sábado, noviembre 15, 2008
Los roles de género y la discriminación
Lorena Aguilar / Kaos en la Red
Este tipo de violencia que no se refleja en nuestros rostros, no sangramos por la nariz, no deja nuestros pómulos morados, pero lacera nuestras almas, nos hiere en lo más profundo de nuestro ser.
Para muchos es común relacionar la idea de violencia contra la mujer con la imagen de un rostro con moretones o un cuerpo con heridas visibles. Sin embargo la violencia en contra de las mujeres van mucho más allá de las agresiones físicas, estás, más bien resultan ser la parte visible de un problema social que durante muchísimas décadas ha sido un gran lastre en el desarrollo social.
Y desgraciadamente parece ser un lastre muy difícil de tirar, ya que como sociedad, nos hemos acostumbrado y asumido como verdaderos e irrevocables los roles de género en base a los cuales nos relacionamos hombres y mujeres. El hombre, el ser fuerte, el proveedor, el protector, el único capaz de ostentar poder y dominio en los espacios públicos; la mujer, el ser débil, necesitada de protección, confinada exclusivamente al ámbito privado del círculo familiar, las que solamente servimos para compañía del género masculino, como si fuésemos sus mascotas, pariendo a sus hijos, lavándoles la ropa y alimentándolos; relegadas muchas veces a un tercer plano, jugando siempre un rol pasivo en el desarrollo de nuestras sociedades
El tomar estas diferencias de género como verdaderas, algo así como otorgadas por la naturaleza, es precisamente la causa de que se nos cierren las puertas cada vez que intentamos hacernos un espacio o un lugar propio en ámbitos que tradicionalmente han sido reservados para el sexo masculino, pisoteando con ello nuestra dignidad y nuestro valor como seres humanos.
Este tipo de agresión contra la mujer, la más peligrosa porque no es visible a los ojos de la mayoría y desgraciadamente es socialmente aceptable en muchos círculos, se ha hecho más frecuente conforme las mujeres nos vamos incorporando cada vez más en el ámbito laboral, enfrentándonos día a día con la discriminación por parte de nuestros jefes y compañeros de trabajo por una simple y sencilla razón: la de pertenecer al sexo femenino, es decir, pareciera que el precio a pagar por haber nacido mujeres es convivir en nuestra cotidianidad con la segregación y el trato de inferioridad respecto a los hombres.
Una mujer con el mismo nivel académico y desempeñando las mismas funciones en el trabajo, si es que no tiene una carga de trabajo mayor, probablemente tenga que enfrentarse a un trato discriminatorio por compañeros y empleadores, lo cual muchas veces se refleja en un salario muy inferior al de los compañeros masculinos.
Por otra parte, en las promociones y ascensos siempre se favorece más al hombre, es como si una mujer, tuviese que hacer un esfuerzo mayor por demostrar que tiene las mismas capacidades que sus compañeros por el simple hecho de ser mujeres, cuando la condición del género ni siquiera debería figurar entre los criterios a evaluar.
Además de esto, muchas mujeres en los ámbitos del trabajo hemos tenido que enfrentarnos al acoso por parte de nuestros empleadores o de nuestros compañeros, siendo vistas como simples objetos de deseo sin mayor valor.
Al incorporarse a los mercados de trabajo, la gran mayoría de las mujeres no solamente desempeñan las labores propias de sus empleos, si no que también se ven obligadas a realizar el trabajo domestico después de la jornada laboral, este trabajo no remunerado no lo realizan la mayoría de los hombres, ya que de acuerdo a los convencionalismos sociales “no son labores propias de su género”, o sea, una mujer puede llegar a tener el doble o hasta el triple de trabajo que el hombre, pero siempre recibiendo salarios menores y tratos degradantes.
Todas estas formas de socialización, en las que las mujeres somos terriblemente discriminadas, violentan nuestra dignidad y nuestros derechos más básicos, es un tipo de violencia que no se ve reflejado en nuestros rostros o en nuestros cuerpos, no nos hace sangrar por la nariz, tampoco deja nuestros pómulos y mejillas morados, pero lacera nuestras almas, nos hiere en lo más profundo de nuestro ser.
Y si no fuera suficiente el daño irreparable que esto nos causa, este tipo de violencia cuenta con el aval de grandes sectores de la sociedad pero sobre todo por muchas mujeres que ya han arraigado en lo más profundo de su inconciente estas diferencias tan marcadas.
Cuando intentamos salir de este círculo, romper con este “deber ser femenino” que tanto daño nos ha hecho y pretendemos dejar de lado el papel pasivo que nos han otorgado y volvernos agentes activos del cambio social nos critican, se burlan de nosotras y en algunos casos hasta se asustan y la consecuencia son mayores agresiones, sin embargo, poco a poco hemos ido avanzando en esta lucha, aun queda un largo y difícil camino que recorrer, pero nadie más lo va hacer por nosotras.
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