lunes, marzo 16, 2009

De una burguesa a una Obrera…

Por: María Aurelia Capmany / La Liberación de la Mujer(1977).

No te llamaré amiga. No te llamaré amiga porque las sociedades filantrópicas han utilizado tan abundantemente la palabra amiga que no sólo la han despojado de sentido sino que la han hecho odiosa.
Además yo no quiero hablarte como amiga, porque la amistad es un sentimiento complejo que nace sin razón aparente, que crece y se modifica al azar del trato, que madura con la constante verificación de actos de amistad.

Tú y yo no somos amigas. No nos encontramos en el trabajo, no vivimos en el mismo barrio, no leemos las mismas revistas, no nos gustan los mismos colores, ni los mismos artistas de cine. Tan diferentes somos tu y yo que ni siquiera pertenecemos a nuestra clase con el mismo título de propiedad.

Yo soy una burguesa porque soy la hija de un burgués, la madre de un burgués, la mujer de un burgués. Tú, en cambio, si eres obrera, no lo eres porque seas la hija de un obrero, la madre de un obrero, la mujer de un obrero, sino porque tienes un contrato de trabajo con la fábrica, ganas un salario semanal, pagas un tanto por ciento al seguro, tendrás una mezquina jubilación, y agotarás tus energías produciendo hilados, tejidos, papel, cordel, plástico y sobretodo produciendo plus valía, cosa que en lenguaje vulgar se expresa con éstas palabras: engordando al burgués.


Tendrías que comprender, pues, que todo lo que soy es pura apariencia. Si me ves por la calle al volante de mi cupé 850, o al asiento del lado de un Mercedes, dirás: he aquí la burguesa. Si te entretienes mirando revistas ilustradas, me podrás ver cubierta de joyas y a la moda, como si la moda, como si las bodas, las recepciones, los banquetes, se hicieran bajo mi dictado. Si por casualidad en cualquier momento de tu vida te ha tocado en suerte ser criada, habrás soportado de mi parte la despótica suficiencia del amo. Pues bien, todo lo que ves y me determina como mujer burguesa, no significa nada. Cuando conduzco el coche no voy a ninguna parte, es decir, tanto da a donde vaya. Tanto si me dirijo a una cita de amor, como si voy a jugar cartas, como a comprar, como a fiestas caritativas, nada de todo eso modificará en un ápice el ritmo y el progreso de la existencia colectiva. Y el secreto se encuentra en un hecho muy simple: yo no tengo dinero. Si; ya me imagino la cara que pondrás cuando leas esto. Pues bien. Yo gasto dinero, pero no lo tengo. Mi padre me lo dio, me lo da el marido, hasta tengo cuenta corriente en el banco, pero no decido lo que hay que hacer con el dinero. No tengo ningún cargo directivo que oriente o modifique el uso del dinero. No juzgo, no dicto leyes, no hago convenios colectivos, ni compromisos nacionales o internacionales. Mis opiniones no tienen peso en congresos, ni en cámaras, ni en concilios.

Cuando me veas trajeada, telas caras, modelos Dior, calzado italiano, bolso de cocodrilo, pieles, y piedras preciosas, peinada, maquillada, perfumada, en los grandes ceremoniales donde se dan cita política los industriales, los sabios, los teólogos, tienes que comprender que yo no soy más que una vitrina donde se exponen los signos exteriores de riqueza de los dueños del mundo. Yo no actúo: represento. Nada de lo que hago retiene influencia.

Si por casualidad, en mi vida mimada, decido ilustrarme, y llego a acumular conocimientos y hasta a obtener beneficios de éstos conocimientos, todo el dinero que gane no será exactamente un salario, toda la tarea que lleve a cabo no será exactamente un trabajo. Si escribo un libro y tengo éxito, me compraré un perro de raza, un órgano Hammon o una joya bereber, y en cualquier momento en cuanto me aburra o me sienta cansada abandonaré el trabajo. Puede que me decida a regentar una tienda de prèt a porter con el mismo espíritu con que nuestras abuelas dedicaban toda la vida ha hacer una colcha de ganchillo.

Pero tú eres diferente. Tú eres una obrera por derecho propio. Pero no sólo por derecho propio, sino exactamente con el mismo derecho que un obrero es un obrero. No sólo el contrato de trabajo está a tu nombre y tienes las mismas horas de trabajo, sino que la necesidad de trabajar es la misma que la de cualquier hombre. Si el trabajo te cansa o te aburre seguirás trabajando. No trabajas para distraerte, ni para ocupar las horas vacantes del día, ni para sentirte más tú misma como acostumbramos a decir las mujeres burguesas. Trabajas porque te es necesario trabajar, porque con tu sueldo subsistes y ayudas a subsistir a los tuyos. Y además sin tu trabajo la fábrica no funcionaría.

¿Por qué no te has parado a pensar que tu trabajo es tan esencial para la industria como el trabajo de los hombres? ¿Por qué no meditas un hecho tan simple como que la plusvalía que da tu trabajo no se distingue de la que arrancan al trabajo del hombre? ¿Por qué no pensar que precisamente tu mano de obra es más productiva? Desde que llenaste con tu presencia las grandes naves de las fábricas de tejidos y de hilados demostraste, con una impertinencia ejemplar, que un hombre es exactamente igual a una mujer. La tela que salía de tu taller era una buena tela, y una vez cortada y cosida sobre los hombros burgueses para hacer visible su categoría social, nadie hubiera podido adivinar si había salido de un telar manipulado por tus manos o por unas manos masculinas. He aquí pues, un hecho evidente: una obrera es igual que un obrero.

El descubrimiento intranquilizó a los espíritus ordenados, y en seguida, con gran aparato metódico, se pusieron a pensar en la cuestión. Los hechos demostraban la igualdad, la tesis sostenía la desigualdad. Era necesario, pues, manipular los hechos para que la tesis continuara siendo irrebatible. Como no había modo de distinguir el trabajo femenino del masculino, la solución era introducir una diferencia. Una diferencia importante, claro: el trabajo femenino tenía que ser peor pagado. El trabajo peor pagado se convertía, lógicamente, en un trabajo de segunda. El éxito de este trabajo mal pagado fue extraordinario. En seguida acaparaste las fábricas de hilados y de tejidos. Pronto no quedó ni un solo hombre que se resignara a aceptar tu sueldo misérrimo. Esto podía crear un grave problema: si en tu ramo no había trabajo de primera ¿cómo se podía saber si que era de segunda? Pero los hombres más ordenados pueden ahorrarse los excesos de razón, cuando ésta introduce dudadas en sus convicciones. Tu trabajo, hicieses lo que hicieses, sería siempre de segunda; porque, hicieses lo que hicieses, cobrarías siempre menos que un hombre. Así lo dejaron todo muy ordenado y aún persiste el orden. Tu horario de trabajo es el mismo que de un hombre, el producto que manufacturas no tiene ninguna calidad que lo distinga, pero tu sueldo es diferente. Naturalmente todas las cualidades que sirven para diferenciar las mujeres de mi clase fueron utilizadas para demostrar que tú tenías que cobrar menos. Ya las sabes: las mujeres somos más frágiles, el sistema muscular es más débil, el sistema nervioso desequilibrado, la emotividad más incontrolada, la capacidad de dolor mayor, la intuición más rápida, el razonamiento más lento. ¡Se burlaban de ti que daba gusto, los sabios! Te demostraban que las mujeres no tienen la misma capacidad muscular y tu agotabas tu vida utilizando tus músculos por partida doble, en la fábrica y en casa. Pero claro: no hay duda que esto quedaba compensado por tu capacidad de sufrimiento.

Insisto en que sólo tú podías demostrar que una mujer es igual que un hombre, dejando de lado las disquisiciones sobre su peculiar fisiología. Podías coger un ovillo de hilo macho y un ovillo de hilo hembra y convocar a los sabios. Nadie los hubiera podido distinguir. Nosotras no tenemos en absoluto este argumento decisivo. Si yo pinto un cuadro, si escribo una novela, en seguida podrán hablar con un fingido elogio de las cualidades femeninas de mi obra. En seguida se podrá demostrar que, a través del pincel y la pluma, el sexo modifica colores y formas, temas e ideas, que los hombres críticos o los críticos hombres saben detectar muy bien.

Tú podrías demostrar de un modo claro, diáfano, objetivo, que una mujer es igual que un hombre. Tus maternidades dolorosas, tus enfermedades típicas, tus menopausias amargas, tus lágrimas y tu voz aguda no modificaban la producción de tus manos. Pero, y ya me perdonarás que te lo reproche, tú no te levantaste para contárselo a nadie. Me temo que ni tan siquiera te preocupaste en saberlo. Tu moral familiar era un calco de la moral burguesa. En tu casa mandaba tu padre, más tarde tu marido, en la fábrica mandaba el capataz, y en todas partes el ejemplo de la ley del poder era un hombre con barba y bigote. Del mismo modo que tu padre y tu marido tenían como modelo de autoridad el capataz, el gerente, el amo, el gobernador, el monarca, et reliqua, el modelo de la hija, la esposa y la hermana éramos yo y mis semejantes. La finalidad de tu vida era quedarte en casa y ser obediente. Con la diferencia que de que mis actos de obediencia consistían en ir a la ópera, vestir con elegancia, tocar el piano, y saber cuantas cosas para hacer la conversación amena, y tus actos de obediencia eran coser, planchar, fregar, pasar hambre, preparar fiambreras, llevar paquetes a las cárceles. El más revolucionario de tus hombres te quiere en casa, del mismo modo que el más reaccionario de mis hombres me quiere en casa. Yo en mi casa estoy bien, pero me aburro; tú en casa no tienes tiempo para aburrirte, se está mal y te queda poco tiempo para estar en casa. Claro que tu marido no te prohibía salir de casa para ir a la fábrica, pero vivía con la esperanza de lograr un sueldo suficiente para que te pudieras quedar en casa. Tu presencia en la fábrica era un motivo más de humillación y tenía tantos.

Perdona que te lo diga pero te has dejado enredar. Creíste que las leyes morales que rigen mi clase son buenas; que son las que rigen a todos los seres humanos, y que, por lo tanto, son buenas también para ti. Te hablaron del oficio supremo de madre y esposa, como si a base de modelo de madre y esposa fueses representante de tu clase. ¡Cuántas arengas a favor de tu gente se han hecho invocando tus sacrificios, tu abnegación, tu humildad, tu silencio! Cuántas veces se te ha invocado como madre del obrero, esposa del obrero, haciéndote olvidar que eras una obrera y que como obrera tenías poder! Un poder que yo tengo y que tú has despreciado, porque no te diste cuenta de lo que tenías. Te lo han escamoteado mientras corrías apresurada de la casa a la fábrica y de la fábrica a casa y procurabas poner buena cara al capataz y al párroco de la parroquia.

Con la fuerza de tus manos podías dejar paralizada una industria entera. ¿Te parece poco? Podías hacer oír tu voz colectiva en las luchas sindicales. ¿Te parece poco? Sí, ya lo sé ¿quién habría llevado los paquetes a las cárceles si tu hubieses estado en la cárcel? Pero quizás no habría ido nadie a la cárcel si tú no hubieras hecho de esquirol.

Cuando te has puesto ha pensar, has pensado, como yo, que la cuestión importante son los hijos y tu deber es que no les falte la comida en casa. Eres tan conservadora como yo. Con la diferencia que tú trabajas para conservar un mundo en el que te mueres de cansancio, y miseria, y que no te das cuenta de que cultivan tu moral conservadora porque es la más poderosa garantía del mundo injusto donde vives. Tan conservadora eres que, si eres una buena mujer, llegarás a soportar las ideas revolucionarias de tu marido, como yo soporto las extravagancias de mi intelectual. Y, si de ti depende, procurarás a escondidas, sin decírselo a nadie, como haces las cosas desde siglos y siglos, que tus hijos sean resignados y conservadores y no se metan en eso de “la lucha de clase” que no te aporta ningún provecho inmediato.

¡Cómo te has dejado enredar! Mientras, tú seguirás con tu trabajo de mujer, tu jornal de mujer, tu obediencia de mujer. PORQUE NO QUIERES SABER QUE CONQUISTASTE, HACE AÑOS, EL DERECHO A SER UNA OBRERA!!!

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