Diferencias de idioma, analogías y confusiones conceptuales
En los años setenta, el feminismo académico anglosajón impulsó el uso de la categoría gender (género) con la pretensión de diferenciar las construcciones sociales y culturales de la biología. (1) Además del objetivo científico de comprender mejor la realidad social, estas académicas tenían un objetivo político: distinguir que las características humanas consideradas «femeninas» eran adquiridas por las mujeres mediante un complejo proceso individual y social, en vez de derivarse «naturalmente» de su sexo. Suponían que con la distinción entre sexo y género se podía enfrentar mejor el determinismo biológico y se ampliaba la base teórica argumentativa a favor de la igualdad de las mujeres.
Posteriormente, el uso de la categoría género llevó al reconocimiento de una variedad de formas de interpretación, simbolización y organización de las diferencias sexuales en las relaciones sociales y perfiló una crítica a la existencia de una esencia femenina. Sin embargo, ahora que en los años noventa se ha popularizado este término, la manera en que con frecuencia se utiliza elude esa distinción al equiparar género y sexo.
Posteriormente, el uso de la categoría género llevó al reconocimiento de una variedad de formas de interpretación, simbolización y organización de las diferencias sexuales en las relaciones sociales y perfiló una crítica a la existencia de una esencia femenina. Sin embargo, ahora que en los años noventa se ha popularizado este término, la manera en que con frecuencia se utiliza elude esa distinción al equiparar género y sexo.
Son varias --y de diferente índole-- las dificultades para utilizar esta categoría. La primera es que el término anglosajón gender no se corresponde totalmente con el español género: en inglés tiene una acepción que apunta directamente a los sexos (sea como accidente gramatical, sea como engendrar) mientras que en español se refiere a la clase, especie o tipo a la que pertenecen las cosas, (2) a un grupo taxonómico, a los artículos o mercancías que son objeto de comercio y a la tela.
Decir en inglés «vamos a estudiar el género» lleva implícito que se trata de una cuestión relativa a los sexos; plantear lo mismo en español resulta críptico para los no iniciados: se trata de estudiar qué género: un estilo literario, un género musical o una tela. En español la connotación de género como cuestión relativa a la construcción de lo masculino y lo femenino solo se comprende en función del género gramatical, pero únicamente las personas que ya están en antecedentes del debate teórico al respecto lo comprenden como relación entre los sexos, o como simbolización o construcción cultural.
Cada vez se oye hablar más de la perspectiva de género, sin embargo al analizar dicha perspectiva se constata que género se usa básicamente como sinónimo de sexo: la variable de género, el factor género, son nada menos que las mujeres.
Aunque esta sustitución de mujeres por género se da en todas partes, entre las personas hispanoparlantes tiene una justificación de peso: en español se habla de las mujeres como «el género femenino», por lo que es fácil deducir que hablar de género o de perspectiva de género es referirse a las mujeres o a la perspectiva del sexo femenino.
En un ensayo clave, Joan W. Scout apunta varios usos del concepto género y explica cómo «la búsqueda de legitimidad académica» llevó a las estudiosas feministas en los ochenta a sustituir mujeres por género.
En los últimos años, cierto número de libros y artículos cuya materia es la historia de las mujeres, sustituyeron en sus títulos «mujeres» por «género». En algunos casos esta acepción, aunque se refiera vagamente a ciertos conceptos analíticos, se relaciona realmente con la acogida política del tema. En esas ocasiones, el empleo de «género» trata de subrayar la seriedad académica de una obra, porque «género» suena más neutral y objetivo que «mujeres». «Género» parece ajustarse a la terminología científica de las ciencias sociales y se desmarca así de la (supuestamente estridente) política del feminismo. En esta acepción, «género» no comporta una declaración necesaria de desigualdad o de poder, ni nombra al bando (hasta entonces invisible) oprimido... «género» incluye a las mujeres sin nombrarlas y así parece no plantear amenazas criticas.(3)
Para Scott, este uso descriptivo del término, que es el más común, reduce el género a «un concepto asociado con el estudio de las cosas relativas a las mujeres». Empleado con frecuencia por los historiadores para «trazar las coordenadas de un nuevo campo de estudio» (las mujeres, los niños, las familias y las ideologías de género), referido «solamente a aquellas áreas --tanto estructurales como ideológicas-- que comprenden relaciones entre los sexos» este uso respalda un «enfoque funcionalista enraizado en último extremo en la biología».
Pero la cuestión no queda ahí. Scout señala, además, que «género» se emplea también para designar las relaciones sociales entre los sexos.
[...] para sugerir que la información sobre las mujeres es necesariamente información sobre los hombres, que un estudio implica al otro. Este uso insiste en que el mundo de las mujeres es parte del mundo de los hombres, creado en él y por él. Este uso rechaza la utilidad interpretativa de la idea de las esferas separadas, manteniendo que el estudio de las mujeres por separado perpetúa la ficción de que una esfera, la experiencia de un sexo, tiene poco o nada que ver con la otra.
Finalmente, para Scott la utilización de la categoría género aparece no solo como forma de hablar de los sistemas de relaciones sociales o sexuales, sino también como forma de situarse en el debate teórico. Los lenguajes conceptuales emplean la diferenciación para establecer significados, y la diferencia de sexos es una forma primaria de diferenciación significativa. El género facilita un modo de decodificar el significado que las culturas otorgan a la diferencia de sexos y una manera de comprender las complejas conexiones entre varias formas de interacción humana.
Scott propone una definición de género que tiene dos partes analíticamente interrelacionadas, aunque distintas, y cuatro elementos. Lo central de la definición es la «conexión integral » entre dos ideas: [...] el género es un elemento constitutivo de las relaciones sociales basadas en las diferencias que distinguen los sexos y el género es una forma primaria de relaciones significantes de poder.
Scott distingue los elementos del género, y señala cuatro principales:
* Los símbolos y los mitos culturalmente disponibles que evocan representaciones múltiples.
* Los conceptos normativos que manifiestan las interpretaciones de los significados de los símbolos. Estos conceptos se expresan en doctrinas religiosas, educativas, científicas, legales y políticas que afirman categórica y unívocamente el significado de varón y mujer, masculino y femenino.
* Las instituciones y organizaciones sociales de las relaciones de género: el sistema de parentesco, la familia, el mercado de trabajo segregado por sexos, las instituciones educativas, la política.
* La identidad. Scott señala que aunque aquí destacan los análisis individuales —las biografías— también hay posibilidad de tratamientos colectivos que estudian la construcción de la identidad genérica en grupos. Esta es una parte débil de su exposición, pues mezcla identidad subjetiva con identidad genérica.
Scott cita a Bourdieu, para quien [...] la «división del mundo», basada en referencias a «las diferencias biológicas y sobre todo a las que se refieren a la división del trabajo de procreación y reproducción» actúa como la «mejor fundada de las ilusiones colectivas». Establecidos como conjunto objetivo de referencias, los conceptos de género estructuran la percepción y la organización concreta y simbólica de toda la vida social.(4)
Ya que estas referencias establecen un control diferencial sobre los recursos materiales y simbólicos, el género se implica en la concepción y construcción del poder.
Por ello, Scott señala que el género es el campo primario dentro del cual, o por medio del cual, se articula el poder. El ensayo de Scott tiene varios méritos. Uno fundamental es su cuestionamiento al esencialismo y la historicidad. Ella aboga por la utilización no esencialista de género en los estudios históricos feministas:
Necesitamos rechazar la calidad fija y permanente de la oposición binaria, lograr una historicidad y una desconstrucción genuinas de los términos de la diferencia sexual.
Además, su ensayo ordena y clarifica el debate, y propone una vinculación con el poder. Otro acierto es señalar, muy en la línea de decir que el emperador no tiene ropas, la obviedad de la sustitución «académica» de mujeres por género. Esta medida de política académica ignora el esfuerzo metodológico por distinguir construcción social de biología que alentó mucho del trabajo pionero de género.
LA SIMBOLIZACIÓN CULTURAL DE LA DIFERENCIA SEXUAL
A lo largo de los últimos 20 años, investigadores y pensadores de diversas disciplinas han utilizado la categoría género de diferentes maneras. Aunque muchas cuestiones dificultan una unificación total en el uso de esta categoría, podemos distinguir entre dos usos básicos: el que hable de género refiriéndose a las mujeres y el que se refiere a la construcción cultural de la diferencia sexual, aludiendo a las relaciones sociales de los sexos.
Scott plantea una ventaja de usar género para designar las relaciones sociales entre los sexos: mostrar que no hay un mundo de las mujeres aparte del mundo de los hombres, que la información sobre las mujeres es necesariamente información sobre los hombres. Usar esta concepción de género lleva a rechazar la idea de las esferas separadas. Scott señala que los «estudios de la mujer» perpetúan la ficción de que la experiencia de un sexo tiene poco o nada que ver con la experiencia del otro sexo. Aunque existe ese riesgo, creo que es menor, ya que muchos trabajos ubicados en los «estudios de la mujer» integran la perspectiva de relaciones sociales entre los sexos.
En todo caso, el uso de la categoría género implica otra índole de problemas: dependiendo de la disciplina de que se trate es que se formular á la interrogante sobre ciertos aspectos de las relaciones entre los sexos o de la simbolización cultural de la diferencia sexual.
Desde la antropología, la definición de género o de perspectiva de género alude al orden simbólico con que una cultura dada elabora la diferencia sexual. Un ejemplo de una investigación antropológica que explora este ámbito desde una perspectiva de género es la que realizó el antropólogo español Manuel Delgado.(5)
Puede ser ilustrativo observar el análisis de un fenómeno social desde esta perspectiva de género.
Delgado se propuso analizar la violencia popular anticlerical en España, fenómeno que ha sido explicado con elementos que proceden del campo estrictamente político institucional y económico: la complicidad de la Iglesia con los latifundistas, los carlistas, el absolutismo, la monarquía y el Estado, la insurrección militar, etcétera. Sin negar que puedan tener un lugar estratégico en cualquier clarificación, Delgado insiste en que estos elementos no bastan para dar cuenta del aspecto irracional del fenómeno, y sostiene que los elementos explicativos tradicionales muchas veces han actuado como lo que Levi-Strauss llama «racionalizaciones secundarias», o Althusser «sobredeterminaciones de causa».
Delgado relata cómo en España, como reacción al levantamiento militar de Franco en 1936, los anticlericales incendiaron y arrasaron miles de iglesias, y destruyeron sus objetos rituales, incluso las imágenes que poco antes habían llevado en procesión; además, asesinaron a sacerdotes, monjes y monjas. Esto ya había ocurrido en 1835, 1909 y 1931, pero nunca con tanta saña como entonces.
Gran parte de los historiadores de ese fenómeno no ve sino «explosiones en que se manifestaban los instintos sádicos de turbas enloquecidas y sedientas de sangre». Otros historiadores políticos plantean que esa fue la manera como se canalizó una enemistad violenta contra los poderosos económica o políticamente, cuya hegemonía era sancionada por la institución eclesial y la religión católica.
La interpretación de Delgado va por otra parte, pues penetra en el entramado de la simbolización cultural y localiza los factores ocultos o tácitos, no explicitados. Delgado se propone prestar atención al contenido simbólico de «los motines iconoclastas y las actitudes sacrílegas».
Si la gente quemaba iglesias, pateaba confesionarios, defecaba en las pilas bautismales, le sacaba los ojos a los santos y colgaba de los testículos a los sacerdotes, los historiadores no se han preguntado qué significaban una iglesia, un confesionario, una pila bautismal, un santo o un sacerdote.
Delgado tiene una clara conciencia de que «un acontecimiento es una relación entre algo que pasa y una pauta de significación que subyace».
Por eso, él plantea que esos hechos [...] pertenecen a una misma trama de significaciones, a una red de interrelaciones e interacciones cuya gramática oculta se intenta reconstruir y cuya lógica he tratado de desentrañar haciendo intervenir categorías relativas al desglose sexual, es decir, a la construcción cultural de los géneros. Al elegir una perspectiva de género, Delgado no se plantea «discutir el papel supuestamente real y objetivo de la mujer en el marco doctrinal del catolicismo», ni la «culpabilización de lo femenino que se desprende del texto bíblico», él pretende dar cuenta de la simbolización de la diferencia sexual reconstruyendo «la manera como la oposición hombre/mujer se producía en el imaginario de las movilizaciones que habían asumido la misión de destruir lo sagrado». Eso lo lleva a sugerir que «los ataques a la Iglesia y sus cultos podrían haber funcionado psicológicamente como agresiones contra una suerte de poder, si no femenino, cuando menos feminizante».
Lo notable de la propuesta de Delgado es que plantea la «consideración del sistema religioso de la cultura en tanto que objeto de identificación genérica, como parte del orden representacional encargado de operar la distinción sexual». Así, la Iglesia, como «hipóstasis de la autoridad social», pasaría a ser leída [...] contribuyendo tanto repertorial como ideológicamente a la esencialización de la feminidad y sus «misterios » y encarnando presuntos peligros para la hegemonía del mundohombre.
Los disturbios iconoclastas pasarían así a incorporarse significativamente a la realidad social concebida en clave de género, esto es a las articulaciones metafóricas e institucionales a través de las cuales la cultura procede al marcaje de los sexos.
Delgado coloca, en primer plano, «la calidad determinante de las diferencias simbólicas entre los sexos»; para él la distribución de funciones socio-sexuales tuvo que ocupar un papel [...] social y psicológicamente fundamental y no marginable en la producción de una ideología obsesivamente centrada en la necesidad de abatir el poder sacramental en España, como requisito ineludible de un fantasioso proceso de modernización/virilización, liberador de las antiguas cadenas del pasado/mujer.
El investigador reconstruye así cómo el género intervenía en la percepción de lo social, lo político o lo cotidiano de los actores históricos. Su interpretación va más allá de simplemente reconocer la existencia de dos ámbitos sociales, con sus espacios delimitados y los rituales que los acompañan. De entrada, el hecho de que el clero sea masculino no facilita una interpretación como la suya, que analiza lo relativo a la Iglesia como un territorio feminizante, que amenaza simbólicamente la virilidad. Si Delgado logra ir más allá de lo aparente es porque reconoce el estatuto simbólico de la cultura y distingue entre el orden de lo imaginario y el de lo real.
Analiza cómo los varones perciben a la religión como la maquinaria de integración y control de la sociedad y a las mujeres como madres controladoras. Al relacionar lo femenino con lo religioso, el anticlericalismo se perfila como un proceso de masculinización frente a lo que se percibe como una hegemonía matriarcal.
Aunque desde el plano de los significados culturales, Delgado interpreta el odio contra la Iglesia y el clero como un desplazamiento del desacuerdo hacia las coacciones y fracasos que el imaginario masculino atribuía a figuras intercambiables (la Iglesia y la comunidad social: las esposas y las madres), también insiste en que hay otras cosas en juego y deja abierta su explicación del fenómeno a otros factores. Lo importante aquí es cómo el uso de esta perspectiva le permite analizar una de las tantas formas simbólicas de que se vale la cultura para institucionalizar la diferencia entre hombres y mujeres y para poner en escena sus confrontaciones. (Tomado de La Ventana)
Citas:
1 Parte de ese proceso está en Lamas, M. «La antropología feminista y la categoría 'género'», en Nueva Antropología. Estudios sobre la mujer: problemas teóricos, núm.30, Ludka de Gortari (coord.), CONACYT/UAM Iztapalapa, 1986, pp.173-198.
2 El Diccionario del uso del español, de María Moliner, consigna cinco acepciones de género; la última es la relativa al género gramatical.
3 Scott, Joan W. «Gender: a Useful Category of Historical Analysis», en American Historical Review, num,91, 1986. Hay traducción: «El género: una categoría útil para el análisis histórico», en James Amelang y Mary Nash, Historia y género: las mujeres en la Europa moderna y contemporánea, Ediciones Alfons el Magnanim, 1990.
4 La obra citada de Pierre Bourdieu es Le Sens Pratique, París, 1980.
5 Delgado, Manuel. «Las palabras de otro hombre, anticlericalismo y misoginia», Muchnick Editores, Barcelona, 1993.
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