viernes, mayo 08, 2009

La MUJER como SUJETO ¿Utopía o Realidad?

Por: María Novo
¿Para qué sirve la utopía?
Para eso sirve: para caminar.
Eduardo Galeano

Abordar la cuestión de la mujer como sujeto significa examinar, aunque sea brevemente, el papel que las sociedades patriarcales de los últimos siglos han otorgado a las mujeres, al trabajo femenino, y a sus aportaciones al conjunto de la vida social y productiva.

El ámbito temporal de nuestro análisis será, consecuentemente, el de la Modernidad. Un tiempo presidido por una visión cartesiana, dualista, del mundo, cuyos valores dominantes en el plano social, definidos desde la visión masculina y occidental del mundo, tuvieron la pretensión se servir como valores universales que alcanzasen a todos los seres humanos (pretensión que, por cierto, se sigue manifestando desde quienes tienen el poder en la sociedad de la globalización). La Modernidad es, por tanto, un momento histórico y una cosmovisión esencialmente dominadores para el colectivo femenino, en todas las culturas.


Pero también es el escenario en el que se desarrolla con mayor fuerza el proceso emancipador de las mujeres, verdaderas resistentes, pioneras en la lucha por hacer el planeta más equitativo y habitable. Ellas anticipan, como espero poder mostrar más adelante, muchos de los valores del actual pensamiento postmoderno, valores que, denominados tradicionalmente “femeninos”, hablan de la no violencia, del cuidado de la naturaleza y de lo pequeño, de la comunicación..., y se han convertido en propuestas morales que alcanzan a hombres y mujeres para la construcción de un planeta más equilibrado ecológica y socialmente.

Algunas aclaraciones terminológicas me parecen oportunas antes de entrar de lleno al tratamiento del tema. En concreto, sobre lo que entiendo por Modernidad y Postmodernidad, sobre el concepto de paradigma y también en cuanto al significado que doy en el texto a los citados “valores femeninos”.

Comencemos, pues, por estos últimos, para decir que, bajo esa denominación, me referiré a valores generalmente vivenciados y expresados por las mujeres, que pretenden iluminar la moral directa, subjetiva y práctica, de la vida (frente a la eticidad abstracta del Estado o de la sociedad), con la peculiaridad de que, bajo mi punto de vista, tales valores no son patrimonio exclusivo de las mujeres y, cada vez más, resultan ser compartidos por algunos hombres que participan de ellos e intentan rediseñar sus comportamientos consecuentemente.

También me gustaría aclarar que utilizo el concepto de paradigma en el sentido de cosmovisión, de un conjunto de modelos de interpretación del mundo y de formas de comprenderse en ese mundo.

En cuanto a la Modernidad y la Postmodernidad, a las que me referiré más adelante, ambos conceptos, sobre todo el segundo, están bastante contaminados por adherencias ideológicas, por lo que encuentro necesario clarificar que la primera, la Modernidad, es entendida en este trabajo fundamentalmente como el movimiento cultural que nace en los siglos XVI y XVII de la mano de la nueva ciencia positiva, movimiento que se consolida en la Ilustración y que, en los siglos posteriores, incurre en una serie de excesos que conducen históricamente al triunfo desmedido de la economía neoliberal, al dominio de lo grande sobre lo pequeño, al aplastamiento del mundo emocional a manos de la razón, y al éxito de la economía frente a la ética y la ecología. Dicho muy rápidamente, éste sería el diagnóstico final de una Modernidad tardía que todavía estamos viviendo.

La Postmodernidad (también llamada Contramodernidad, Ultramodernidad...) es entendida en esta reflexión no tanto como un período histórico que sucede a la Modernidad cuanto como una corriente de pensamiento y acción inscrita en la misma; un movimiento de contestación de los supuestos modernos, que ya encontramos en el Romanticismo, en las Vanguardias artísticas, en los movimientos contraculturales del siglo XX. Esencialmente, el pensamiento postmoderno nos permite ver la historia de nuestro tiempo como un repertorio de teorías emancipatorias no cumplidas. Auswich, Hiroshima, son hitos que marcan ese incumplimiento sin retorno, pero también lo son, en el plano ambiental, Chernobil, Bhopal... Por no hablar de cuestiones de tipo estructural, como el desequilibrio Norte-Sur en el acceso a los recursos naturales y culturales.

El cambio de la añoranza de la unidad a la apología de la diversidad constituye la modificación más drástica producida en el tránsito de la Modernidad a la Postmodernidad. Lo postmoderno se ha ido abriendo paso como otra forma de ver la vida y de estar en ella. Si yo tuviera que expresarlo (y debo hacerlo, con la brevedad que requiere este artículo) diría que consiste en ver el mundo desde dentro y no desde fuera; en contemplarlo desde abajo y no desde arriba; en vivirlo desde las orillas y no desde la centralidad hegemónica que caracteriza a nuestro tiempo; también en aceptar la complejidad y pluralidad de lo vivo como una riqueza que debe ser respetada y cultivada.

Y, aclaradas estas cuestiones conceptuales, nada mejor para entrar al tema que hacerlo desde esas mismas orillas, las que contienen todo aquello que el sistema no considera central (hoy día podría decirse que, en la sociedad de la globalización, todo lo que no cotiza en el mercado...). Y el trabajo femenino, tal como se desarrolla mayoritariamente en el mundo, es un quehacer de cuidado que el mercado no ve. Merece la pena detenerse y hablar de ello.

¿Qué paradigma rige la sociedad patriarcal?

Históricamente, el paradigma patriarcal ha sido antropocéntrico y, consecuentemente, androcéntrico. Ha estado basado en la idea de dominio, que unas veces se ha explicitado como dominio a la naturaleza y otras como dominio de unos seres humanos por otros, en el caso que nos ocupa de los hombres sobre las mujeres.

A lo largo de nuestra historia, hay un gran paralelismo en la consideración cultural que se da a la naturaleza y la que se adjudica a la mujeres: sus trabajos se entienden como “improductivos” en el sentido clásico, porque consisten básicamente en producir y reproducir vida, tareas ambas consideradas pasivas, desde un extraño planteamiento que identifica “pasividad” con “no agresividad”, una de las muchas señas de identidad de lo moderno.

Tradicionalmente, el trabajo de las mujeres ha tendido de forma generalizada a satisfacer las necesidades básicas de la existencia humana. Esto comprende desde la producción de alimentos hasta el trabajo doméstico, tareas que, mayoritariamente, se realizan en el marco del hogar y de las comunidades .

Pero el modo de producción del trabajo doméstico produce valores de uso que se consumen en la familia y no pueden ser vendidos en el mercado (no toman la forma de mercancías). Las mujeres han tenido y tienen, consecuentemente, muchas menos posibilidades que los hombres para convertir su trabajo en ingresos, los ingresos en capacidad de elección, y la capacidad de elección en bienestar personal


Mujer y Naturaleza: las grandes invisibles

Las condiciones sociales y de desarrollo de la sociedad moderna determinan así la invisibilidad de la naturaleza y de la mujer, fundamentalmente, en este segundo caso, en lo que respecta al trabajo femenino no asalariado, a las actividades de reproducción y cuidado de la vida. Ello se produce, seguramente, porque las prestaciones que una y otras ofrecen no producen unas plus valías inmediatas y se concretan, en gran parte, en bienes intangibles y valores que no cotizan en bolsa.

En lo que respecta a la naturaleza, cuanto más efectivamente se mantienen los ciclos vitales, como procesos ecológicos esenciales, más invisibles se tornan. La alteración es violenta y visible; el equilibrio y la armonía se experimentan, no se ven” .

La invisibilidad de ambas, en el marco de la racionalidad instrumental propia del pensamiento moderno, las conduce, de facto, a una cierta reificación, en el sentido de que tanto la naturaleza como la mujer son contempladas como objetos subordinados a los intereses que, en la sociedad patriarcal, definen los hombres: explotación de los recursos, transformación del medio natural, organización de la vida en las fábricas y las empresas, acceso a los puestos directivos en la política y la administración del Estado, y adjudicación de valor a los trabajos que tienen lugar en el ámbito del hogar y a quienes los ejecutan.

El panorama que nos ha legado este comportamiento es muy preocupante. Aunque en el Norte del planeta la situación ha cambiado bastante, contemplado en términos generales ofrece datos que obligan a reflexionar: de los más de 1.000 millones de personas que viven con menos de un dólar diario en el mundo, alrededor del 70% son mujeres, las más pobres entre los pobres, privadas no sólo del acceso a los recursos que se deriva de su condición económica, sino también, en muchos casos, sufriendo la doble discriminación que les niega el acceso a la educación (también el 70% de los analfabetos del mundo son mujeres) y a las decisiones en la comunidad, en función de su condición femenina.

Invisibles, y tanto, naturaleza y mujer se ven así afectadas por una cultura patriarcal de dominio ante la cual conviene recordar, con Habermas, que la consideración de la primera como sujeto, como una “naturaleza fraternal”, exige ver a “los otros” (también a la mujer) igualmente en su calidad de sujetos, es decir, dotarles de visibilidad


El economicismo como seña de identidad de lo moderno


La historia de la Modernidad es la del triunfo de los valores económicos sobre cualquier otro, el escenario de una invasión de la economía a otros territorios (la política, las relaciones sociales...). También es la etapa de mayor destrucción de naturaleza por parte de los seres humanos organizados. Se destruye naturaleza reduciendo ésta a la categoría de materias primas y mercancías (el concepto tan extendido de “recursos naturales” es bien expresivo al respecto) y se presta especial atención al nivel de vida de personas y comunidades, que es definido en términos económicos, al tiempo que la sociedad hace el encargo de mantener ese nivel de vida, por norma general, a los hombres.

Lo moderno es también etnocéntrico

El paradigma reinante es, en estos siglos, marcadamente etnocéntrico. Se basa en el dominio de Occidente y de la forma de ver el mundo occidental sobre el resto del planeta. Y se afianza sobre una ilusión: la reproducción de Occidente por el Occidente mismo . También en una pasión un tanto viajera: conocer el mundo, nombrarlo (apropiarse de él) y regresar a casa. Esta es una pasión típicamente masculina, ligada al macrocosmos, frente a la pasión femenina, generalmente más ligada al microcosmos, en la que prima sobre la visión general una visión particular: ver “nuestro” mundo, nombrarlo (ser de él, hacernos parte de él) y vivir en solidaridad con cuanto nos rodea.

Este afán de conocimiento/apropiación del mundo, característico del hombre blanco occidental, toma forma, en nuestra Modernidad, en el modelo ilustrado de la lógica de la razón, un modelo que, si bien inicialmente fue liberador respecto de los mitos religiosos, en su devenir cayó en el exceso de creer que todo se reduce, finalmente, a una cuestión epistemológica: que la vida es, esencialmente, un objeto de conocimiento (más que una ocasión para el sentimiento, la experiencia, la compasión...), que conocer ya es amar; concluyendo en una idea y una práctica que recorren nuestro tiempo: el conocimiento como poder.

El conocimiento descriptivo, analítico, de la realidad, ha formado parte esencial del modelo reduccionista de la ciencia moderna, lo cual, en sí mismo, no deja de ser útil a los fines de la ciencia misma. El problema es que ese paradigma científico ha ido invadiendo otros territorios que no le eran propios. El mundo socio-cultural, la vida familiar, los roles masculino y femenino, se han visto afectados, así, por un mito racionalista que fue arrinconando el valor de los afectos, la importancia de la naturaleza, la complejidad de lo vivo, el papel no antagónico sino complementario de los contrarios... De ahí a un ideal de homogeneización no hay más que un paso: el que se ha dado en la última etapa de la Modernidad, una etapa que ha visto más destrucción de diversidad ecológica y cultural que el resto de nuestra historia.

¿Cómo ve el hombre moderno a la mujer?

Con los riesgos que tiene toda generalización, parece posible afirmar que, en este escenario, el hombre ve a la mujer esencialmente como objeto del discurso. La contempla con una mirada desde fuera que, al igual que sucede con la naturaleza, es una mirada colonizadora.

Socialmente, la dedicación generalizada de las mujeres a la reproducción y producción doméstica, ha reducido la capacidad de disponer de sus capacidades para dirigirlas al trabajo remunerado, de modo que, cuando las mujeres desempeñan el trabajo doméstico de forma exclusiva, acceden a los recursos por medio de otra persona, lo que hace que se las vea como un colectivo “improductivo” y dependiente, pese a la carga de trabajo que soportan. Aquellas otras que optan por realizar además una actividad en la esfera mercantil tienen que soportar la presión que supone el desempeño de la doble función. Todo ello hace que, tanto la dependencia económica como la presión funcional que supone la doble tarea, representen una amenaza para su autonomía personal y una dificultad añadida para que su actividad sea percibida adecuadamente desde el mundo masculino.

La resistencia femenina y los esfuerzos de tantas y tantas mujeres para cambiar el estado de la cuestión han logrado que la sociedad patriarcal aceptase lo que aparentemente es un status de igualdad en el campo socio-laboral pero que, visto más sutilmente, resulta ser tan sólo la incorporación de la mujer a un mundo de valores y prácticas masculinos (tanto en las ofertas a las que se puede acceder en el empleo, como en los aspectos proyectuales, en los horarios, en los valores que priman en las empresas...). La situación nos lleva a una pregunta: ¿Es coherente con la utopía femenina una liberación del “segundo sexo” producida al precio de parecerse al “primero”...?

Está claro que queda mucho camino por recorrer. Las mujeres hemos conquistado un espacio, hemos ocupado un “nicho ecológico” en un mundo regido por la lógica masculina, pero tenemos pendiente la redefinición de las reglas del juego y, lo que es muy importante, la conquista del tiempo, la posibilidad de vivir y proyectar la vida en tiempos largos, circulares, más cercanos a la lógica de la naturaleza. Tiempos para relacionarnos en una escucha compartida, para contemplar la vida sin prisas..., tiempos en los que pueda florecer el diálogo, el silencio, la compañía..., los bienes relacionales que se producen sin costo alguno y son tan placenteros.

¿Y las mujeres? ¿Cómo se perciben las mujeres a sí mismas?

De un modo bastante diferente a cómo la ve el hombre, la utopía femenina de los últimos siglos ha consistido, precisamente, en ese modo de verse, de reconocer su propia identidad, que la mujer ha desarrollado desafiando a las condiciones del entorno. Una utopía-guía necesaria y motivadora ha señalado a las mujeres su condición de sujetos de un proceso. Históricamente, esto ha significado para la mujer el cultivo de la mirada desde dentro y la practica del duro ejercicio de construcción de su propia identidad en un entorno social que le señalaba (y señala) roles con los que no se identifica.

El discurso femenino viene creciendo así al calor de una deconstrucción y reconstrucción autónoma con la que se pretende sustituir los valores y roles impuestos por otros distintos de los dominantes. Este es un proceso lento y lleno de dificultades, en el que muchas mujeres han dejado su vida, pero capaz de generar nuevas prácticas sociales: prioridades diferentes en el tipo de actividades a desarrollar; horarios laborales compatibles con el trabajo del hogar (para ellos y ellas); salvaguarda de la dedicación a la maternidad y la paternidad...

El papel de la utopía como guía esperanzadora ha sido, en la historia femenina, determinante. La capacidad de las mujeres para visualizarse en condiciones distintas de las impuestas, su resistencia para vencer las dificultades del entorno, su proverbial habilidad para hacer varias cosas a la vez, y esa mezcla de sueños y lucidez con que han aderezado sus vidas... todo ello ha marcado una trayectoria que las fue devolviendo paulatinamente a su condición de sujetos, al rescate de derechos que, como el voto, les eran vedados.

Pero el camino es largo, la utopía sigue en el horizonte, y sólo en algunas zonas del planeta y en algunos colectivos sociales podemos equipararla con la realidad. Las reivindicaciones de igual trabajo-igual salario, el acceso a los puestos directivos, la desaparición de los malos tratos, son todavía partes incumplidas de esa utopía-guía que sigue señalando el camino. Por otra parte, las condiciones del colectivo femenino en el Sur del planeta siguen siendo, en líneas generables, lamentables.

El papel de las redes femeninas


Históricamente, las mujeres han podido avanzar mediante apoyos recíprocos, a través de redes familiares o redes informales que fueron subsanando la soledad y el abandono al que tantas veces quedaron expuestas. Esas redes fueron la urdimbre en la que sus utopías (ser sujetos, ser visibles, tener voz...) iban tomando cuerpo, haciéndose reales en entornos hostiles. Hoy día, esas redes son más necesarias que nunca. Las mujeres del Norte, en especial aquellas que hemos alcanzado un nivel cultural que nos permite expresarnos, tenemos el compromiso moral de “en-red-arnos” con las mujeres del Sur (también con la de ese Sur que vive dentro del propio Norte) estableciendo redes de solidaridad que hagan posible el despegue femenino desde las ínfimas condiciones sociales en las que viven todavía tantas mujeres.

Este es un reto a nuestro conocimiento, pero también una deuda histórica que está inscrita en el corazón mismo de la utopía: ser sujetos en un mundo donde ningún ser humano siga siendo objeto, contribuir a la creación de condiciones de vida dignas que aproximen a todas las mujeres a su condición de artífices de su propio destino, de dueñas de su cuerpo y de su historia.


Un nuevo paradigma se abre paso: los valores femeninos como propuesta para una reconstrucción compartida.

En el momento presente, lo característico del modelo femenino no es ya, en múltiples contextos, su frontal oposición al masculino, sino precisamente el ser parte de otra forma de comprensión del mundo que se está abriendo paso, de un nuevo paradigma emergente en el que los elementos aparentemente contrarios (orden/desorden, fuerte/débil, masculino/femenino, etc.) no son vistos como antagónicos sino como complementarios. Estamos en el marco de una forma compleja de aproximarse a la realidad, incluso de intentar cambiarla.

Al mismo tiempo, una elemental visión sistémica del problema nos indica que allí donde existen colectivos o grupos masculinos que aceptan el nuevo paradigma de corte holístico, la consideración de lo femenino cambia de inmediato, y ello permite –debe propiciar- otros cambios en el sistema: encuentros y reconstrucciones globales que tomen como referencia esa nueva masculinidad y, consecuentemente, conduzcan al diálogo necesario sobre roles y valores que afecta a ambos géneros.

Porque el cambio que se plantea desde muchas instancias femeninas, en este tránsito de lo moderno a lo postmoderno, es precisamente una propuesta de reconstrucción social compartida entre hombres y mujeres, eso sí, en base a unos valores que son los que, tradicionalmente, han sido catalogados como “valores femeninos”, y que tienen tanto de revolucionario como lo es la nueva ciencia emergente que, a lo largo del siglo XX, revolucionó su propio campo y resituó dentro de sus límites a la ciencia positiva.

El reto del siglo XXI es corregir los excesos de una Modernidad que está enferma de dominio, de economicismo, de desequilibrios humanos, de destrozo ecológico, de dolor social... En ese papel corrector y reequilibrador se plantean los valores femeninos como unos valores accesibles a todos, capaces de reconducir a un mundo que ha perdido la cordura hacia caminos de vida más amables para toda la humanidad.

¿Cuáles son esos valores femeninos?

En primer lugar, el valor del cuidado (tan distinto del valor del dominio, típicamente masculino). Cuidado de la naturaleza, incluso desde la propia actividad procreadora que re-liga constantemente a las mujeres con el mundo natural. Cuidado de los otros (de quienes viven alrededor, de los más débiles, de los hijos, los ancianos, los enfermos...).

Compartir estas tareas de cuidado es, salvo en el caso estricto de la procreación, una meta que deben plantearse ambos sexos. No sólo porque la equidad lo requiere, sino porque los hombres ganarían muchísimo participando de tales actividades, redescubriendo el valor de estas acciones que, tachadas como “invisibles”, no gozan del reconocimiento social que deberían tener en nuestras sociedades y sin embargo aportan un gran caudal de vivencias de intercambio, de fortalecimiento de vínculos, que resulta enormemente enriquecedor, pese al esfuerzo que comportan.

La práctica experimentada por las mujeres en estos ámbitos ha sido tan significativa que, frente a la concepción que los hombres han adoptado respecto a ellas como una “naturaleza pasiva”, lo cierto es que se han manifestado históricamente como una “naturaleza activa”, y bien activa; una naturaleza que, como la otra, presenta sus propias leyes de vida, se resiste a ser manipulada, y manifiesta, no sólo resistencia, sino una gran resiliencia para usar en su favor acontecimientos que le vienen en contra. Así hemos crecido las mujeres, así vamos creciendo.

Ética y calidad de vida

Si la sociedad patriarcal ha estado y está regida por un atroz economicismo, los valores femeninos están más cerca de una ética de la felicidad. Lo cual no significa sólo ética “de lo cotidiano”, sino también de una acción personal y colectiva en la que prima el valor del microcosmos, del bienestar como proceso..., una ética de la felicidad que se diferencia de la del éxito, históricamente más masculina, en la que se enfatiza el poder de lo grande, del triunfo basado en el producto,. El planteamiento moral ejercitado mayoritariamente por las mujeres toma así, como referente, la auténtica calidad de vida que, al ser distinta del nivel de vida, se mide por indicadores cualitativos y experienciales .

Las mujeres no parecen estar, en general, tan atentas al éxito profesional (o al menos tan dispuestas a sacrificar todo lo demás por él) como los hombres, y tratan de defender, aún en su actividad laboral, valores de bienestar personal, de satisfacción afectiva, de ciencia con conciencia. El mantenimiento de los vínculos emocionales y familiares, la recuperación del tiempo como un valor escaso y necesario, y el desarrollo de los llamados bienes relacionales preocupan tanto a las mujeres como su propio éxito profesional. Eso las sitúa en inferioridad de condiciones a la hora de competir en las empresas, pero las hace mucho más fuertes cuando pierden su empleo, cuando se jubilan, incluso cuando se quedan solas a cargo de la familia.

Más allá del conocimiento positivista: los saberes

Superando el modelo ilustrado y la lógica de la razón, en sí mismo útil pero incompleto, el paradigma femenino acepta el conocimiento descriptivo/analítico de la realidad simplemente como una parte del conjunto de los saberes que se construyen, otorgando al conocimiento intuitivo y sensorial el papel que le corresponde en toda construcción compleja del saber.

Los “saberes” femeninos se constituyen así en un modo de conocimiento racional informado por el mundo de los sentimientos, de las emociones. Son saberes sobre la experiencia de la vida, muy ligados a sus implicaciones prácticas y, generalmente, impregnados de alto contenido moral.

Si el conocimiento formalizado de tipo científico o ideológico ilumina la toma de decisiones en la esfera pública (un ámbito en el que todavía es mayoritaria la presencia masculina), los saberes construidos desde el mundo femenino han pasado secularmente el banco de pruebas de la resolución de conflictos en el ámbito de lo privado, el más difícil, lo cual los habilita, cuando ello es posible, para iluminar la esfera de lo público con nuevas visiones, distintos enfoques, estrategias de conciliación diferenciadas... Está en marcha, no sin dolor, la construcción de un modo femenino de gobernar socialmente, de gestionar la administración, de llevar adelante las empresas... Un modo femenino que no sea la clonación de los valores competitivos patriarcales, que sea una verdadera propuesta para un cambio de paradigma colectivo.

Hacia una reconstrucción del imaginario colectivo

La confrontación de estas dos cosmovisiones –la masculina y la femenina- ha sido una constante a lo largo de la Modernidad. La sociedad patriarcal ha impuesto su paradigma de dominio pero, poco a poco, se ha ido dando un proceso de vaciamiento de su contenido, originado, entre otros, por el movimiento “contramoderno” de las mujeres, un movimiento de rechazo a la sumisión y a la homogeneización.

Socialmente, esta confrontación ha sido una de las fuerzas impulsoras de los cambios que han vivido las sociedades del siglo pasado, desde modelos masculinos/racionalistas (por ejemplo, el urbanismo de Le Corbusier, cuyos efectos segregadores todavía padecemos) hacia los modelos integradores que se abren paso en las ciencias que abordan la complejidad. La comprensión de la vida como fenómeno indisociable es esencial en el mundo femenino, un mundo en el que se practican distintas tareas con intrincados procesos de conciliación de los tiempos... un mundo en el que el desorden convive (y fecunda) al orden...

De modo que la mujer, al rebelarse contra la esencia de la Modernidad, no sólo busca su liberación, sino que contribuye a la emergencia de nuevas formas de ver el mundo y de estar en él. Precisamente, el potencial revolucionario y liberador de los principios y valores femeninos consiste en que impugna los conceptos, categorías, procesos, de la sociedad patriarcal, que han creado las sociedades de dominio y, al hacerlo, proporciona nuevas categorías, nuevos valores, que crean y amplían espacios para mantener y enriquecer la vida en la naturaleza y en la sociedad.

Esto conduce a una re-configuración del escenario social, un escenario en el que ahora se plantean como posibles nuevos valores y prácticas sociales para todos. Es la puerta abierta hacia la reconstrucción del imaginario colectivo:

-No a través de la incorporación femenina a las condiciones de trabajo y los valores masculinos, sino mediante los valores tradicionalmente entendidos como femeninos, que ahora se constituyen en propuesta colectiva de modos de vida más amables y menos agresivos con la naturaleza, propuesta que lleva aparejado el abandono de las durísimas condiciones de vida que la Modernidad neoliberal impone a grandes sectores de nuestras sociedades.

-No poniendo el énfasis en las experiencias masculinas de estar en el mundo con otros, fundamentalmente asociativas y ligadas al trabajo, sino mediante el re-descubrimiento y la potenciación de lo comunitario, también de lo cotidiano, no como algo enfrentado con lo público sino como espacios y formas de vida que dan sentido a la sociedad.

Hacia una nueva episteme


En el plano epistemológico, estos cambios generan un tránsito desde la episteme dominante en Occidente, incapaz de aceptar otras “verdades” que entren en conflicto con las suyas o cuestionen sus certidumbres, hacia una nueva episteme superadora de opuestos, integradora; desde una visión dualista del mundo, basada en modelos de verdadero/falso, a una visión multifocal, que une de hecho lo que parece separado, que utiliza la información y también lo que se da en los huecos de esa información, las interacciones y retroacciones organizadoras y desorganizadoras

A la par que avanza la nueva ciencia de los siglos XX y XXI, esta episteme, coherentemente con ella, se incardina en la aceptación del pensamiento borroso; incorpora los límites, los márgenes, las orillas del sistema; conduce, en definitiva, a una transición desde el imaginario colectivo de la Modernidad al modelo postmoderno de comprensión del mundo; confirma la idea de que la diversidad (y no la homogeneización) puede ser una forma de felicidad; propone la realización de un pathos distinto, en el que las personas se disponen a operar dentro de esta diversidad (y no contra ella) y a buscar así las soluciones para los conflictos .

La mujer como sujeto

Recapitulando cuanto queda esbozado en estas páginas, parece posible afirmar que el conflicto entre sociedad patriarcal y valores femeninos ha transitado en nuestra historia durante siglos y es inherente al modelo moderno del mundo. Los valores masculinos de dominación, economicismo, éxito, se han impuesto como valores generalizados a toda la sociedad. Pero desde el mundo femenino ha habido una constante resistencia y rechazo frente a ellos, una verdadera anticipación de la emergente sociedad postmoderna en la que tantas mujeres están alcanzando la auténtica condición de sujetos y –lo que es muy importante- otras muchas, en diferentes culturas, comienzan a impugnar categorías y rituales que las relegan a un papel secundario.

La utopía femenina tiene, pues, una parte de realidad cumplida y un mucho todavía de sueño por cumplir. Ella nos sigue guiando y, al hacerlo, se convierte en un instrumento de cambio que invita a reorientar la vida colectiva. Entonces, cuando eso sucede, se hace presente la posibilidad que el cambio femenino conlleva: convertirse en un factor de reorganización del sistema global para la emergencia de nuevos valores y prácticas sociales.

Históricamente, el modo en que se ha ido construyendo socialmente la categoría de “lo femenino”, ha identificado a la mujer, a la complejidad de su mirada, con el caos, y ha hecho que las mujeres fuesen rechazadas en muchas culturas como “poco racionales”. Hoy, por fortuna, comienza a comprenderse que estos planteamientos trascienden las posiciones de género y pertenecen a los hombres y mujeres que se han negado a ver el mundo con los ojos de la ciencia reduccionista.

En el presente, cuando desde el colectivo masculino se aboga, en tantos casos, por un nuevo paradigma en el cual el desorden aparece como fuente de orden, en el que una racionalidad post-cartesiana contesta a los modelos mecanicistas y racionalistas del mundo..., la utopía femenina viene a coincidir con el momento de expansión de la nueva ciencia, del pensamiento complejo, de la aproximación a la vida desde modelos que integran mente y cuerpo, razón y sentimiento. Eso sitúa codo a codo al colectivo femenino con muchos colectivos masculinos que cuestionan el viejo modelo patriarcal de la Modernidad. Se hace posible entonces un encuentro que, más allá de las categorías masculino/femenino, en tanto que categorías construidas socialmente, da cabida a nuevas formas de sentirnos y de estar en el mundo como sujetos... En ese escenario podemos explorar, sin simplificaciones, el camino que la utopía nos trazó tiempo atrás para guiarnos.

Y es así y ahora, desde estos planteamientos, como la utopía femenina se hace parte de un proyecto postmoderno al que están llamados hombres y mujeres. Un proyecto cuya razón esencial de ser es dominar el dominio , y que es posible identificar por algunos rasgos básicos:

-Por ser una propuesta para mirar el mundo desde las orillas y romper con la visión central y jerarquizada del viejo paradigma patriarcal.

-Por abrazar la cultura de la diferencia, superadora de la cultura de la homogeneización.

-Por plantear, frente a la mirada hegemónica, la mirada fracturada, recordando a Nietszche: “la realidad es una cascada de realidades”

-Por pasar del predominio de la historia construida por otros al valor de “las historias” que se construyen.

-Por relativizar la cultura del éxito y abrazar la cultura de la felicidad.

-Por rescatar el valor de lo pequeño, de lo descentralizado, frente al poder de lo grande.

-Por ser la ocasión para que los sujetos “que nombran el mundo” sean también las minorías (mujeres, pobres, homosexuales...) que toman la palabra.

-Por favorecer el paso desde una mirada unifocal hacia las miradas divergentes, lo que supone un cambio de enfoque, una apertura al pensamiento lateral: ver el mundo desde otros puntos de observación.

-Por permitirnos entender que la vida no es “un problema” que hay que ordenar, sino algo complejo, sujeto a relaciones de orden/desorden.

-Por integrar el pensamiento lógico con el intuitivo y el artístico, lo que permite poner en juego y relacionar distintos planos de significación, incorporar sinergias, realimentaciones, a nuestro modo de interpretar el mundo y estar en él.

-Finalmente, el pensamiento postmoderno, impulsado por los llamados tradicionalmente “valores femeninos”, nos enseña que la vida no es un viaje hacia puertos identificables, un viaje que sigue una secuencia lineal, sino que la vida es, esencialmente, un proceso cuya única finalidad es la vida misma, demasiado circular y compleja como para ser apresada en un mapa, una teoría, o un proyecto.

Hacia un logos informado por el pathos.

En definitiva, lo que queda planteada es la liberación de la humanidad como una feminización del mundo, de tal manera que el aporte femenino no sólo sirve a la mujer sino también al hombre; se asocia con la no violencia creativa, trasciende las posiciones de género . Ello supone entenderlo como una propuesta para la construcción de una nueva ética contemporánea en la que el logos, siempre necesario, esté ampliamente informado por el pathos, por la sensibilidad, el cuidado, la intuición, lo simbólico, lo ambiental, valores todos ellos que nos conducen hacia sociedades más equilibradas ecológica y socialmente y, creo poder adivinar, algo más felices.


• María Novo es Titular de la Cátedra UNESCO de Educación Ambiental de la UNED. Escritora y artista plástica.

• Capítulo del libro colectivo Mujeres: ciudadanas. La identidad de género en la construcción de la nueva ciudadanía. Córdoba. Instituto de Estudios Transnacionales.

No hay comentarios: