Si bien el sexo determina el género, ambos conceptos tienen significados bien distintos.
El sexo remite a atributos determinados biológicamente, es decir lo que comúnmente llamamos macho o hembra.
El género es el conjunto de significados y mandatos que la sociedad le atribuye al rol femenino y al masculino en un determinado momento histórico y social; son atributos simbólicos que determinan la idea que tenemos acerca de lo que es femenino y masculino, lo que es “cosa de mujeres” o “cosa de hombres”. El concepto “ideal” de género en un tiempo dado nos condiciona a través de la cultura que todos vamos construyendo a diario, indicándonos una supuesta forma de ser hombre o mujer. Por lo tanto este es un conjunto de características psicológicas, sociales y culturales, socialmente asignadas a las personas.
El sexo remite a atributos determinados biológicamente, es decir lo que comúnmente llamamos macho o hembra.
El género es el conjunto de significados y mandatos que la sociedad le atribuye al rol femenino y al masculino en un determinado momento histórico y social; son atributos simbólicos que determinan la idea que tenemos acerca de lo que es femenino y masculino, lo que es “cosa de mujeres” o “cosa de hombres”. El concepto “ideal” de género en un tiempo dado nos condiciona a través de la cultura que todos vamos construyendo a diario, indicándonos una supuesta forma de ser hombre o mujer. Por lo tanto este es un conjunto de características psicológicas, sociales y culturales, socialmente asignadas a las personas.
Estas características son históricas, y, por tanto modificables, se van transformando con y en el tiempo. Por otra parte el género es una variable de base sobre la que actúan las otras dimensiones generadoras de diferencias (etnia, edad, nivel educativo, clase social, ingresos, condición rural o urbana, etc.) por lo que los frenos y transformaciones en el ámbito de género influyen en las otras y viceversa.
La constante asignación social de funciones y actividades a las mujeres y a los hombres naturaliza sus roles. Esta naturalización de los atributos de género es lo que lleva a sostener que existe una relación determinante entre el sexo de una persona y su capacidad para realizar una tarea.
Considerar como "naturales" los roles y las capacidades es creer que son inmutables.
Reconocer y descubrir que estas características, supuestamente fijas e inamovibles, son asignaciones culturales, es lo que permite transformarlas.
Desnaturalizar la percepción que se tiene del ser varón o mujer y reconocer que sus roles y capacidades han sido socialmente adjudicados permite pensar de otro modo los lugares que ambos pueden ocupar en la sociedad. Por ende ese será el primer paso para comenzar a generar cambios sociales reales y no meras teorizaciones que no logran efectividad en la práctica.
Generalmente, cuando pensamos en este tema corremos el riesgo de caer en la idea de "la guerra de los sexos" e inevitablemente provoca que nos preguntemos, ¿quién inició esta guerra?, ¿tengo que participar en ella?
Es común que estas diferencias recrudezcan a partir de los beneficios que socialmente tienen los hombres, y se haga comparación con las desventajas que pudiera tener el ser mujer; la desigualdad puede hacernos creer que hay un enfrentamiento, pero, en realidad lo que falla es la comprensión de que la verdadera relación que une a hombres y mujeres es la complementariedad.
Algunos grupos u organizaciones confunden la posibilidad de la inclusión con una competencia; entonces la idea de demostrar que hombres y mujeres somos iguales se vuelve una lucha que lo único que logra es alejarnos más.
De alguna manera podría decirse que el feminismo ortodoxo es un machismo velado.
¿Cómo llegamos a esto?
Saber cómo empezó esta historia sería una tarea de deconstrucción bastante ardua.
A modo de síntesis podríamos decir que se debe en parte al resultado de nuestra evolución como especie y como sociedad.
El sexo biológico con el que se nace es masculino o femenino en la especie humana; estas diferencias orgánicas reales, algunas evidentes a simple vista y otras no, son la base de la diferencia entre la conducta de las mujeres y los hombres. La complejidad de estas conductas va asociándose a lo socialmente esperado y así es como surgen las diferencias de género.
Durante el desarrollo prenatal la liberación de testosterona (hormona que predomina en los varones) influye en el desarrollo del hemisferio izquierdo que se relaciona con las habilidades del pensamiento racional, práctico y lógico, funciones que se vinculan con los hombres, mientras que lo relacionado al hemisferio derecho que va ligado a la parte sensible y artística se asocia con la mujer.
El cerebro de cada sexo es distinto.
En las mujeres permanece el callo cerebral conectando los dos hemisferios, lo que facilita que se pueda desempeñar más de una actividad a la vez.
Quizás esta realidad biológica es fruto de organizaciones ancestrales. Por ejemplo las mujeres prehistóricas se quedaban en el campamento mientras los hombres prehistóricos salían a cazar. Ellas tenían que cuidar el fuego, a los niños, recolectar frutos y desarrollar la comunicación, todo a la vez.
En el proceso de la evolución el cerebro femenino tuvo que adaptarse a poder combinar actividades mentales, físicas y de percepción.
El hombre que salía a cazar tenía que poner toda su atención en su presa, mantenerse silencioso, concentrado... como cuando miramos un partido de fútbol en la televisión y no podemos atender ninguna otra cosa.
La evolución de la especie influyó en nuestros cuerpos y nuestros cuerpos influyen en nuestras conductas. En líneas generales las mujeres son más suaves, empáticas, sensibles, tendientes a la protección; mientras que los hombres son proveedores, persistentes, duros, tendientes a la actuación.
En estos tiempos ya no tenemos que cazar nuestra comida o cuidar el fuego para que permanezca encendido, pero tenemos desafíos similares como mantener un empleo, conducir por la ciudad o llevar a nuestros hijos a la escuela; todas estas responsabilidades siguen siendo compartidas y la sociedad nos ha impuesto roles para poderlas manejar.
Dichos roles son necesarios, pero lo saludable es que sean móviles.
Es un hecho que las actividades que durante mucho tiempo fueron exclusivas de los hombres, son llevadas a cabo hoy en día por mujeres sin ningún problema. Se trata de entender que como miembros de la especie somos complementarios.
El ritmo de vida en la actualidad exige que ambos miembros en una pareja trabajen y sean proveedores, pero al ser la mujer quien lleva el embarazo en su cuerpo es el sujeto central en el desarrollo primario de un bebé, esto hace que su papel en la crianza sea fundamental y lo que justifica su importancia en el proceso del desarrollo de la familia.
Es muy importante recordar esto, los machistas acérrimos antes fueron niños y puede ser la permisividad a las conductas de humillación a la mujer lo que provoca esta condición.
Es nuestro compromiso social el romper con estos paradigmas, abrir nuestra mente respecto a que compartimos responsabilidades tanto económicas como en el hogar y con la familia: compartir tareas del hogar, estar comunicados en relación a la administración de los bienes, cuidar a los hijos.
Por lo tanto, el género masculino y el género femenino como polos opuestos se atraen en lo positivo, en la complementariedad y la inclusión, y en lo negativo, por la competencia y la descalificación. A modo de ejemplo podemos decir que en las relaciones de pareja es importante entender qué parte de todo esto es lo que nos mantiene juntos.
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