Por: Gloria Comesaña Santalices
Culmina 2008 año en el cual hemos recordado el centenario del nacimiento de Simone de Beauvoir. En el mes de Marzo se publicaron en Francia sus Cahiers de Jeunesse (1926-1930) o Cuadernos de Juventud, diarios íntimos escritos entre los 18 y los 22 años. La edición, así como el Prólogo, se deben a su hija adoptiva: Sylvie Le Bon de Beauvoir.
Los Cuadernos nacen de la necesidad que siente la joven Simone de encerrarse en su interior y reflexionar cada vez que un dolor, una ruptura, se presentan en su vida, pero también cuando se siente "en exilio", alejada de las opiniones y las acciones de los demás. A medida que vamos leyendo las páginas, asistimos al surgimiento de aquella que está en proceso de convertirse en Simone de Beauvoir, según los documentos oficiales, Simonne Bertrand de Beauvoir.
Culmina 2008 año en el cual hemos recordado el centenario del nacimiento de Simone de Beauvoir. En el mes de Marzo se publicaron en Francia sus Cahiers de Jeunesse (1926-1930) o Cuadernos de Juventud, diarios íntimos escritos entre los 18 y los 22 años. La edición, así como el Prólogo, se deben a su hija adoptiva: Sylvie Le Bon de Beauvoir.
Los Cuadernos nacen de la necesidad que siente la joven Simone de encerrarse en su interior y reflexionar cada vez que un dolor, una ruptura, se presentan en su vida, pero también cuando se siente "en exilio", alejada de las opiniones y las acciones de los demás. A medida que vamos leyendo las páginas, asistimos al surgimiento de aquella que está en proceso de convertirse en Simone de Beauvoir, según los documentos oficiales, Simonne Bertrand de Beauvoir.
Inteligencia y esfuerzo
Encontramos frecuentemente en estos textos, afirmaciones de un existencialismo anterior a su conocimiento de Sartre, y sin conceptualizar aún. Como este fragmento:
Pero yo, ¿quién soy? Mi unidad no viene de ningún principio, de ningún sentimiento al cual yo subordinaría todo: ella no se hace sino en mí misma. No puedo definirme ni clasificarme: mi gusto por la nitidez se acomoda poco de ello, sin embargo, detesto las etiquetas. No, verdaderamente; lo que amo por encima de todo, no es la fe ardiente y el gran acto simple que me conmueven sin embargo, con un respeto admirativo; son los impulsos rotos, las búsquedas, los deseos; son las ideas sobre todo, es la inteligencia y la crítica, los cansancios, las derrotas. Son los seres que no pueden dejarse engañar y que se debaten para vivir a pesar de su lucidez.
Ella lee toda clase de autores, sobre todo literatura y filosofía, y considera que lo que lee la transforma. Pero no es una intelectual fría. Su inteligencia va unida a una gran sensibilidad, incluso apasionamiento y emotividad, que funcionan como un todo orgánico unidos a su razón. Para ella vivir y pensar son la misma cosa. Pero esta joven devoradora de libros y que puede pasarse un día entero leyendo y escribiendo, es además una muchacha muy sociable, que cultiva sus amistades. Entre esas amistades de los primeros tiempos, cuatro permanecerán a lo largo de su existencia, aunque a algunos, como a su amiga Zaza la muerte se la haya arrebatado muy tempranamente.
Los otros son Stépha Avdivovitch, René Maheu, que llegó a ser director de la UNESCO, y Maurice Merleau Ponty. Con Stepha vive una amistad muy sensual, tratando de conocer un mundo muy distinto al de la joven formal que siempre había sido. Maheu, con quien vive una amistad amorosa sin ir más allá, por razones que ambos respetan, es quien la da el sobrenombre que permanecerá, Castor, porque Beauvoir se la parece al inglés beaver, castor, y porque los castores andan siempre en bandas y trabajan muchísimo, tal como ella hace. Años después, sus más íntimos, comenzando con Sartre, seguirán llamándola Castor, el Castor, en una curiosa masculinización del sobrenombre.
A Zaza, Elisabeth Lacoin, la conoció en el curso Desir, cuando ambas tenían diez años. Desde entonces, si no estaban juntas en vacaciones, se escribían constantemente. Zaza deviene novia de Merleau Ponty, a quien su familia rechaza, por ser de familia poco notable. Zaza, llena de terribles contradicciones e incapaz de desobedecer a su familia, sucumbe a una enfermedad fulminante. Esta pérdida afectará muchísimo a la joven Beauvoir, que deja constancia de ello en las últimas páginas de su último cuaderno:
Zaza. No puedo soportar que estés muerta (…) sería preciso que estuvieras aquí, amiga mía. Podías hacer tanto por mí. ¡Oh! Devuélvanme mi pasado. ¿Es que se ha acabado todo, Zaza, es que sólo quedan estas cartas? (…) Esta tumba con esas flores, esas fotos, y este horrible recuerdo. Y yo, yo vivo. Mañana tendré un vestido malva y estaré con Sartre. Cuánto hemos detestado esta vida, esta vida de las personas mayores que han abdicado. Pero estoy sola sin ti y ni siquiera se lo que quiero. Quisiera partir; quisiera dejar a Sartre y partir a pasearme contigo, sola contigo, para hablar, y amarte, y pasearnos, lejos de aquí, lejos. ¿Caricias, trabajo, placeres, es eso todo? Oh mi amiga. ¿Era de tal manera otra cosa, te acuerdas? No tengo la fuerza de recordarlo sola. Se ha acabado.
El tiempo y la muerte
Estos dos temas, presentes en toda la obra de Beauvoir, aparecen ya claramente expresados en los Cuadernos. Ella experimenta con mucha fuerza el fluir del tiempo.
Cada instante es único, pero se va para siempre y no podemos retenerlo. Y junto con esa sensación viene la de la vejez, la idea de que el paso del tiempo implica envejecer constantemente y acercarse a la muerte. A Sylvie Le Bon, que le preguntaba cuándo se había sentido vieja por primera vez, ella le contesta que a los doce o trece años. Estas angustias, que le provocaban cuando la asaltaban, crisis de lágrimas, la persiguieron toda su vida. Así, en el segundo Cuaderno, escribe:
No puedo creer que eso no será más. (…) Hay tantas otras cosas que habría querido prolongar. En mis notas del año (se refiere a lo escrito en el primer Cuaderno, que se perdió), hay sobre todo esta angustia de saber que el minuto vivido iba a desaparecer para siempre. Tengo una especie de remordimiento de ya no llorar por su desaparición; y sin embargo, es al saber que ya no lloraría hoy, por lo que lloraba entonces. La vida es una perpetua renovación, he aquí a lo que no podré habituarme.
Sin embargo, tal como lo señala Sylvie Le Bon en su Prólogo, frente a esa angustia que le causa la temporalidad, ella responde mediante la intensidad, la fidelidad, y la totalización. El transcurrir indetenible del tiempo, hace que cada momento sea precioso, lleno de riquezas que hay que vivir en profundidad, que hay que devorar.
He tomado entre mis manos el día de hoy y el futuro y de ello he hecho una embriaguez; y de esta embriaguez la gran felicidad ha surgido. Y si es esto lo que llaman felicidad, no hay nada mejor que hacer con la propia vida que el hacerla dichosa. He hecho entrar el cielo rojo, y la atmósfera amarilla translúcida en mi sueño resucitado más bello; y Notre Dame estaba allí toda entera, mi bella hija esculpida que había sido hecha para mí. Esta hora de mi vida, ya no la viviré jamás, me decía; y qué embriaguez tenerla así, única, entre mis dedos. La catedral estaba tan negra, que uno no veía las lágrimas sobre los rostros; los vitrales violetas, el sonido del reloj eran un decorado lejano y encantado: maravilla de encontrarme allí, yo. ¿Quién, yo? ¿Dónde, allí? ¿En qué mágico país, a qué hora irreal que ningún reloj podría marcar?
Esta fidelidad salvadora, implica que en la mujer que será perviva la adolescente que fue, y en ésta la niña. Ella pacta consigo misma esa fidelidad y confía en sí misma:
Mi propia fuerza: yo se que, durante toda mi existencia, podré contar conmigo misma; que no necesitaré consejos ni energía, sino siempre ese gran poder de retomarme. Este amor y este ardiente interés, este deseo de perfección para mí misma. Se que me seré fiel, que sabré siempre reencontrarme en toda mi integridad en medio de las banalidades necesarias. Camino con confianza hacia ese yo del futuro, que no me traicionará.
Finalmente, su lucha contra el devenir que nunca se detiene, culmina con el esfuerzo de totalización. Ella quiere vivir el presente, a la vez que mantiene vivo el pasado y se avanza hacia el porvenir.
La clarividencia ha venido a mí, y el gusto de los análisis minuciosos, al mismo tiempo que disminuía mi poder de salir fuera de mí. La acción me atraía menos; en los libros, me buscaba más, pero lo que era esencialmente lo mismo, creía en el valor místico de todos los momentos del yo. (…) Yo no me abandonaba: dominaba los instantes, exprimía cada acontecimiento para hacer salir de allí una pieza de oro con la que me enriquecería." Ahora bien, la verdadera solución a este problema del tiempo y de la muerte, es su voluntad de hacer una obra, de ser una escritora.
Continuará
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