Por más feministas que seamos, la sororidad tiene un claro límite de clase |
Ana Botín se ha declarado feminista y el Santander acaba
de publicitar un nuevo fondo de inversión “por la igualdad de género”.
El propósito es que si usted lectora ahorradora tiene unos dinerillos y
quiere pintar el mundo de violeta puede invertir en este atractivo fondo
que le genera beneficios y además financia empresas que “promueven” la
igualdad de género. Porque como dice Ana Botín, “una proporción más alta de mujeres en puestos directivos, además de ser justo, es bueno para el negocio.”
Su feminismo, dice: “es un feminismo autosuficiente, en el
que te puedes valer por ti misma. No requiere una organización
colectiva… Por esa misma razón no es estrictamente político y, quizá por
eso, es algo que a muchas profesionales como yo nos resulta atractivo
de forma natural”. Esta es una perfecta definición del feminismo
liberal: individualista –no hace falta organizarse, organizarse es de
pobres que luchan, entre otras cosas, por sus condiciones laborales o
contra el desmantelamiento del Estado del bienestar– y meritocrático, de
esa extraña mezcla algo paradójica que sale del “valerse por sí misma” y
ser heredera de una de las familias más poderosas de Europa.
Botín no se declara a favor de las cuotas. Sin embargo, la
ministra de Igualdad, Carmen Calvo está impulsando una norma que podría
encajar perfectamente en este feminismo-Botín o feminismo liberal:
imponer por ley cierta representación de mujeres en la dirección de las
empresas. (Ese 30% del infierno, del que nos hablaba la feminista
mexicana Raquel Gutiérrez). ¿Es esta una política feminista?
Cuotas en las direcciones empresariales
Hay un sentido común de politóloga que dice que las
políticas de techo de cristal acaban generando más igualdad en las
empresas porque las mujeres son más “sensibles” a la conciliación o a la
promoción femenina. Rosa Luxemburgo se arrancaría los pelos de la
cabeza con sus propias manos si oyese que las conquistas de las
trabajadoras tienen que depender de la buena voluntad de las directivas y
no de la organización y de la reclamación colectiva de derechos. Por no
hablar de ejemplos como estas declaraciones –del 2014– de la entonces
presidenta del Círculo de Empresarios, Mónica de Oriol, que dijo que prefería contratar “a mujeres menores de 25 y mayores de 45” para evitar embarazos. En fin, ni el feminismo, ni la conciencia social vienen con el género, mucho menos con el género de las empresarias.
Varias décadas de políticas de “discriminación positiva”, en EE.UU. –el término es de 1961– demuestran que estas han sido efectivas para aumentar la igualdad entre hombres y mujeres en las capas profesionales del 15% más alto. Para la gran mayoría de ingresos medios
–60% de los trabajadores–, la brecha de género se ha reducido pero por
abajo, por un descenso del salario y un empeoramiento las condiciones de
trabajo de los hombres cuyas condiciones se van equiparando a las de
las mujeres. En las posiciones más bajas, estas políticas apenas se han
notado. ¿Quién reclama ser igual a un inmigrante varón en un invernadero
de Almería?, por poner un ejemplo.
Por tanto, se da la paradoja de que a medida que se reduce
desigualdad entre hombres y mujeres en el ámbito laboral, aumentan la
desigualdad social y la precariedad en todos los ámbitos. Desde el
feminismo, ¿qué queremos? ¿Estamos pidiendo igualdad en la precariedad o
queremos arañar más beneficios al capital y redistribuir? Porque nos
podemos encontrar que consigamos igualdad, en condiciones de existencia
cada vez más degradadas o que igualdad en cuidados, signifique que
ninguno, ni hombres ni mujeres puedan ocuparse de los suyos en
condiciones.
En el feminismo también hay intereses distintos de clase,
así como una disputa por utilizar el capital político y la legitimidad
que de él se derivan. Por tanto, las políticas destinadas a romper los
techos de cristal son políticas para el 1% porque solo afectan a una
pequeña élite de mujeres. Muchas veces, los destinos de esas mismas
mujeres –como en el caso de Botín– están estrechamente relacionados con
la banca o el capitalismo financiero; es decir, con los intereses –bien
materiales y reales– que hay detrás de las políticas de austeridad y de
recortes de la Troika y con los más de 40.000 millones de todas que
perdimos al rescatar a esos mismos bancos. El FMI –sorpresa– también
está encabezado por una feminista.
A estas alturas ya sabemos que cuando se desmantela el
Estado del bienestar las que salimos más perjudicadas somos las mujeres.
En el sector público es donde se dan los empleos en mejores
condiciones, pero también es el que proporciona apoyo material y
prestaciones para ocuparse de las tareas de cuidados (excedencias
laborales, subsidios, casas-refugio para mujeres maltratadas, cuidado de
niños gratuito, etc.) que consiguen rebajar un poco la opresión que se
produce en los hogares. Los sectores públicos vaciados y degradados por
las mismas autoridades que esgrimen sus credenciales feministas están
devolviendo las responsabilidades del trabajo reproductivo al hogar, es
decir, a las mujeres.
El mantra del feminismo liberal
Como explica Susan Watkins (New Left Review 109), el empoderamiento de las mujeres es, desde hace mucho tiempo, un mantra del establishment global
que ha sido impulsado por poderosos intereses empresariales. La
Fundación Ford, sin ir más lejos, estuvo invirtiendo a partir de la
década de 1970 hasta 200 millones de dólares anuales en financiar
organizaciones feministas cuyas acciones eran compatibles con el
reforzamiento del modelo empresarial. De hecho, Este feminismo del 1%,
en realidad, es el que ha dado forma a las políticas oficiales del
feminismo mundial durante los últimos veinte años. Como por ejemplo la
concesión de microcréditos a las mujeres más pobres en lugares como
India, que sentó las bases de la financiarización del Sur Global y
endeudó a cientos de miles de mujeres.
“¿Por qué son tan decepcionantes los resultados de tanto
esfuerzo y tan sesgados los beneficios hacia la clase media-alta? Las
limitaciones del proyecto feminista global están inscritas en parte en
su modelo estratégico: “incorporar a las mujeres a la corriente
principal” del orden existente, sobre todo a los estratos empresariales y
profesionales”, dice Susan Watkins. Esta autora, además, señala que
unas de las principales contradicciones de este feminismo es que las
reglas antidiscriminatorias nunca se han aplicado a la propiedad, donde
las cuotas de género son impensables.
Entonces, frente a los intereses del feminismo liberal nos
toca decir: las cuotas en los consejos de administración no son las
políticas feministas que necesitamos. Política feminista es subir el
salario mínimo, derogar las últimas reformas laborales, educación
universal y gratuita de 0 a 3, más Estado del bienestar y, aunque haya
debate, yo diría que la Renta Básica Universal porque las mujeres somos
las más pobres y las más precarias. Estas –y muchas otras– son las
medidas feministas que necesitamos, las que afectan a la mayoría de las
mujeres y no al 1% y que además, están claramente confrontadas con los
intereses de las del feminismo-Botín. Por más feministas que seamos, la
sororidad tiene un claro límite de clase.
No, en muchas cosas, no
estamos en el mismo bando. Como dice Bell Hooks,
la sororidad, es poderosa pero seremos hermanas en la lucha únicamente
si nos enfrentamos juntas a las formas en las que también las mujeres
–aprovechando las desigualdades de clase, de raza o de identidad sexual–
dominan y explotan a otras mujeres.
Imagen de Ana Patricia Botín.
por Luis Grañena
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Sobre la autora: Nuria Alabao Es periodista y doctora en Antropología. Es miembro de la Fundación de los Comunes.
Fuente:https://ctxt.es/es/20181017/Firmas/22362/feminismo-ana-botin-cuotas-igualdad-discriminacion-techo-de-cristal.htm#.W8m2BRYSySI.twitter
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