martes, mayo 19, 2009

Notas sobre el Trabajo Doméstico

Por: Maria B. Ávila
La reflexión sobre el trabajo doméstico, que constituye la cuestión central de este texto, está basada en el concepto de división sexual del trabajo. Según Kergoat (2001) “la división sexual del trabajo tiene como característica la designación prioritaria de los hombres a la esfera productiva y de las mujeres a la esfera reproductiva como también, simultáneamente, la captación por los hombres de las funciones con fuerte valor social agregado (políticos, religiosos, militares, etc.)”. El trabajo doméstico es definido, por esa autora, como aquel a través del cual se realizan las tareas del cuidado y de la reproducción de la vida, el cual es un elemento fundamental de esa división y, por tanto, funcional e integrado al modo de producción capitalista (Kergoat, 1998).

Todavía según Kergoat (1998), la noción de trabajo doméstico no es ahistórica. Es la forma concreta que toma el trabajo reproductivo designado para el grupo de las mujeres en una sociedad asalariada. Este se coloca como una dimensión de la división sexual del trabajo, a partir de la reestructuración traída por el desenvolvimiento del sistema capitalista, que separa un espacio/tiempo del trabajo de la reproducción.

Cuando el nuevo orden capitalista instauró la separación espacio/tiempo entre trabajo productivo y reproductivo, produjo también un principio de separación de trabajo de hombres y trabajo de mujeres y dio a esa separación una connotación jerárquica (Kergoat, 1998). Ese principio, de ahora en adelante sustentado por estructuras material y simbólica, es un elemento determinante en la configuración de las relaciones sociales entre hombres y mujeres, de acuerdo con su inserción de clase.



Ese principio organizador de la división sexual del trabajo establece otra configuración que asocia hombres/producción/esfera pública, mujeres/reproducción/espacio privado, confiriendo a esas asociaciones, dentro del mismo principio jerárquico, una calificación de la primera como siendo del orden de la cultura y la segunda como siendo del orden de la naturaleza. El poder patriarcal, que antecede ese nuevo orden, es reestructurado dentro de los nuevos principios para asegurar el poder de los hombres. En este sentido a las atribuciones del trabajo doméstico se junta la privación de las mujeres a la esfera pública. Como afirma Saffioti (2004) “El patriarcado ser refiere a milenios de la historia más próxima, en los cuales se implantó una jerarquía entre hombres y mujeres, como primacía masculina.”

Para Scott (1991), “Más que reflejar un proceso objetivo de desenvolvimiento histórico, la historia de la separación del hogar y del trabajo contribuyó para ese desenvolvimiento; esa separación proporcionó los términos de legitimación y las explicaciones que construyeran el problema de la mujer trabajadora, minimizando continuidades, asumiendo que las experiencias de todas las mujeres eran iguales y acentuando las diferencias entre hombres y mujeres”. Para esa autora, el discurso del siglo XIX sobre la separación entre el hogar y el trabajo “conceptualizó el género como una división sexual del trabajo natural”. Legitimando esa separación y la asignación de las mujeres al trabajo doméstico como atributo de su feminidad, estaban también los discursos médicos, jurídicos y filosóficos.

Puede decirse que la propia noción de femenino, como una representación genérica de los atributos sociales e incluso psíquicos de las mujeres se construye en una relación directa con el trabajo doméstico, en la cual una cosa da sentido a la otra. En el proceso de constitución de un modelo femenino en Occidente, forjado en el siglo XIX, en los países del Norte, necesario a la nueva forma de organización social del trabajo y al mantenimiento del poder de los hombres, las mujeres y el trabajo doméstico fueron tomados como cosas inextricables.

Cuando recorremos la historia de la revolución industrial vamos a encontrar, desde su inicio, la presencia de las trabajadoras asalariadas y podemos, también, percibir una persistente negación histórica en considerar a las mujeres como parte de la clase trabajadora. De esa forma, las mujeres contratadas en el trabajo asalariado fueron tratadas como fuera de su lugar y, por eso, la inserción de las mujeres en el mercado de trabajo fue, desde ahí, tratada como una ausencia del espacio para el cual ellas estaban “destinadas”. Ese discurso de sustentación de una ideología que produce la desvalorización de la participación de las mujeres, en el mercado de trabajo, fue una estrategia fundamental para mantener la explotación/opresión de las mujeres como parte del orden natural de las cosas

El siglo XIX colocó esa cuestión como un problema. Evidentemente un problema para ser resuelto a favor del nuevo orden que se establecía regido por los intereses del mercado (de capital), y sometido al poder de los hombres (patriarcal). Según Joan Scott (1991), “La visibilidad de la mujer trabajadora resultó de su percepción como un problema, un problema de creación reciente y que exigía una resolución urgente. Ese problema implicaba el propio sentido de la feminidad y su compatibilidad con el trabajo asalariado; fue puesto y debatido en términos morales y categoriales”. Cualquiera que fuese la situación e inserción de la mujer en el mercado de trabajo y cualquiera que fuese la posición sobre las tendencias del capitalismo, las cuestiones giraban siempre en torno de: ¿Deben las mujeres trabajar por un salario? ¿Cuál es el impacto del trabajo asalariado en el cuerpo femenino y en su capacidad de desempeñar las funciones maternales y familiares? ¿Qué género de trabajo es adecuado para una mujer?” (Scott, 1991). Esas cuestiones traídas por Scott, fruto de investigaciones históricas, nos muestran, también, de manera clara, la conexión entre el cuerpo de las mujeres y la producción de la división sexual del trabajo presente en la elaboración de las doctrinas morales que legitimaban la opresión de las mujeres, configurada en el nuevo orden.

Las diferencias de clase entre mujeres es, históricamente, determinante de su situación en la relación trabajo doméstico/trabajo asalariado. Para todas las clases, el trabajo doméstico siempre fue responsabilidad de las mujeres. Existe, en tanto, una desigualdad histórica en la forma de enfrentar esa relación. En la tradición las mujeres de clase media estuvieron de forma muy minoritaria en el mercado de trabajo y con una permanencia de corta duración y, a partir del casamiento y de la constitución de la familia, de manera general, hacían un retorno a la las actividades del “hogar” exclusivamente. En el nuevo escenario, de inserción cada vez mayor de las mujeres al mercado de trabajo formal e informal, las mujeres de las camadas medias están inseridas de una manera que rompe con su forma de inserción tradicional pues, cada vez más, están colocadas como profesionales con planes de carrera y, por tanto, de permanencia en el mercado de trabajo como parte del proyecto de vida.

Las mujeres de clase burguesa, más allá de constituirse como las esposas de los hombres de negocios, los dueños de los medios de producción, siempre contarán con los servicios de otras mujeres para los cuidados de la casa y de los hijos. Su responsabilidad siempre fue de orden moral, ceremonial y administrativa. Toca siempre a las mujeres burguesas presentar el lujo y los rituales del espacio privado de la familia, para mostrar el refinamiento y la tradición de clase que legitiman el poder en el propio campo de las relaciones entre burgueses.

Como afirma Kergoat (1998), los hombres mediaban las relaciones de clase entre las mujeres, y solo recientemente, mediante el análisis de los datos sobre la inserción de las mujeres en el mercado de trabajo marcado, de un lado, por el empobrecimiento y precarización; y del otro, por ciertas mujeres que aumentan “sus capitales económicos, culturales y sociales, lo que puede ser analizado como la irrupción de una oposición de clase entre mujeres, por primera vez directa y no más mediada por los hombres (padre, esposo, amante)”. Siendo así, fue a partir de la situación de clase de las mujeres como trabajadoras asalariadas, esto es, como parte de una clase que vende su fuerza de trabajo como medio para obtener los recursos para suplir las necesidades de reproducción, que la cuestión de la división sexual del trabajo se configuró como una dimensión de división social del trabajo. Y, así, los problemas cotidianos que se colocan para los desplazamientos entre las esferas del trabajo remunerado y productivo y la del trabajo doméstico y reproductivo, son “resueltos” de acuerdo con la inserción de clase.

Tiempo y trabajo de las mujeres

En esta separación espacio/tiempo entre trabajo productivo y trabajo reproductivo el tiempo que cuenta, el tiempo que tiene valor es aquel empleado en la producción de mercadería, generador de plus valía. El plus valía es la base de la acumulación del capital. La apropiación del tiempo de trabajo es una dimensión fundamental y permanente de sociedad capitalista. El tiempo del trabajo doméstico, del cuidado con la reproducción de la vida de las personas, no es tomado en cuenta en la distribución del tiempo dentro de la relación producción x reproducción. Incluso en el análisis marxista, la reproducción es tratada apenas como sustrato del proceso productivo, y el trabajo reproductivo realizado en el espacio doméstico, elemento central para la reproducción social, no es tomado en cuenta. Los costos de la reproducción de la fuerza de trabajo son contados, apenas, a partir del consumo de los productos necesarios para el mantenimiento y reproducción de los trabajadores y trabajadoras, pero todo trabajo invertido en el cuidado, en la producción de alimentación, en la organización y mantenimiento del espacio de convivencia familiar está fuera de la cuenta que configura el plusvalía y, consecuentemente, que mide el grado de acumulación en la explotación capitalista.

El tiempo que sobra de las actividades productivas, para la clase que vive del trabajo (Antunes, 2000), es contado como un tiempo de descanso, de ocio, del cuidado de sí mismo y sí misma, esto es, de la reconstitución de cada persona como fuerza de trabajo. La duración de esta “sobra” es fruto de procesos históricos, de transformaciones en las relaciones sociales entre capital y trabajo. No es lo mismo en todo lugar, ni para todos los trabajadores y trabajadoras. Hay un tiempo, asegurado por los derechos sociales y laborales, que regula la duración de la jornada de trabajo y define los días de descanso y de vacaciones, pero para tener acceso a esto es preciso estar legalmente registrado y registrada como empleado y empleada, lo que constituye un vínculo social que asegura otros derechos y también deberes. Estos períodos liberados de la producción, son un derecho de cada trabajador y trabajadora de reconstituirse física y mentalmente. ¿Dónde está el tiempo para los cuidados necesarios para producir los medios de mantenimiento de la vida individual y colectiva, esto es, para el desenvolvimiento de las tareas que garanticen la alimentación, el abrigo, la vestimenta, la educación, la salud, la comodidad y el mantenimiento del espacio doméstico? ¿Cuál es el tiempo definido para el cuidado de las personas que no tienen condiciones de de auto-cuidarse, como los niños, los ancianos y ancianas y otras personas que no tienen condiciones físicas o mentales para eso? Ese tiempo que no es percibido como parte de la organización del tiempo social, es retirado de la vida de las mujeres como parte de las atribuciones femeninas, determinadas por relaciones de poder que entrelazan la dominación patriarcal a la explotación capitalista. Para la mayoría de las mujeres que están en el mercado de trabajo, formal e informal, el tiempo para cuidar de las tareas domésticas es aquel que sobra de su inserción formal o informal en ese mercado. Es justamente ahí que se produce la doble jornada. Esa forma de organización, basada en la doble jornada de las mujeres, es fundamental para la acumulación del capital, una vez que baja los costos de la reproducción social.

La teórica feminista Carrasco (2001) afirma que no sería posible el mantenimiento del trabajo asalariado en la producción (tiempo asalariado) sin la sustentación del trabajo reproductivo (no remunerado) en el ámbito doméstico.

Según Torns (2001), “Esa perspectiva del tiempo nos sirve también para poner de manifiesto la existencia de lógicas distintas que rigen el tiempo de trabajo, en su acepción laboral, y el tiempo del trabajo reproductivo, pues, tal como hemos sabido posteriormente, el primero se rige por una lógica diacrónica, lineal y fácilmente objetivable mediante el horario, sin necesidad de mayores horizontes. En cuanto al segundo se mueve con una lógica sincrónica, difícil de precisar sin la percepción subjetiva de la experiencia vivida, cotidianamente, y con una discontinuidad, solo visible a través del ciclo de vida femenino”.

La producción capitalista tiene como objetivo la maximización del lucro, lo que orienta su lógica y tiempos de funcionamiento. La reproducción tiene otra y requiere otro sentido del tiempo. Como envuelve el cuidado y el trabajo doméstico, ella acompaña los tiempos y los procesos de la vida. “Hay una tensión permanente entre la lógica del lucro y la lógica del cuidado. Las políticas existentes son pensadas en términos de conciliar estas lógicas, pero cabe a las mujeres que absorban esta tensión en la sobrecarga de trabajo, en el desgaste físico y emocional. Cabría a las mujeres superar esas lógicas y estructurar la economía teniendo, en el centro, la sustentabilidad de la vida humana” (Carrasco, 2001).

Todavía según Carrasco (2001), otro punto importante es como el trabajo de las mujeres es visto, como un recurso elástico e inagotable, como la naturaleza. El trabajo de las mujeres es tratado como servicio, considerando que las mujeres están a la disposición para servir. Solo se considera como producto lo que se convierte en renta monetaria, desvalorizándose el autoconsumo.

Si, históricamente, en la representación social de la división sexual del trabajo, tocaron a las mujeres las tareas domésticas y a los hombres las actividades productivas, en la práctica, como vimos, siempre hubieron mujeres que estuvieron, tanto en la esfera de la producción, como en la esfera de la reproducción, en cuanto a los hombres se mantuvieron, hasta hoy, apenas, por lo menos en su mayoría, en la esfera de la producción. Actualmente, la inserción de las mujeres en el mercado de trabajo formal o informal se expandió. “Se vive un aumento significativo del trabajo femenino, que alcanza más del 40% de la fuerza de trabajo en diversos países avanzados y ha sido absorbido por el capital, particularmente, en el universo del trabajo part-time, precarizado y no regularizado” (Antunes, 2000).

Mujeres y trabajo doméstico

Los análisis sobre desigualdad en el mercado de trabajo son importantes, pero solo por medio de un análisis que relaciona mercado de trabajo y trabajo doméstico es posible profundizar la compresión de esa relación de desigualdad de las mujeres en la división sexual del trabajo. Es así que la vida cotidiana aparece como un escenario en el cual se desarrolla esa dinámica. Un territorio analítico, a partir del cual ha sido posible delimitar las presencias y las ausencias masculinas y femeninas, de manera estricta, es reconocer la división sexual y jerárquica que las preside (Torns, 2001).

Si en el siglo XIX se consolidan las bases materiales y simbólicas de la división sexual del trabajo, en el siglo XX, a partir de los años 70, el feminismo contemporáneo reveló, analizó y teorizó sobre esa división, avanzando en la teoría crítica. Al definir el trabajo doméstico como trabajo, las autoras feministas suscitaron un amplio debate, generando nuevos análisis sobre la relación mujeres y trabajo.

La exploración del tema del trabajo de las mujeres trae un cuestionamiento del uso del concepto en las ciencias sociales como relativo, exclusivamente, a las actividades de la producción, y todo el trabajo reproductivo del ámbito doméstico estaba fuera del concepto. “Para eso, fue preciso que un movimiento social impulsase las categorías de sexo como variable social, luego, abordable sociológicamente; lo que coloca en cuestión la diversidad de las dos órdenes, productiva y reproductiva, e interpela la acepción tradicional del concepto trabajo: es solamente en las huellas del feminismo, gracias al cuestionamiento epistemológico que este impuso, que la reflexión sobre las prácticas sociales de las operarias se tornaba posible” (Kergoat, 1987).

La cuestión de las mujeres como responsables por el trabajo doméstico, aún teniendo un trabajo asalariado, lo que vino a ser conceptuado por la teoría feminista como la “doble jornada”, surge del debate entre mujeres, en los espacios del movimiento feminista, sobre los problemas que enfrentan para responder las exigencias y necesidades de las dos esferas. La socialización de las dificultades enfrentadas en la vida cotidiana fue transitando de los dilemas personales, de las imposibilidades, de la falta de cada una, hacia una construcción de un problema político y sociológico. Político en la lucha por autonomía, contra la explotación y la opresión, y sociológico a partir de la necesidad del análisis, de las explicaciones producidas sobre eso, que vino a constituirse como un campo teórico sobre la “división sexual del trabajo”, fundamental para el avance de la teoría feminista y, de una manera general, para el avance de la teoría crítica.

El análisis del trabajo doméstico realizado por Chirstine Delphy permite develar el contenido sexual de una categoría tan neutra, en apariencia, como es el trabajo. Para esa autora, “El trabajo doméstico se define, así como el asalariado, a partir de las relaciones sociales de producción” (Delphy apud Fougeyrollas, 1999). El concepto de trabajo sufre una alteración y se disloca del campo productivo y de la burocracia para llegar a la esfera reproductiva en el ámbito doméstico. Lo que fue denominado por Delphy (2002), como “modo de producción doméstico”.

De acuerdo con la lectura que hago de la posición teórica de Delphy, el trabajo doméstico es un mecanismo de dominación patriarcal y, por otro lado, la explotación económica de las mujeres en el interior de la familia, se apoya sobre su explotación en el mercado capitalista de trabajo.

La autora afirma que “modo de producción doméstico y patriarcado no son conceptos sinónimos ni intercambiables”, como también que “el modo de producción doméstica no explica todo el patriarcado y ni siquiera toda la dominación económica de la subordinación de las mujeres” (Delphy, 2002). Essas cuestiones, lanzadas desde los años 1970, permanecen como cruciales para la reflexión teórica. En este sentido, el concepto de división sexual del trabajo es también la base para avanzar en la comprensión sobre el trabajo doméstico en esta relación entre patriarcado y capitalismo.

Para Saffioti (1979), el trabajo doméstico está definido por la relación entre patriarcado y capitalismo, considerando que la división sexual del trabajo es fundamental para mantener la acumulación del capital y para mantener el orden patriarcal que garantice a los hombres la hegemonía del poder sobre el Estado, dentro de las instituciones, haciendo que se reproduzcan desigualdades en las estructuras material y simbólica y en la vida cotidiana.

Como afirma Antunes (2005), el trabajo es una “cuestión central de nuestros días”. Esa centralidad trae, para el feminismo, la necesidad de retomar el debate sobre el trabajo doméstico, por varias razones: en función a su permanencia como un problema de las mujeres en la división sexual del trabajo, y, por tanto, de la permanencia de las contradicciones de la doble jornada y de lo que eso acarrea para las mujeres, como una cuestión importante en el nuevo orden de la división internacional del trabajo en el proceso de globalización y, finalmente, por su importancia en el proceso de reproducción humana y social. Relevante para ese debate la afirmación de Kergoat (1998) de que la estructura de la división sexual permanece inalterada, aunque las mujeres hayan realizado una serie de “conquistas” importantes.

En el contexto actual, esta contradicción aumenta con la hegemonía de las políticas neoliberales, el Estado Benefactor se disgrega, en la mayoría de los países donde fue alcanzado, y así las políticas públicas que lograron, aunque de forma restrictiva, un impacto en lo cotidiano, con guarderías, escuelas de tiempo completo, instrumentos colectivos, fueron siendo cortadas. La forma actual del modelo económico es la total desresponsabilización con los costos de la reproducción social. Es así que tenemos, de un lado, relaciones flexibles que significan precarias en el campo del trabajo y, del otro, un Estado no redistributivo.

Por tanto, no está en el curso de los cambios del sistema capitalista la solución de esa contradicción. Al contrario, se incitan las desigualdades, aunque esa hegemonía ya haya sufrido alguna fisura, el discurso neoliberal niega cualquier contradicción y defiende el mercado como mediador y proveedor de todas las necesidades. En el caso de Francia, país con una tradición histórica de Estado Benefactor Social, la asistencia social ha utilizado subsidio individual para el pago de contratación de servicios de “empleada doméstica” en sustitución a políticas sociales de sello colectivista. Las empleadas domésticas, en este país, como en otros de Europa, son, de una manera general, inmigrantes de países del sur.

En el caso de Brasil, donde el Estado Benefactor Social nunca llegó a ser implantado, las mujeres trabajadoras nunca contaron, de hecho, con políticas públicas que aliviaran la sobrecarga de las tareas de la reproducción.

El trabajo doméstico implica tareas del cuidado de la casa, de la preparación de alimentos y vestimenta, el cuidado personal, el cuidado directo de las personas, sobre todo niños y ancianos que no tienen condiciones de hacerlo por sí mismas. Pero ese cuidado, es importante resaltar, está constituido también por la relación de afectividad y de amparo. Es una práctica social de trabajo, la cual envuelve cuestiones objetivas y subjetivas, y requiere conocimientos técnicos y sensibilidad humana. Esa práctica social es también desenvuelta como parte de la relación en familia y está envuelta por tensiones trazadas por las desigualdades de género en la vida cotidiana.

Según Beth Lobo (1989), “La relación de género remite, pues, a espacios primarios de las relaciones familiares e implica en la construcción de una subjetividad sexuada y de identidad de género y, por eso, la contribución de las abordajes psicoanalíticos es fundamental. Por otro lado, los itinerarios de hombres y mujeres no pueden ser reducidos a simples efectos mecánicos de una identidad cristalizada de una vez para siempre, o no habría historia”. De ahí la importancia de los análisis que tienen por objeto las prácticas sociales y las instituciones, donde las relaciones de género se construyen.

Hay transformaciones en el interior de la institución familia que están dadas, tanto por las nuevas dinámicas de sociabilidad motivadas por las exigencias del sistema capitalista, como cuestión inherente a su proceso de reproducción social, pero también por los procesos que se presentan como transformadores, creando fisuras en el orden vigente y que son producidas por los sujetos en movimientos de tensión permanente entre dominación y emancipación.

Del trabajo doméstico, dos formas de práctica deben ser tratadas: el trabajo doméstico no remunerado, en el interior de la propia casa y del contexto familiar con las divisiones y tareas que están presentes, y el trabajo doméstico es cuanto empleo, esto es, como trabajo remunerado, como venta de fuerza de trabajo para otras personas, por tanto, como relación mercantil. En esta modalidad vale resaltar la necesidad de avanzar en el análisis de cómo se configuran las relaciones entre las mujeres a través del empleo doméstico, en las estrategias de superación en lo cotidiano de las contradicciones entre trabajo doméstico y trabajo remunerado. O sea, en los desplazamientos entre los espacios y los tiempos de trabajos separados, vigentes en esta sociedad.

La cuestión del valor permanece como un desafío teórico y político para el feminismo.
Pues, como pensar a partir del trabajo doméstico una noción de valor que, de un lado, no estuviera pautada por la relación mercantil y que, de otro, supere esa forma de explotación y dominación contenida en ese trabajo considerado sin valor. Los fundamentos de la teoría crítica marxista, en este sentido, no aportó cualquier contribución. Al contrario, contribuye para su invisibilidad y para la noción de actividad sin valor.

En Brasil, el empleo doméstico tiene un peso extremadamente importante en el mercado de trabajo para las mujeres, con mayor peso para el caso de las mujeres negras.
Las empleadas domésticas constituyen una de las mayores categorías de trabajadoras del país. Del total de empleadas y empleados en ese sector, más 93% son mujeres, lo que justifica afirmar que es una categoría profesional formada por mujeres (OIT, 2006).
Si sumamos a eso el hecho de que son las mujeres, mayoritariamente, responsables por el trabajo doméstico de su propia unidad doméstica y familiar, se puede percibir que el trabajo doméstico permanece como un problema para las mujeres, como una dimensión estructurante de las desigualdades de género asociadas a la cuestión de raza y clase.

El trabajo doméstico, que Hirata (2004) caracterizó como una forma de servidumbre, “parece así refractario a las grandes mutaciones de la actividad femenina. Su perduración interroga grandemente el campo de la investigación y continúa siendo cuestionada por los movimientos feministas, de los años setenta (cf. La publicación feminista de la época, Le torchon brûle, literalmente en español El repasador arde) las reivindicaciones actuales. (cf. Las palabras de orden de la organización feminista “Mixcités” sobre la repartición de las tareas domésticas entre hombres y mujeres en el desfile del primero de mayo de 2000 en París)” (Hirata, 2004).

La importancia de conocer los datos generales sobre la participación de las mujeres en el mercado de trabajo y la participación de los hombres en los trabajos domésticos es, sin duda, esclarecedor de las relaciones de género. En tanto, para comprender la dinámica y el sentido que esos datos tienen en la estructuración de las relaciones sociales, la investigación cualitativa es necesaria, pues permite una prospección en lo cotidiano en el sentido de conocer la relación entre las macro estructuras y los micro procesos y las prácticas sociales. Una base importante, de un lado, para un abordaje dialéctico de la realidad, como un camino que permite conocer las percepciones de los sujetos y las condiciones materiales y, a partir de ahí, poder trabajar el análisis teniendo en consideración las tensiones en las relaciones sociales.

Autoras brasileras, como Araújo (2005), Sorj (2005) y Cappollin (2005) han demostrado por medio de investigaciones cualitativas y cuantitativas, la permanencia del trabajo doméstico como atribución de las mujeres.

La investigación cualitativa ofrece también los medios para un conocimiento que pueda buscar elementos de las dimensiones objetivas y subjetivas presentes en esa forma de opresión. Lo que nos parece fundamental es el incremento de la investigación empírica y de reflexión teórica sobre el trabajo doméstico, como tema fundamental en la reflexión actual sobre los mundos del trabajo. Para el feminismo, avanzar teóricamente en ese campo es, sin duda, en elemento fundamental para la sustentación de su proyecto emancipatiorio.


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Este artículo fue publicado en: LIMA, Maria Edinalva Becerra et al (orgs.).
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