Resumen
Enmarcada en el análisis de la revolución bolivariana que lidera el Presidente Hugo Chávez Frías, se ofrecen nuestras reflexiones sobre la Revolución Feminista, única revolución que suma sobre sus espaldas trescientos años. Revisar los postulados de nuestra revolución, sus logros y fracasos, fortalezas y debilidades en un mundo insatisfecho que se debate entre la globalización, el capitalismo salvaje, el renacimiento de los nacionalismos y los populismos, los fundamentalismos de todo tipo, tanto de derecha como de izquierda, la pobreza, la guerra y la devastación del planeta, sólo por nombrar algunos de los asuntos más visibles en el espacio político, el tema de la revolución feminista adquiere un sentido de suma importancia al ser la única revolución que promete una sociedad igualitaria, justa y equitativa; en pocas palabras, una sociedad verdaderamente humana.
1. Cuando un hombre se topa con nuestra revolución
Fernando Mieres, en un libro sugestivo que lleva por título “La revolución que nadie soñó” hace un análisis de varias revoluciones donde cada una se encuentra dentro y fuera de la otra como partes de un mismo todo analizado desde distintos campos. Así, se detiene en el análisis de la revolución microelectrónica, la revolución ecológica, la revolución política, la revolución paradigmática y la revolución feminista (MIERES, 1996: 7).
En su libro, Mieres llama la atención sobre un aspecto bien importante de la revolución feminista y es que su presencia se puede constatar con extraordinaria fuerza en los anaqueles de cualquier biblioteca. Veamos como describe el autor su encuentro con la revolución feminista:
“(...) Todo comenzó quizás aquel día en que buscando unos materiales de trabajo en la biblioteca de la Universidad, di con un estante relativo a literatura feminista. Seguí caminando a lo largo y encontré otro estante con libros feministas; luego otro; y otros más. Cientos; miles de libros y documentos al tema bloqueaban mi salida de ese lugar. Mujeres y política; mujeres y arte; mujeres y matemáticas; mujeres y cualquier cosa que a uno se le pueda ocurrir. En esos mementos, el feminismo me pareció que era una enredadera que, a medida que crece, se entrelaza con todo lo que encuentra a su alcance. Sólo tiempo después me daría cuenta de que ese modo entrelazado constituye la forma de ser del discurso feminista. Ahora bien: todo ese saber acumulado en los últimos años, pensé en ese momento, no podía simplemente ser fruto de la casualidad, sino más bien de un orden que se sistematizaba en alguna parte; que el cuantioso saber feminista almacenado en esos estantes era testimonio de algo que estaba ocurriendo fuera de la biblioteca. ¿Quizás el movimiento feminista?” (Ibíd.)
Lo que tal vez apreció Mieres en esa biblioteca no era más que la advertencia, parodiando al Quijote, de haberse topado con una de las manifestaciones más contundentes de la revolución feminista o la revolución de las mujeres (en sentido feminista), también denominada revolución sexual; su producción teórica.
En este punto quisiera hacer una aclaración importante en relación a que hablar de mujeres no es lo mismo que hablar de feminismo, tal y como ha dejado claro la autora española Amelia Valcárcel.
Desde el punto de vista de algo a lo que se llama la mujer o las mujeres, se puede discursear perfectamente sin que la perspectiva feminista esté asumida y en verdad esto se ha hecho en el pasado, durante siglos, para denostarlas, para atribuirles, con razón o sin ella, determinados tipos de cualidades o de errores anímicos, en fin, para excluirlas(…). El feminismo es un pensamiento de igualdad, o en otras palabras, el feminismo de una tradición de pensamiento político, con tres siglos a la espalda que surge en el mismo momento en que la idea de igualdad y su relación con la ciudadanía se plantean por primera vez en el pensamiento europeo. En el exacto momento en que aparece la idea de igualdad en la gran filosofía barroca, aparece el primer indicio de feminismo y consiste desde entonces en la vindicación de esa igualdad para la mitad de la humanidad a la cual no le es atribuida (VALCÁRCEL, 1997:89).
Pues bien, la revolución feminista, denominada también la revolución sexual, es una de las mayores revoluciones de los tiempos modernos. Es, en palabras de Almeida y Gallizo:
una extraña revolución en la que no se ha derramado una gota de sangre (al menos, de sangre ajena), de la que no ha perdurado el recuerdo de personajes singulares y heroicos cuya memoria honrar, que tampoco ha merecido grandes monumentos; una revolución que todavía no merece unas pocas líneas en los textos de la historia que se enseña en nuestras escuelas. Sin embargo, la revolución que han protagonizado las mujeres en este siglo ha sido la que más cosas ha hecho cambiar en la vida cotidiana de la gente y, sobre todo, la que ha producido cambios más irreversibles. Por tanto, es quizá la revolución que más en profundidad ha cambiado la sociedad (http//www.mujeresenred.nodo 50.es.).
Esa revolución que Mieres constató en la biblioteca, con trescientos años de existencia, ha sido la respuesta de las mujeres frente al patriarcado, sin olvidar que las mujeres hemos impulsado otras revoluciones, además de nuestra propia revolución a partir de la era cristiana con el nacimiento de la conciencia feminista; una revolución en la que hemos pedido que en la obra se haga un igual reparto de papeles entre hombres y mujeres.
2. Revolución feminista, igualdad y patriarcado
El reclamo que durante siglos ha motivado la lucha de las mujeres y que caracteriza al feminismo en el mundo es la igualdad. La igualdad, que es también el derecho de los derechos, ha nutrido en gran medida la teoría, o mejor dicho, las teorías que han inspirado la revolución feminista y los movimientos de las mujeres en general. Por ello cuando en la presente investigación al hablar de la revolución de las mujeres decimos que es la revolución feminista es porque tomamos el feminismo en su significado habitual. Ello es, como la doctrina de la igualdad de derechos para la mujer basada en la teoría de la igualdad de los sexos (EVANS, 1980:8).
En nuestra revolución luchamos por determinados objetivos que nos son negados por el patriarcado. El patriarcado es una cultura, un sistema, una civilización, un orden económico, un orden jurídico, etc. En otras palabras, la revolución feminista sabe que su enemigo, el patriarcado, se manifiesta de diferentes maneras, teniendo una forma de existencia múltiple, no localizable en una sola realidad ni en un determinado espacio ni en un determinado tiempo.
Por otra parte, el patriarcado es un poder. Un poder que se expresa, para decirlo con Foucault (1981: 36), microfísicamente, anidado en diferentes lugares, instituciones, personas, hábitos, culturas, religiones e, incluso, al interior del alma de muchas mujeres. No es sólo un orden jurídico, político y económico, ni es sólo una cultura, pero también lo es. Es mucho a la vez. Y eso quiere decir que no sólo es microfísico, sino también multidimensional y por eso, en palabras de Kate Millet, el patriarcado es “una de las ideologías más penetrantes de nuestra cultura” (MILLET, 1971: 25).
La revolución feminista no sólo está alimentada por un conjunto de teorías que se oponen al patriarcado a partir de las reflexiones que realiza el movimiento feminista desde todas las áreas del conocimiento sino por una práctica política. De tal manera que si esta revolución, la más profunda de la historia, se impone alguna vez, no sólo afectará determinados órdenes económicos, políticos y jurídicos, sino además la estructura sociocultural de los hombres y las mujeres.
En su lucha contra el patriarcado, el feminismo ha sido definido en varios sentidos: a) como una doctrina que aboga por la igualdad de derechos sociales y políticos de las mujeres con respecto a los de los hombres, b) un movimiento organizado para la obtención de esos derechos, c) la reivindicación de las demandas del colectivo femenino y el corpus teórico que han creado las mujeres, y c) la fe en la necesidad de un cambio social a gran escala que incremente el poder de las mujeres (LERNER, 1990:337). Nosotras lo asumiremos, a los fines de este artículo, en todos esos sentidos, recogiendo –por su utilidad– la diferencia que Gerda Lerner hace de “los derechos de la mujer” y “la emancipación de la mujer”. Para mi, tal diferencia está referida a valores que coexisten: por un lado la igualdad y por el otro la libertad y no sólo coexisten, sino que –en palabras de Gregorio Peces–Barba– son inseparables (1984:148).
El movimiento por los derechos de la mujer, que es el que ha tenido más protagonismo en Venezuela, es un movimiento que trata de obtener la igualdad de las mujeres con los hombres en cualquier aspecto de la sociedad y hacer que accedan a todos los derechos y oportunidades de que disfrutan los hombres en las instituciones de dicha sociedad. De este modo, el movimiento por los derechos de la mujer es afín al movimiento por los derechos civiles puesto que busca la participación igualitaria de las mujeres dentro del status quo. Es, en esencia, un objetivo reformista. En tanto que la emancipación de la mujer significa: libertad frente a las restricciones opresivas que impone el sexo, autodeterminación y autonomía. Es pertinente anotar que en ambos sentidos tenemos plena conciencia que el tema de fondo es el tema del poder.
La liberación de las restricciones opresivas que se les imponen a las mujeres por el sexo significa libertad de las restricciones biológicas y sociales. Autodeterminación quiere decir ser libre para decidir el propio destino; ser libre para decidir el papel social que se quiere, tener la libertad para tomar las decisiones que conciernen al cuerpo de cada una. La autonomía significa obtener un estatus propio y no el de haber nacido en o estar casada con. Significa independencia económica, libertad para escoger el estilo de vida y las inclinaciones sexuales. Todo lo cual implica una transformación radical de las instituciones, valores y teorías existentes (Ibíd.: 338).
En nuestra andadura, las feministas hemos compartido otras luchas con otros grupos, en la falsa creencia de que uniendo nuestros pedimentos a los pedimentos de ellos e incorporándonos a los movimientos que se decían revolucionarios en los distintos países, lograríamos hacer realidad nuestra aspiración, que no era otra que romper las terribles cadenas que nos sujetaban a la figura masculina del: padre, marido o Estado. Al final nos encontramos, siempre y en todos los casos, con las manos casi vacías y con la comprobación de que el patriarcado está en la base de todos los modelos políticos, de todos los sistemas y gobiernos, sean de derechas o de izquierdas, por lo que las feministas hemos comprendido que el camino revolucionario debemos construirlo solas sin que por ello pierda nuestra revolución su vocación colectiva. Veamos un poco como ha sido esa andadura.
3. Nosotras y la revolución francesa
Las mujeres hemos luchado por nuestra igualdad y por nuestra libertad, al mismo tiempo, entendiendo que nuestros derechos y nuestra emancipación van de la mano.
En ese sentido, el escenario más enriquecedor desde el punto de vista ideológico, un escenario revolucionario y constituyente a la vez, fue el de la Revolución Francesa, con su fenómeno, la Ilustración, por demás complejo y donde las mujeres se negaron a ser invitadas de palo, se negaron a ser las constituidas, lugar que la historia constitucional de nuestros países nos ha destinado.
El escenario de la revolución francesa (siglo XVIII) fue el preámbulo a la obtención de la partida de nacimiento de la revolución feminista, que inicia su andadura en el siglo XIX cuando las mujeres comenzaron a unirse en organizaciones creadas expresamente para luchar en su conjunto por la emancipación de su sexo y que toma cuerpo y se expande en el siglo XX. Y digo que la revolución francesa fue el preámbulo a la obtención de la partida de nacimiento de la revolución feminista, en dos sentidos: a) porque la revolución francesa fue la suma de varias revoluciones: la revolución campesina, la revolución de la burguesía, la revolución de las mujeres, etc. Y b) porque durante la Revolución Francesa, la Ilustración marca los orígenes ideológicos del feminismo, aunque, forzoso es reconocerlo, la revolución francesa ignoró a la mitad de la nación, la mitad femenina, tal y como lo sostuvo el escritor alemán Theodor Gottlieb von Hippel, a finales del siglo XVIII.
Hasta el momento de la eclosión revolucionaria (revolución francesa), la participación de las mujeres como grupo en la vida social de la Francia del siglo XVIII, se limitaba a dos posibilidades muy disímiles la una de la otra: intervenir en las intrigas y manipulaciones de la vida cortesana, o patrocinar, y a veces conducir el movimiento de las ideas, mediante la dirección de los salones mundanos. Sólo estos dos caminos estaban abiertos a las mujeres: la tradicional utilización de sus encantos para manipular a los hombres que se relacionaban con ellas, en medio de la hipocresía y la astucia, (ejerciendo así un poder indirecto y discutible), o la apertura de un Salón, en el cual, brillando como centro de la atención, la mujer podía no solamente patrocinar las ideas progresistas y la producción de un pensamiento de avanzada en todos los campos, sino además llegar a participar personalmente en la elaboración de los principios de la nueva sociedad esperada por todos (COMESAÑA, 1995: 148-149).
De cualquier manera, la Ilustración reunió una serie de materiales intelectuales que serán los ingredientes primarios de la causa feminista: ideas de razón, progreso, ley natural, plena realización del individuo, poder benéfico de la educación y utilización social de la libertad sobre las restricciones y la igualdad de derechos.
Las mujeres de la Revolución Francesa no pudieron permanecer indiferentes, como no lo hicieron tampoco algunos pocos hombres intelectualmente honestos, ante el hecho de que las consignas: igualdad, libertad y fraternidad, no rezaban nada para ellas. Para luchar por sus derechos las mujeres se organizaron en clubes políticos femeninos, los cuales eran los equivalentes de los partidos políticos de la Revolución, constituyendo un fenómeno marginal que fue sofocado por los revolucionarios franceses, cuyas figuras sobresalientes se mostraron indiferentes a los derechos de la mujer.
Constatar que en una sociedad en pleno proceso constituyente como la sociedad de la revolución, las mujeres quedaban excluidas de lo público, del espacio de las Luces por excelencia y, en consecuencia, negadas como ciudadanas, aparejó la protesta y denuncia de nuestras sores, no sólo de las cultas sino la de las pertenecientes a medios no muy letrados. Sin embargo, la denuncia fue sofocada y pagamos con nuestras vidas o con la reclusión en los manicomios tan insólito atrevimiento.
Celia Amorós recoge un trozo de las Etrennes Nationales des Dames, en las cuales las mujeres se sentirán legitimadas para afirmar:
(...) El 5 de octubre último, las parisinas probaron a los hombres que eran por lo menos tan valientes como ellos e igual de emprendedoras. La historia y esta gran jornada me han decidido a haceros una moción muy importante para el honor de nuestro sexo. Volvamos a poner a los hombres en sus caminos y no aceptemos que con sus sistemas de igualdad y de libertad, con sus declaraciones de derechos, nos dejen en el estado de inferioridad, digamos la verdad, de esclavitud, en el que nos mantienen desde hace tan largo tiempo (1997: 165).
Las mujeres acudirán a una estrategia contundente para poner al descubierto lo que el proceso constituyente francés de 1789 trae en sus alforjas para ellas. Utilizarán el mismo lenguaje revolucionario y re-significándolo pondrán al descubierto sus trampas, orientadas a la legitimación patriarcal.
Las mujeres volverán contra los hombres los argumentos que éstos esgrimían en su lucha contra lo que ideológicamente denominaban la tiranía aristocrática o l´Ancien Régime. En esa tarea, la reivindicación feminista se nos revela como, simplemente democrática, según lo ha sostenido Celia Amorós. La noción de igualdad se carga de contenidos concretos “en el hogar mismo probaréis a los infieles y a los ingratos que la mujer es igual al hombre en derechos y también igual al hombre en placeres” (Ibíd.:166).
El doble código de moralidad propuesto por la Revolución según se tratara del hombre o se tratara de la mujer, es interpelado por ésta:
¡Hombres perversos e injustos! ¿Por qué exigís de nosotras más firmeza que la que tenéis vosotros mismos? ¿Por qué nos imponéis la ley de la deshonra cuando con vuestras maniobras habéis sabido hacernos sensibles y conseguir que lo confesemos? ¿Qué derecho tenéis para pretender que tenemos que resistir a vuestras acuciantes impertinencias cuando no tenéis el coraje de dominar el desenfreno de vuestras pasiones?. “!Ah¡ Tal perjuicio es, sin duda, indigno de una buena constitución; escandalizaría a una nación menos frívola y más consecuente con sus principios. (...) ¡Ah¡ nación frívola pero ilustrada, retoma tu energía, coge con mano firme la balanza de la justicia y la antorcha de la filosofía; luego, detén tu mirada sobre los defectos de tu legislación concebida en las tinieblas por la ignorancia y la barbarie; gime por todos los males que ellos han causado y apresúrate a responder al deseo de tu soberano que te reúne para convenir en los intereses de su pueblo, para suprimir los abusos y regenerar la Constitución francesa con nuevas leyes (PULEO, 1993: 118).
Era deber de la Asamblea, corregir los entuertos de una legislación y promover una nueva. A eso aspiraban las mujeres y que en esa tarea fueran recogidas las exigencias que invocaban la igualdad de derechos, la libertad, en otras palabras, la consagración de la ciudadanía.
Condorcet, otro revolucionario francés, también clamaba por la igualdad, cuando afirmaba: “Los hechos han probado que los hombres tenían o creían tener intereses muy diferentes de los de las mujeres, puesto que en todos lados han hecho contra ellas leyes opresivas o al menos establecido entre los dos sexos una gran desigualdad” (Ibíd.: 95).
En ese proceso constituyente, las mujeres pedían ser representadas por mujeres por la misma razón que “un noble no puede ser representado por un plebeyo”, y no quieren ser pactadas o adheridas a un contrato elaborado por los hombres, sino participar directamente en el pacto, traducido en una nueva Constitución.
Celia Amorós en su obra citada Tiempo de Feminismo se pregunta si no “¿serán ellas –las mujeres– las Cenicientas de la Ilustración?” (Ob. Cit.: 171). Y la pregunta es pertinente pues según afirmaban los revolucionarios, se buscaba proclamar la libertad de los negros, y “el pueblo, casi tan esclavo como ellos, va a recobrar sus derechos”; ventajas debidas a la Ilustración y las mujeres se preguntaban en sus Cuadernos de Quejas, “¿Será posible que permanezca muda a nuestro respecto?” (Ibíd.).
El lenguaje de la universalidad que es el lenguaje de la Ilustración podía, al mismo tiempo, incluir a las mujeres proclamando la igualdad y excluirlas por su diferencialidad, de lo cual resultaba que eran a un mismo tiempo ciudadanas y no ciudadanas. Frente a dicho lenguaje, Olympe de Gouges, articulará y sistematizará una serie de vindicaciones de las mujeres, formando un cuerpo teórico consistente (Ibíd.). En dicho cuerpo teórico, apela a la naturaleza tomada como paradigma normativo, justo para deslegitimar las jerarquías patriarcales, evocando con ello el ala de la ilustración sofística griega que, viendo en la naturaleza el modelo mismo de la isonomia, de la ley igualitaria, criticará en la cultura la opresión y la desigualdad como antifisis. Olympe de Gouges vindica la igualdad y la libertad a un tiempo, sin fracturas ni dobleces.
En su argumentación, parte de la idea rousseauniana de que la “ley debe ser la expresión de la voluntad general”, con la aclaratoria de que en la constitución de esta voluntad no puede haber discriminación de sexos. La igualdad que promueve esa revolucionaria ejemplar reclamaba que si “la mujer tiene el derecho de subir al cadalso; debe tener igualmente el de subir a la Tribuna”. De tal manera que la igualdad propuesta es concebida como reivindicación de la libertad como libertad de palabra para designar y nombrar al padre de sus criaturas:
La libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los derechos más preciosos de la mujer, puesto que esta libertad asegura la legitimidad de los padres respecto de los hijos. Toda ciudadana puede, pues, decir libremente “soy la madre de un hijo que os pertenece”, sin que un prejuicio bárbaro la fuerce a disimular la verdad; con la salvedad de responder por el abuso de esa libertad en los casos determinados por la ley” (PULEO, Ob. Cit.: 158).
El coherente radicalismo que Olympe de Gouges dará a su “Declaración de Derechos” un sentido retroactivo que aparejaría la invalidez de la Constitución:
Toda sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada y la separación de los poderes determinada, no tiene constitución; la constitución es nula si la mayoría de los individuos que componen la Nación no ha cooperado en su redacción (Ibíd.: 159). (Las cursivas son mias).
El igualitarismo propuesto, nacido de las virtualidades universalizadoras mismas de su concepción de la libertad, fundamenta, así como su feminismo, su antirracismo, para el que no escatima ni razón ni sensibilidad, como acertadamente anota Celia Amorós (Ob. Cit.:172).
Las mujeres revolucionarias francesas de 1789 a 1794 reclamaron la ciudadanía para su sexo, resignificando el lenguaje revolucionario, y en esa tarea las oprimidas politizaron al tiempo que desnaturalizaron las designaciones de los opresores que, por supuesto, jamás las llamarían estamento ni “Tercer Estado” sino “bello sexo”, prueba indubitable de que no fueron consideradas parte del pueblo. E hicieron iguales reclamos durante la Segunda República de 1848-1851, sin que los mismos fueran atendidos. A la postre, las mujeres revolucionarias francesas obtendrían como respuesta la garantía legal de su inferioridad consagrada en el Código Civil preparado por la Revolución y promulgado por Napoleón I con el título de Code Napoleón; un Código que reflejó el autoritarismo y el desprecio que Napoleón sentía hacia las mujeres; infausto Código copiado por todos los países hispanoamericanos en sus respectivos Códigos Civiles.
Sin embargo, las mujeres revolucionarias o feministas no desistieron de sus reclamos e insistieron en su propósito de hacer extensivos los beneficios de la gran revolución de 1789 a las mujeres de Francia, aunque su asociación con el movimiento de la Comuna de París, la última de las grandes revoluciones parisienses, fue aplastada con una orgía de sangre y violencia por el gobierno republicano que se instaura en Francia a partir de 1871 y no será hasta finales del siglo XIX cuando se permitirá la profesionalización de las mujeres maestras, se permitirá (con gran esfuerzo) el ingreso de las mujeres a las profesiones liberales y se abrirán las puertas de las Universidades; continuando la lucha por la igualdad durante todo el siglo XX y el presente siglo.
3.1. Nosotras y la revolución norteamericana
En el caso de la Revolución Norteamericana, aunque las mujeres participaron en la misma firmando peticiones, organizándose en sociedades como las “Hijas de la Libertad” y proponiendo que los nuevos códigos legales concedieran más libertad a la mujer que aquellos a los que sustituían, la decadencia de la posición de la mujer no fue mejorada. Las mujeres peticionarias norteamericanas compartieron igual suerte que las escritoras feministas de la Ilustración y la Revolución francesa al ser ignoradas.
La recuperación de los reclamos de las mujeres norteamericanas, en su mayoría de clase media, vendrá de la mano del renacimiento religioso que siguió a la Revolución de Independencia. El nuevo evangelio de regeneración moral y reforma social que abrazaron los ministros religiosos de las iglesias hizo que el protestantismo en Estados Unidos se adaptara a las condiciones cambiantes de la vida social y, con él, las mujeres vieron una oportunidad propicia para hablar en público y exigir, con base al culto a la verdadera femineidad y a la piedad femenina, sus derechos a la propiedad, a la igualdad y la libertad.
A principios del siglo XIX, las mujeres no podían votar, presentarse a las elecciones, ocupar cargos públicos (con excepción del propio trono en algunos países), o, en muchas zonas de Europa central u oriental, afiliarse a organizaciones políticas o asistir a reuniones políticas. Estos impedimentos se pueden describir, en un sentido amplio, como de naturaleza política. En segundo lugar, existían limitaciones económicas, que prohibían a la mujer tener propiedades, transferían los bienes heredados por la esposa a su marido al casarse y prohibían a la mujer dedicarse al comercio, tener un negocio propio, ejercer una profesión, abrir una cuenta corriente u obtener crédito en su propio nombre, y en general garantizaban que no se independizase económicamente. Además existía un tercer tipo de discriminación, la cual coincidía y en muchos casos ofrecía el terreno legal para la privación de los derechos económicos. Era ésta la negación de los derechos básicos en el código civil y penal (EVANS, Ob. Cit. 20-21).
3.2. Nosotras y la revolución industrial
Fue el advenimiento de la Revolución Industrial que sustituyó la unidad productiva doméstica por la factoría y la empresa industrial en gran escala, lo que permitió a las mujeres feministas solteras de la clase media la movilización necesaria para conseguir su admisión en la vida profesional. De tal manera que la revolución feminista a partir de la Revolución Industrial centrará su lucha en la admisión en las universidades, en la vida profesional. Luego vendrá la lucha por la adquisición del voto (Ibíd.:52).
Por su parte, las mujeres casadas, a raíz del nuevo sistema familiar que se implantó con la Revolución Industrial, pasó de ser una igual para su marido en dependienta de la capacidad de éste de ganarse la vida, ya que el marido era quien aportaba el dinero para el sostenimiento de la familia. Las amas de casa de clase media, contando con tiempo libre y poco que hacer, además de la situación de reducción de posibilidades para encontrar trabajo fuera del hogar, se organizaron en movimientos feministas, dando calor y legitimidad a la lucha revolucionaria.
De tal manera que las mujeres feministas norteamericanas reivindicaron su derecho a la igualdad en el ingreso a las Universidades y a la vida profesional, mientras denunciaban la dependencia económica de la mujer y la resultante explotación.
La lucha revolucionaria feminista norteamericana concreta su manifiesto en la Declaración de Sentimientos de 1848, también conocida como la Declaración de Seneca Falls (Nueva York), que adaptaba el lenguaje y la declaración de Independencia Norteamericana a la cuestión femenina: “(...) Afirmamos que estas verdades son evidentes (...) que todos los hombres y mujeres son creados iguales”.
La Declaración de Séneca Falls oponía a la representación plástica a través de las mujeres de los ideales de libertad y de igualdad, el reclamo concreto de la igualdad, de mayor contenido humano que el Manifiesto archiconocido de Marx y Engels (www.democraciaparitaria.com). Fue a partir de Séneca Falls que las mujeres norteamericanas inician su lucha por el logro del sufragio.
A principios del siglo XIX la situación de las mujeres en Europa, Norteamérica y las colonias españolas era la misma: las mujeres no eran personas, no eran ciudadanas, es decir, no tenían derecho al sufragio, no podían hacer un contrato y eran como menores de edad o infantes a los ojos de la ley. Hasta que se casaban estaban bajo el poder de su padre y a partir del matrimonio, estos poderes pasaban al marido.
En toda clase de asuntos legales, se trataba a las mujeres como seres inferiores cuya palabra contaba menos que la de un hombre. Eso explica que en materia procesal judicial, los Códigos de Procedimiento Civil en Iberoamérica, hasta bien entrado el siglo XX, consideraran que las declaraciones de dos mujeres se computaran por la declaración de un hombre.
3.3. Nosotras y la revolución de Independencia de Venezuela
La Revolución de Independencia de Venezuela (1880-1830), se realizó en las décadas de transición entre los siglos XVIII y XIX fue un movimiento integrado a un proceso más amplio y profundo que era la crisis de la sociedad occidental y que se extendió durante los siglos XVIII, XIX y XX, proceso que se proponía la búsqueda del cambio del orden tradicional-señorial hacia la naciente sociedad moderna. Ello significa que la Revolución de Independencia de Venezuela está estrechamente ligada con la Revolución de Independencia de Norteamérica y con la Revolución Francesa y, en general, con el proceso profundo de la revolución de Occidente; un proceso de cambio radical que abarca las estructuras básicas de la sociedad: ideológicas, políticas, jurídicas, sociales, económicas y culturales. Sin embargo, en nuestro país la revolución sólo alteró las cosas exteriores. El espíritu colonial, su ordenamiento jurídico, las costumbres y la manera de interrelacionarse los hombres y las mujeres siguió imperando hasta bien entrado el siglo XX.
En tiempos de la Revolución de la Independencia de Venezuela el ideal femenino dominante se sustentaba sobre tres bases principales: religiosidad, recogimiento en el hogar y la fragilidad de la condición femenina, con todas las implicaciones que esto conllevaba, aunque la pertenencia a la clase correspondiente introduciría notas definitivas. Así por ejemplo, si bien es cierto que las mujeres criollas o mantuanas gozaban de iguales derechos que el marido en la gestión de los bienes comunes y el linaje de las mujeres no desaparecía frente al del hombre, las mujeres estaban sometidas a un enclaustramiento marcado, sobre todo en la sociedad urbana, que las limitaba a cumplir con algunas visitas o cumplir sus deberes religiosos, preferiblemente de noche. Curiosamente, las mulatas, cuarteronas o quinteronas, podían circular por las calles con más libertad que las mantuanas o criollas, sin embargo tampoco no salir de noche.
La situación jurídica de las mujeres criollas o mantuanas en Venezuela, durante la Independencia era la heredada del derecho español. El derecho español, como sabemos, no reconocía la plena capacidad civil de la mujer. La mujer soltera, tanto en España como en las colonias, estaba sometida a la autoridad paterna; a falta del padre al hermano mayor y, en algunos casos, a los parientes cercanos, siempre que fueran del sexo masculino.
Las mujeres negras, introducidas como esclavas a América, sustituyeron en gran parte a las mujeres indias en el servicio doméstico, siendo utilizadas como cocineras, lavanderas, planchadoras, criadoras y ayas de los(as) niños(as) blancos(as). La proporción de la población femenina importada en Venezuela, en tiempos de la Independencia, era de una tercera parte, es decir, que por cada dos negros había una negra, lo cual influía en la composición de la población negra en el territorio venezolano y en el territorio americano (TROCONIS, 1990:48).
La mujer india se encontraba en la encomienda o como servidumbre de las familias blancas, en tanto que las negras esclavas se encontraban en las haciendas o casas de familia del poblado, pero ambas tenían como denominador común la explotación de su fuerza de trabajo en calidad de servidumbre, y la servidumbre suponía no sólo la explotación como trabajadoras sino como prestadoras de servicios sexuales y reproductoras (en el caso de las negras esclavas).
La explotación sexual de las mujeres revela el tratamiento que una sociedad patriarcal, como la nuestra, da a quienes siempre ha considerado como las dominadas. La condición sexual de las mujeres se manifestaba hasta en las cárceles. Las negras pagaban su condena en la Casa de Corrección, las indias en las cárceles indígenas y las blancas en el Hospicio y Cárcel de Mujeres Blancas.
Las mujeres del pueblo eran las mujeres de la “clase baja”, ello es, las mujeres negras, mulatas, zambas y toda aquella que en su “limpieza de sangre” no pudiera demostrar la nobleza de sus orígenes. Esa discriminación va a encontrarse en todas las actividades, tanto laborales como de cualquier otra índole, contribuyendo tal situación a mantener una sociedad estratificada y clasificada, ya que cada clase, en cualquier momento de la historia, ha estado compuesta por otras dos clases distintas: los hombres y las mujeres.
Entre los hombres, la clase estaba y está basada en su relación con los medios de producción, en otras palabras, aquellos que poseían los medios de producción podían dominar también a quienes no lo poseían. Y estando los medios de producción en manos de los hombres en todo tiempo en Venezuela y en el mundo, las mujeres estaban y están dominadas por aquellos.
La concepción de la mujer en la época de la Independencia estaba informada por nociones, tales como la imbecilidad del sexo que nos conduce a la idea de incapacidad y por la noción de pasividad, aparte de una serie de defectos de carácter; lo cual no impidió que las mujeres, retando una sociedad patriarcal, se constituyeran en el grupo de las mercaderas y durante las campañas militares de la Independencia aportaron, además de su participación directa en los campos de batalla, recursos económicos para financiar la campaña libertadora.
Los revolucionarios de la Independencia reivindicarán una igualdad primitiva que no alcanzará a las mujeres. A las mujeres no estaba dirigido el llamado de la libertad contra el despotismo. La deliberación que proponen los libertarios a los habitantes de Venezuela, a falta del centro común de la autoridad que significada la corona española, está dirigida al mayor o menor número de individuos de cada provincia, excluidas las mujeres.
Todo el imaginario político de los revolucionarios de la Independencia se alimentará de nociones que ignoran a la mujer. Por ello términos como Patria, Dios, fraternidad, libertad, igualdad serán pensados por los hombres y para los hombres.
En medio de ese panorama revolucionario, las mujeres, convencidas de que las promesas de los libertadores las incluían se ofrecerán y protestarán para que se las tome en cuenta en la defensa de las ciudades en contra de los representantes del Rey, como es el caso de Josefa Camejo. Otras, por su parte, temiendo que la revolución traiga al país sólo ruina y desolación, defenderán con toda pasión la causa de la monarquía, como es el caso de María Antonia Bolívar.
Los revolucionarios de la Independencia consideraron que las mujeres eran extrañas a la soberanía que se estaba construyendo, una soberanía basada en la identificación de los varones y en la exclusión de las mujeres. Por eso el texto culminante de la revolución de la Independencia, la Constitución de 1811, al establecer en su artículo 143 que la soberanía estaba formada por una sociedad de hombres y, entre ellos, por los varones propietarios, blancos y católicos, reunidos bajo unas mismas leyes, costumbres y gobiernos, nos sujetó al estrecho espacio del hogar y cercenó nuestra ciudadanía; situación que se mantendrá hasta bien entrado el siglo XX y que retomaremos en un próximo artículo.
4. ¿Qué tipo de revolución es la revolución feminista o la revolución de las mujeres?
Quien revise la lucha revolucionaria feminista es probable que tienda a afirmar, como yo lo afirmo, que la revolución feminista es una revolución necesaria, atípica, total, permanente, progresiva y autónoma, cuyo triunfo daría como resultado una nueva sociedad.
Es una revolución que ha permitido recobrar un extraordinario potencial de energías acumuladas y en la cual, las mujeres hemos reivindicado a un mismo tiempo, la igualdad y la libertad, como derechos fundamentales inseparables.
4.1. La revolución feminista es una revolución necesaria, atípica, total y permanente
Cuando decimos que nuestra revolución es necesaria lo que queremos significar es que la misma responde a un mandamiento ético, un imperativo moral: hay que realizarla. En otras palabras, es una revolución necesaria.
Nuestra revolución, desde el punto de vista jurídico, tiene perfecta justificación en lo que Simone Weil denomina: los deberes que constituyen la base del derecho.
Para Weil, las obligaciones universales del hombre hacia sus semejantes nacen de las necesidades universales y estas pueden ser. necesidades físicas y necesidades del alma.
Las necesidades de alimentarnos, de dormir, de tener un espacio propio, de cuidados médicos, son necesidades físicas; en tanto existen otras necesidades que no atienden a la vida física sino a la vida moral.
Entre estas necesidades algunas son físicas, como el hambre. Es bastante fácil enumerarlas: la protección de la violencia, la vivienda, el vestido, el calor, la higiene, los cuidados en caso de enfermedad. Entre estas necesidades, otras, al contrario, no están en relación con la vida física, sino con la vida moral. Sin embargo, son terrestres como aquellas otras y no tienen una relación directa, accesible a nuestra inteligencia, con el destino eterno del hombre. ES decir, si no se satisfacen, el hombre cae poco a poco en un estado más o menos análogo a la muerte, más o menos semejante a una vida puramente vegetativa (WEIL, 1995: 74).
Entre las necesidades espirituales se encuentra la igualdad. Es decir, que la igualdad es para Weil una necesidad moral que una sociedad está obligada a cumplir para ser considerada o definida como tal. Además de la igualdad, se agregan a las necesidades espirituales: el orden, la libertad, la obediencia, la responsabilidad, el honor, la propiedad, etc, incluso, la necesidad de verdad que define la norma del trabajo intelectual.
Si la igualdad es una necesidad, entonces, la lucha revolucionaria –por antonomasia– que la reivindica, a saber, la revolución feminista, es también necesaria desde el punto de vista moral.
La doctrina revolucionaria feminista tiene su asidero en el reclamo de que no se concibe una sociedad, esta que tenemos, en la cual más de la mitad de la población constituida por las mujeres, si ellas se encuentran discriminadas por razón de su pertenencia a un sexo considerado culturalmente como subalterno en relación al sexo masculino.
Fueron las estructuras heredadas las cárceles desde las cuales las mujeres alzaron sus voces desde los movimientos revolucionarios de Francia y Norteamérica, adquiriendo con posterioridad una partida de nacimiento propia en occidente, con reclamos que apuntan a las estructuras sociales, políticas, jurídicas, económicas, científicas, artísticas y religiosas.
En esa dirección y adminiculado a lo dicho, la revolución feminista es, por una parte, una revolución atípica, pues supera los pedimentos de otras revoluciones y, además, es una revolución total pues abarca todos los aspectos dichos y porque tiene que ver con toda la raza humana.
No por casualidad, Jhon Stuart Mill, sostuvo que el sometimiento de las mujeres no es un anacronismo inofensivo. El sometimiento de las mujeres impide positivamente el progreso de la raza humana por negar la sociedad el uso de sus talentos a la mitad de sus miembros, y por el efecto moralmente corruptor del poder inmerecido que da a los hombres. La única escuela del sentimiento moral auténtico es una sociedad de iguales (1995: 22).
La revolución feminista no se limita, como otras revoluciones, a la rotura de un cerco constitucional, ni a la quiebra de la continuidad con relación al ejercicio del poder constituyente, lo que pondría en duda, desde el punto de vista de la filosofía política tradicional y constitucional de si dicha revolución es auténtica.
En tal sentido y remitiendo –en nuestro artículo anterior– a las notas que definen una revolución auténtica, nos inclinamos por considerar que la revolución feminista ha ido poniendo en cuestión y rompiendo de manera progresiva con las estructuras fundamentales de la sociedad, de tal forma de que puedan satisfacer las necesidades sentidas del conglomerado humano femenino, sin que tal tarea pueda considerarse acabada, ni siquiera satisfactoria. Incluso, perviven instituciones como el matrimonio, la prostitución, la heterosexualidad obligatoria que son muestra indiscutible de la buena salud que aún hoy tiene el patriarcado; por lo que la revolución feminista es, en ese sentido, una revolución haciéndose constantemente.
Según lo afirmado, no plantea la revolución feminista un retorno hacia atrás, hacia tiempos vividos o experimentados por la especie humana, aunque la historia que narra no ha sido narrada antes. La revolución feminista escribe su propia historia.
El proyecto revolucionario feminista ha tenido como tema la igualdad de las mujeres y los hombres, pero no se limita a ello. Procura un nuevo contrato social, distinto al contrato social de Rousseau y por ello mira a la Constitución.
No siempre ha sido así. Hasta la década de los noventa las mujeres feministas en los distintos países habíamos dado la pelea en materia legislativa, apuntando nuestro arsenal contra los códigos civiles, los códigos penales, leyes especiales, etc., pero es apenas recientemente cuando hemos tomado conciencia que es necesario revisar las Constituciones y hacer del sexo una categoría sospechosa, siempre y en todos los casos.
“(...) exista o no una cláusula de igualdad en la Constitución, el sexo se configura en los diversos ordenamientos jurídicos como una “categoría sospechosa” en el sentido de que toda diferencia de trato que se base en ella se ve sometida a un análisis estricto, esto es, un análisis que exige un nivel muy alto de justificación. (...) En palabras del Tribunal Constitucional español (STD 126/97, Caso Títulos Nobiliarios), el carácter sospechoso de la diferencia de trato por sexo “implica la necesidad de usar en el juicio de legitimidad constitucional un canon mucho más estricto y que implica un mayor rigor respecto a las exigencias materiales de proporcionalidad” (LÓPOEZ G., 2003:24).
Desde el punto de vista constitucional es importante hacer entender que los derechos consagrados en la Constitución nos corresponden a causa de ser mujeres y no a pesar de nuestro sexo, como recitan en cambio los textos constitucionales y todas las leyes de paridad que le han seguido en varios países (CIGARINI, 1996: 18).
Nuestra revolución entiende que no es posible la igualdad entre los sexos si el Estado sigue siendo masculino, si la sexualidad sigue siendo un asunto regulado por el derecho penal, sin trascendencia para el derecho constitucional. Y esto lo afirmamos porque si los sexos fueran iguales, las mujeres no estaríamos sometidas sexualmente y no sería necesaria una revolución, teniendo presente que la fuerza en el sexo no es excepcional.
Si la fuerza en el sexo fuera excepcional, el consentimiento al sexo sería real y común, y se creería a las mujeres sexualmente violadas, Si los sexos fueran iguales, las mujeres no estarían económicamente sometidas, no se cultivarían su desesperación y su marginalidad, no se explotaría sexual ni económicamente su dependencia forzada. Las mujeres tendrían expresión, intimidad, autoridad, respeto y más recursos de los que tienen ahora. La violación y la pornografía se reconocerían como violaciones, y el aborto sería infrecuente y estaría verdaderamente garantizado (MACKINNON, 1995: 391-392).
4.2. La revolución feminista es una revolución progresiva
Los reclamos de las revolucionarias feministas no se han agotado en un solo pedimento ni en una única oportunidad y la estrategia de lucha ha sido, según la resistencia del patriarcado y de las situaciones políticas que han atravesado los distintos países, a ratos radical y a ratos moderada.
Quien revise la historia del feminismo (o feminismos) en los distintos países podrá constatar que han sido las limitaciones a las cuales hemos estado sometidas las mujeres y nuestra toma de conciencia, las que han determinado el orden de prioridad de los reclamos que inflaman nuestra revolución. En el orden de los impedimentos con los cuales hemos ido tropezando se han ido presentando los pedimentos, así, reclamamos el derecho de acceder a la educación formal en todos sus niveles, nuestro derecho económico a la propiedad y a disponer de ella, el derecho al sufragio activo y pasivo, el derecho a ejercer el comercio, el derecho a decidir sobre nuestro cuerpo y sobre nuestra sexualidad. Y todas las exigencias tienen como fundamento el derecho a la igualdad como derecho de derechos.
Sin la lucha por la igualdad no puede hablarse de revolución feminista, sin que con tal afirmación se ignoren las diferencias que existen entre los seres, las que en ningún caso deben servir de justificación para el establecimiento de jerarquías en las cuales unas obedezcan y otros manden.
Tampoco se debe ignorar que las acciones y las creencias de las revolucionarias feministas no han sido el resultado de una simple pasión por la igualdad femenina, han sido –también– el resultado de una compleja mezcla de muchos elementos políticos e ideológicos, entre los cuales el deseo de liberación de la mujer, ha sido uno de tantos (EVANS, Ob. Cit.: 43).
En otras palabras, la historia de la revolución feminista es, de cierta manera, la historia de unos objetivos progresivamente ampliados, desde los objetivos educativos, económicos hasta los políticos, sin que se nieguen excepciones a la regla, por una parte, y la prosecución de tales objetivos, de manera permanente, por la otra. Y así como Marx proclamaba en su Mensaje a la Liga Comunista en 1850 (DUNAYEVSKAYA, 1977: 137). que la revolución debía proseguir de un modo permanente hasta la realización del socialismo, las feministas debemos proclamar de un modo permanente nuestra revolución hasta el logro del último objetivo propuesto, en procura del ejercicio pleno de nuestros derechos. En ese sentido, la tarea que nos proponemos no es sólo teórica sino la tarea práctica contemporánea más importante para las mujeres y, en definitiva, para la humanidad
4.3. La revolución feminista es una revolución autónoma
A pesar de que las mujeres siempre hemos protestado, de una u otra manera, contra la opresión a la que, durante siglos, hemos estado sometidas, no es sino a partir del siglo XIX, cuando comenzamos a unirnos en organizaciones y a echar adelante el carro de nuestra revolución.
En los inicios creímos que uniendo nuestros pedimentos a los pedimentos de otros grupos que se decían revolucionarios e incorporándonos a los movimientos revolucionarios que lideraban en los distintos países, lograríamos hacer realidad nuestra aspiración, que no era otra que romper las terribles cadenas que nos sujetaban a la figura masculina: padre, marido o Estado.
Fue así como creyendo que la igualdad, la fraternidad y la libertad que la Revolución Francesa proclamaba también eran para nosotras, invocamos la razón y la ilustración. Es cierto que dicha invocación no la hicieron todas las mujeres. Las grandes masas de mujeres que participaron en los grandes desórdenes del pan y las luchas callejeras dela Revolución, no tenían tiempo para adherir sus esfuerzos a las teorías del feminismo de la Ilustración porque estaban del todo ocupadas en intentar alimentarse y alimentar a sus familias. Es decir, estaban ocupadas en resolver problemas de sobrevivencia, de ellas y de sus familias.
La igualdad concebida por los revolucionarios franceses que la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 proclamó, no abarcaba a las mujeres, ya que la eliminación de las discriminaciones legales contra los individuos a causa de su nacimiento, objetivo de la Revolución, sólo estaba referida a los varones, y en ese grupo, sólo a aquellos: blancos, propietarios y heterosexuales.
Luego, con la Revolución Industrial y el movimiento de reforma impulsada por el protestantismo, las mujeres feministas vieron de nuevo la oportunidad para adelantar sus pedimentos en el área legal y a exigir el voto, haciéndose anticlericales o protestantes, obteniendo, apenas, el acceso a las universidades y el permiso para el ejercicio de determinadas profesiones liberales.
El liberalismo, con sus dos ingredientes: individualismo y protestantismo, permitió eslabonar los movimientos, tales como, organizaciones antiesclavistas, sociedades nacionalistas, cruzadas morales, asociaciones de reforma social, partidos políticos, etc., y la aparición del feminismo organizado. Las mujeres feministas participaron en todos los movimientos liberales de la época (estamos hablando del siglo XIX) y en algunos de ellos tuvieron un papel verdaderamente protagonista, siendo defraudadas luego.
Tal fue el caso, en 1830, de la participación de las mujeres feministas en la lucha antiesclavista de los Estados Unidos de Norteamérica. Las mujeres feministas, como lo registran los documentos de la época, se incorporaron a la lucha antiesclavista convencidas de que la eliminación de la esclavitud y la consagración del voto para los libertos, significaría el logro del voto para las mujeres, quienes al igual que los esclavos, no podían votar. La esclavitud fue abolida, el derecho al voto de los libertos fue concedido, pero a las mujeres se les siguió negando su derecho al voto a través de la Catorce Enmienda de la Constitución (1866) que negaba explícitamente el voto a las mujeres.
Las revolucionarias feministas esperaban que el movimiento antiesclavista apoyara su reivindicación del voto al igual que ellas habían apoyado la abolición de la esclavitud y la victoria de la unión pero no fue así. A partir de ese momento debieron entender que el camino debían seguirlo solas, siendo la Declaración de Séneca Falls (1848) el documento que marcará la autonomía de su revolución.
Posteriormente y a lo largo del siglo XX, todas las revoluciones, tanto las de derecha como las de izquierda, han querido interdictar la revolución feminista y ponerla al servicio de sus propios libretos, sin que ninguna pueda exhibir la concreción de una agenda satisfactoria a nuestros intereses.
La experiencia ha demostrado que cuando las feministas unen sus esfuerzos o lucha revolucionaria a corrientes políticas de mayor envergadura, especialmente con los partidos políticos, sean dichas propuestas de derecha o de izquierda, pensando que de esa manera logran sus objetivos, han salido debilitadas. Por lo que la autonomía revolucionaria es una garantía para nuestra utopía.
Era a menudo difícil que las feministas salieran ganando en el pacto con sus aliados, quienes las obligaban con frecuencia a adoptar sus propias creencias políticas sin ofrecer a cambio demasiado apoyo a los objetivos feministas (EVANS, O. Cit.: 43).
Conclusión
Es indudable que la revolución feminista tiene vida propia y que no ha podido exhibir grandes logros cuando, creyendo fortalecer su estrategia de lucha, se ha unido a otras revoluciones lideradas por hombres. No perder nuestra autonomía revolucionaria es afianzar las posibilidades del logro de la utopía.
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