sociales -contra la explotación de la fuerza de trabajo, contra la guerra, los ejércitos, el servicio militar obligatorio, contra la OTAN, contra la represión...-, el movimiento feminista plantea con idéntica fuerza y con el mismo nivel de importancia cuestiones como el derecho al aborto, a una maternidad libremente decidida, la libre opción sexual, la libertad personal, etc. Junto a la explotación en el mundo laboral plantea la explotación en el mundo doméstico, desvelando, de este modo, el papel que juega el sistema de familias en el mantenimiento del orden social burgués y patriarcal, y el carácter arbitrario de la adjudicación a las mujeres -por el mero hecho de serlo- de las tareas domésticas, que tantos beneficios reporta a los hombres de todas las clases y categorías sociales. No es gratuito afirmar que, como resultado de todo ello, el movimiento feminista ha hecho cambiar, en buena medida, la consideración de lo social y lo político con la irrupción de lo personal.
Algunos problemas teóricos
De todas estas concepciones puestas en solfa, de la búsqueda, exploración, debates, críticas, estudios e investigaciones, del rechazo de tantas ideas aprendidas, y de su práctica organizativa, social y política, el movimiento feminista ha ido construyendo otras seguridades y planteando nuevos interrogantes, nuevas dudas que necesariamente obligan a la izquierda a replantearse y plantearse muchos de sus presupuestos teóricos y estratégicos, de igual modo que a modificar sus análisis de la historia y de la realidad social.
Hagamos un breve repaso de algunos de los problemas teóricos más importantes a los que el feminismo ha tenido que hacer frente y que han dado lugar a importantes debates en su interior a lo largo de estos años. Algunos de estos problemas tocan de lleno el análisis de la sociedad en su conjunto, mientras que otros afectan más a la especifidad de la opresión de las mujeres.
Entre los que afectan al análisis social estarían, en primer lugar, los debates sobre los orígenes y las causas de la subordinación y opresión de las mujeres. Las razones de la pervivencia del dominio masculino y los mecanismos que lo hacen posible, así como la relación de este dominio con la estructura social en su conjunto. Dicho de otro modo: cómo se da en una sociedad estamental, por ejemplo, o en una sociedad de clases, la subordinación de las mujeres, qué función cumple, cómo se va modificando a lo largo de la historia, etc.
Sobre las causas u orígenes se han planteado diversas hipótesis: desde algunas, más claramente biologistas, otras más acordes con una interpretación alejada de lo biológico y más próxima a causas sociales, o bien hipótesis que tienen en cuenta ambos factores (sociales y biológicos).
En cualquier caso, uno de los problemas con el que se encuentran las investigadoras feministas en esta cuestión es la escasez de investigación empírica, la ausencia de fuentes o la parcialidad de las mismas. Y así, podemos advertir tendencias a la generalización excesiva, a la historicidad en la elaboración de los conceptos, a proyectar el presente en el pasado... cuestiones todas ellas que han favorecido que las conclusiones aportadas resulten poco esclarecedoras.
Sobre la relación de la opresión de las mujeres con el conjunto social se constatan, en líneas generales, dos grandes tendencias:
A) El llamado feminismo radical, que tiende a dar prioridad analítica a la contradicción hombre/mujer y a ubicar en esta contradicción la raíz (de ahí lo de radical) de todo ulterior desarrollo social, convirtiéndola en una constante histórica en torno a la cual se articularía la historia de las sociedades humanas.
Esta tendencia utiliza, casi siempre, el concepto patriarcado, con el que designan esta constante: todas las sociedades son, ante todo, sociedades patriarcales y se definen por serlo.
En mi opinión, este concepto resulta de escasa utilidad por su generalidad, porque se resiste a la exploración histórica, porque se ha tendido a hipostasiar lo que, en último término, es poco más que una palabra para designar la opresión de las mujeres, pero que carece de carácter científico si se le quiere convertir en algo más, en un sistema social transhistórico.
B) La otra tendencia estaría formada por feministas más imbuídas de métodos materialistas e históricos, de mayor formación marxista, que tratan de analizar la opresión de las mujeres integrándola en un análisis global de la complejidad de las formaciones sociales, sin renunciar por ello a afirmar la autonomía de una opresión milenaria.
En cualquier caso, abordar esta cuestión es un desafío permanente para quienes se dedican a la investigación social, a la historia... especialmente para quienes desarrollan sus trabajos desde una perspectiva de izquierda y liberadora. Y, sin embargo, desgraciadamente, estas investigaciones son, todavía, en su mayor parte, trabajo exclusivo de mujeres o departamentos de estudios de la mujer en las Universidades, pero están ausentes de otros focos de investigación y elaboración social y política.
¿Cuáles son "los intereses" de las mujeres?
Para la izquierda, más urgente aún que lo anterior -a mi modo de ver- sería afrontar un análisis cabal de la sociedad contemporánea , teniendo en cuenta la posición de las mujeres en ella. Lo avanzado hasta ahora por las feministas afecta a las posiciones políticas de la izquierda y a sus estrategias. Se trata, en definitiva, de establecer la relación de las mujeres con las clases sociales, de responder a la cuestión de cuáles son los intereses de las mujeres.
¿Se puede hablar de intereses de las mujeres en su conjunto, como grupo diferenciado en virtud de su pertenencia al género femenino? ¿Constituyen, pues, las mujeres un grupo social homogéneo cuyos intereses prevalecen sobre otros intereses de clase, etnia, nación, religión, preferencia sexual, edad, etc.? ¿Son, por el contrario, otros intereses los que condicionan la conciencia social de las mujeres y no sus intereses específicos en tanto que género femenino? O bien, ¿es inevitable tener simultáneamente en cuenta todos los factores (sexo, etnia, clase, ideas religiosas, políticas, preferencias sexuales, habitat, etc.?).
La izquierda nunca antes se había planteado la enorme complejidad de la cuestión. Se había limitado a asimilar a las mujeres a la clase social de sus maridos, equiparando los intereses de unos y otras.
Por otra parte, en el movimiento feminista hay sectores que consideran que las mujeres constituyen una clase social o grupo social homogéneo, cohesionado por una común opresión, y aún cuando reconozcan la existencia de otros factores, consideran que éstos son secundarios, que es más lo que une a las mujeres que lo que las separa.
A mi entender, la cuestión es más compleja. No es difícil constatar que las trabajadoras asalariadas tienen mucho en común con los trabajadores (la explotación de su fuerza de trabajo), ni que las amas de casa de las familias obreras sufren todas las miserias de la clase obrera en la sociedad capitalista (bajo nivel de vida, escasez de beneficios sociales, dificultades para encontrar trabajo digno, para acceder a una educación superior...).
Ahora bien, su posición no es exactamente la misma: las primeras sufren una explotación más intensa y discriminaciones laborales diversas; las segundas, por su condición de mujeres, ven agravadas las miserias descritas (su nivel de educación será menor, mayores las dificultades para encontrar trabajo... Además, su vida circunscrita al hogar y al barrio hace que padezcan más directamente la falta de equipamientos sociales, que sufran más intensamente las carencias, problemas, etc. de sus hijos e hijas, que la escasez del salario que entra en la casa repercuta más directamente en su forma de vida o en sus preocupaciones inmediatas, etc.). Unas y otras se ven enfrentadas, con frecuencia, a los hombres de su propia clase social, a los que están subordinadas, que las discriminan y, también con frecuencia, oprimen.
Sólo si se reconocen estas situaciones, si se tienen en cuenta estas contradicciones entre hombres y mujeres, podrá la izquierda comprender las variadas razones que mueven a las mujeres, sus porqués diversos que no se explican en las visiones reduccionistas a las que nos tienen acostumbradas las diferentes teorías de la desigualdad social.
Por último, y también dentro de este bloque de problemas, estarían los debates sobre las mujeres y el socialismo. Se ha escrito mucho y mucho se ha debatido sobre la situación de las mujeres en la Rusia postrevolucionaria, en los países del llamado "socialismo real"; de los avances y retrocesos, del mantenimiento de la subordinación de las mujeres y de la familia tradicional, de la presencia o no de organizaciones feministas...
Se ha discutido, asimismo, sobre las prioridades revolucionarias -en países como, por ejemplo, la Nicaragua sandinista-. Sobre cómo y en qué momento se deben abordar las reivindicaciones de las mujeres, sobre la imprescindible existencia de amplias organizaciones autónomas de mujeres, en las que la componente feminista esté presente con fuerza, etc.
En última instancia, estos debates tienen como telón de fondo la concepción del socialismo y de la revolución y son, por lo tanto, de gran interés para todas aquellas personas interesadas en la construcción de sociedades diferentes, más libres, más justas, más igualitarias, sin explotaciones ni opresiones de ningún género.
Sexualidad y violencia machista, preocupaciones ajenas a la izquierda
En el segundo bloque de problemas, los relacionados con la especifidad de la opresión de las mujeres, los debates más centrales del movimiento feminista se han focalizado en asuntos relacionados con la sexualidad y la violencia machista.
El sufragismo decimonónico había estado, mayoritariamente, marcado por fuertes dosis de puritanismo (no hay que olvidar que su cuna es la Inglaterra de la época victoriana). Se insistía en los peligros del sexo (embarazos múltiples, enfermedades de transmisión sexual...), el deseo sexual aparecía vinculado en exclusiva a los hombres, mientras que para las mujeres el amor era una inclinación espiritual.
El nuevo feminismo, muy al contrario, se enfrenta rotundamente con esta concepción de la sexualidad y reivindica, sin pudor, el placer sexual para las mujeres. Afirma que las mujeres somos seres sexuales con deseos propios, que la sexualidad femenina es, también, activa, al tiempo que se critica la hegemonía masculina en las relaciones sexuales, su agresividad y el modelo falocrático. Rompe la interesada equiparación entre sexualidad-maternidad y la no menos interesada entre sexualidad y heterosexualidad, cuestionando ésta última como norma sexual impuesta, explorando la conducción del deseo sexual de las personas en una única dirección y reivindica, así, el derecho a una sexualidad libre y, por lo tanto, a la legitimidad del lesbianismo.
También en relación a la sexualidad se darán importantes debates en el movimiento feminista. Un sector del llamado feminismo radical (con fuerza, sobre todo, en los EE.UU.) adoptará una posición divergente de la mayoritaria, internacionalmente considerada. Para estas feministas la opresión de las mujeres quedará reducida, casi exclusivamente, a la opresión sexual, delimitando así fácilmente al enemigo: los hombres. El poder de los hombres procedería del falo y los géneros femenino y masculino se construirían sobre las diferentes formas de vivir o practicar la sexualidad: violencia en la sexualidad masculina, pasividad en la femenina. Con esta simplificación reduccionista queda, en mi opinión, descartado un análisis más complejo y multifacético de la opresión de las mujeres y de su integración en los mecanismos de la sociedad de clases: el poder económico, la familia, la ideología, los prototipos de género presentes de mil formas en la sociedad... todo queda reducido al poder del sexo.
Simultáneamente, en este sector del feminismo radical se manifiesta una inseguridad en torno a la sexualidad. Inseguridad motivada, en parte, por el descubrimiento -hecho por el propio movimiento feminista- de la magnitud de la violencia machista. Pero, también, por la presencia de un cierto puritanismo heredado de la tradición feminista decimonónica y por una tendencia al moralismo, a fijar "lo que es correcto y lo que es incorrecto", a establecer prescripciones en lo que a la práctica sexual se refiere, y, finalmente, por un cierto temor a la disidencia, a la diversidad de expresiones de la sexualidad -muchas de ellas satanizadas socialmente-. El sexo se convierte, así, de nuevo, en "cosa de hombres" y "un peligro para las mujeres".
Estas dos maneras de concebir la sexualidad; esta tensión entre placer y peligro centran hoy gran parte de los debates del movimiento y condicionan su actividad.
Pero cualquiera que sea nuestra posición ante la sexualidad, nada puede hacernos olvidar la magnitud de la violencia contra las mujeres en nuestras sociedades. Violencia sexual cuyo máximo exponente es la violación, y violencia física, en general, atestiguada cotidianamente por los malos tratos a las mujeres en la familia. La magnitud de esta violencia machista, sus causas, las formas de combatirla son hoy los principales centros de debate y actuación de los movimientos de mujeres.
También en estos debates sobre las causas de la violencia masculina hay voces que denuncian la agresividad como una fuerza -innata o construida socialmente- general e incontrolable. Otras posiciones sobre la cuestión insisten en que las causas de esta violencia no pueden separarse del análisis más global de las manifestaciones de la opresión de las mujeres, de su dependencia económica y afectiva, de su papel en la familia, de la desvalorización que el ser mujer comporta aquí y ahora, del desprecio hacia ella y hacia su papel social, de los componentes del género masculino en el que son socializados los hombres... Relacionado con todo esto se hace necesaria la reflexión (aquí la sicología proporciona ayudas muy estimables) sobre la construcción social del deseo sexual con sus componentes de agresividad y dominio.
Si en los problemas que enunciaba en el primer bloque -los relacionados con el análisis social- el movimiento feminista planteaba novedades y exigencias, en este segundo bloque, la desconexión con las preocupaciones habituales de la izquierda aparece más marcada todavía. Fuera de algunas influencias, ya lejanas, de H. Ellis y Carpenter, de W. Reich y, más modernamente, de Foucault, la izquierda no se había planteado nunca la cuestión sexual como un asunto serio y de trascendencia social y política.
Y llegan las feministas lanzando al aire estos asuntos, rompiendo tabúes y elevando el sexo a la categoría de problema social y político. Aún podemos hacer otra reflexión. Cuando las feministas hablamos del origen de la opresión de las mujeres, de sus intereses, del socialismo o del derecho al aborto... los hombres pueden sentirse interesados, pero no directamente implicados. En cambio, si nos referimos al terreno de la vida personal (trabajo doméstico, violencia machista o al modelo sexual) la implicación de los hombres es más evidente.
Así, desde que el nuevo movimiento feminista ha planteado estos desafíos, ciertamente apasionantes, a la izquierda, tenemos que un hombre de convicciones democráticas, socialistas, de ideas radicales, de izquierda consecuente, no es ya sólo un hombre que no acepta la explotación, que rechaza el militarismo, combate la represión policial, defiende la naturaleza, no ve con buenos ojos al Estado, se opone al racismo y a la xenofobia... Es, también, un hombre que se replantea la vida privada, su trato con las mujeres, su propia sexualidad, porque el movimiento feminista ha modificado, entre otras cosas, la ética revolucionaria. ¿No es realmente audaz? ¿No aporta mucha riqueza de registros y matices a la Utopía?
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