viernes, enero 23, 2009

Lo que todo Marxista Vulgar debe saber sobre Feminismo

Por: LUDOLFO PARAMIO

"Las relaciones entre el movimiento feminista y el movimiento socialista se han visto entenebrecidas por un complejo edípico mal resuelto", afirma el autor, demostrando que la tendencia de las feministas a exigir de los partidos de izquierda la deseable condición de partidos feministas "es puro idealismo" e idealización. Critica al movimiento obrero y a los partidos socialistas su pretensión de arrastrar al movimiento feminista, poniendo de relieve la connotación cavernícola del verbo. Con variados argumentos demuestra que "el movimiento obrero debe conquistar la hegemonía sobre el movimiento feminista, para lo cual debe asumir las reivindicaciones de éste". Esto no puede ser un proceso mecánico sino de "reforma intelectual y moral", es decir, de refundación de ambos movimientos, pues también el movimiento feminista asumirá las reivindicaciones del movimiento obrero, no con vistas a una hegemonía que se reduzca a un mero fenómeno ideológico sino que se sustente económicamente en un nuevo modo de producción.



Aun admitiendo que en tiempos de incredulidad como los presentes no es fácil encontrar a nadie dispuesto a confesarse marxista, y menos aún marxista vulgar, cabe sospechar que las ideas que vinculamos a tales etiquetas no se habrán desva­ necido tan rápidamente como induciría a pensar su vertiginosa pérdida de popula­ridad. Así, puede tener sentido pese a todo intentar reflexionar sobre el problema del feminismo desde la perspectiva de aquellos marxistas que somos demasiado mayores para cambiar de oficio, y a los que precisamente la marcha del tiempo nos ha demostrado más allá de todo equívoco que el único marxismo posible para nosotros es el marxismo vulgar. Quizá así otros eviten caer en los errores en los que caímos nosotros.

FEMINISMO Y CAPITALISMO
Como he apuntado en otro lugar, se diría que las relaciones entre el movimiento feminista y el movimiento socialista se han visto entenebrecidas por un complejo edípico mal resuelto. El socialismo ha revelado una notable tendencia histórica a repetir frente al movimiento feminista los mismos errores que casi todos los padres cometen frente a sus hijas adolescentes, a saber, tratar de mantenerlas en casa a cualquier precio y afirmar sin ningún rebozo que ellos (los padres) saben mejor que ellas (las hijas) lo que éstas realmente necesitan y quieren.

El propio pensamiento marxista no es ajeno a tales pretensiones. En primer lugar, el peso de la filosofía hegeliana sobre los orígenes de la tradición marxista conduce a quienes se encuadran en ella a ver en la sociedad no solamente una totalidad orgánica, sino una totalidad que "se refleja en un principio interno único, que es la verdad de todas las determinaciones concretas". O dicho con palabras más sim­ples: los marxistas tratan de explicar el conjunto de las contradicciones y conflictos que atraviesan toda nuestra sociedad a partir de un único principio explicativo, la lucha de clases.

Esto tiene en la historia del pensamiento marxista distintas manifestaciones, todas ellas ligadas a graves problemas teóricos que sólo ahora parecen estar comenzando a resolverse, gracias al abandono del doctrinarismo y de la marxolatría, que es quizá el aspecto más llamativo del renacimiento en los años setenta (fruto a su vez de la aparición de la nueva izquierda en los sesenta).

Dos de estas manifestaciones serían la concepción instrumentalista del Estado - según la cual el Estado es el instrumento de dominación de una clase - y lo que Laclau ha llamado "reduccionismo de clase", es decir, la identificación inmediata de las fuerzas presentes en la escena política con las distintas clases o fracciones de clase discernibles en la formación social estudiada. Ambas concepciones conducen a un callejón sin salida, lo que puede comprobarse fácilmente observando el interminable papeleo y la creciente confusión terminológica que han provocado. De se­mejante impasse sólo parece posible salir cortando tal nudo gordiano - anudado por los propios Marx y Engels, como es bien sabido - y superando el temor al funesto pecado de revisionismo.

Al enfrentarse al movimiento feminista, el marxismo ha padecido los mismos achaques: para mantenerlo bajo la hegemonía del movimiento obrero ha intentado mos­trar la existencia de una relación esencial entre el problema de la mujer y la opre­sión de clase, en general, o el modo de producción capitalista, en particular.

El primer camino, como se sabe, es el que siguió Engels. Antes de señalar sus in suficiencias habría que hacer hincapié, frente a quienes parecen considerar a Engels el idiota de la familia al que es posible cargar con todos los errores y delitos, que El origen de la familia sigue siendo una obra estimulante y vigorosa, un verdadero clásico, en el que aún pueden encontrar inspiración análisis antropológicos femi­nistas como los de Rubin o Sacks.

La principal debilidad de la obra de Engels es, lógicamente, la que se deriva de la superación de sus fuentes etnográficas. Es en este punto donde suelen centrarse los ataques a El origen de la familia: la creciente convicción de que el matriarcado sólo es un mito carente de realidad histórica favorece especialmente estas críticas. Pero también aquí es posible ir más allá: se puede subrayar el hecho de que Engels bus­ca en Morgan una justificación para establecer una relación biunívoca entre el pro­blema de la mujer y la existencia de clases sociales. La razón es muy obvia, pues si aceptamos la existencia de tal relación es fácil concluir que los intereses de los
obreros y de las mujeres, en cuanto tales, convergen objetivamente. O dicho en términos más actuales: que el movimiento obrero y el movimiento feminista están condenados a entenderse.

Sin embargo, no es así. Sabemos que la presión por el salario familiar, que a lo lar­go del siglo pasado es parte fundamental de la lucha por la elevación del nivel de subsistencia de la familia obrera, es decir, de la clase obrera en su conjunto, se tra­duce para la mujer en un auténtico retroceso en lo referente a su autonomía. A lo largo del período de formación del movimiento socialista de masas, es decir, du­rante el desarrollo de la II Internacional, la clase obrera adopta progresivamente el sistema de valores burgués en lo concerniente a la familia, lo que para nosotros, los marxistas y vulgares, debe tener alguna relación con el hecho de que la consolidación de la familia y la consecución del salario familiar son en esta etapa el camino más corto para la defensa de los intereses económicos de la clase obrera.

Con el renacimiento del feminismo en los años sesenta surge dentro del marxismo un amplio debate sobre la relación existente entre trabajo doméstico y modo de producción capitalista.

Se podría buscar el hilo conductor de la polémica en el in­tento de precisar la función que el trabajo doméstico desempeña en el capitalismo. Si esta función fuera esencial, si la existencia de trabajo doméstico (impagado) fue­ra imprescindible para la reproducción del capitalismo, podríamos hablar nueva­mente de convergencia objetiva entre el movimiento obrero y el movimiento socia­lista. Pero incluso si esta función del trabajo doméstico no fuera imprescindible para el sistema, el hecho de que éste estuviera interesado en la preservación del trabajo doméstico debería obligar a las mujeres a enfrentarse con el capitalismo, ya que la abolición del trabajo doméstico sería una condición imprescindible para la liberación de la mujer.

Por desgracia este razonamiento, compartido por casi todos los marxistas en los años setenta (más o menos explícitamente), es rigurosamente falso. En primer lu­gar, porque es perfectamente concebible la liberación de la mujer sin la abolición del trabajo doméstico; como puede comprenderse fácilmente, a partir del ejemplo de las parejas en que hombre y mujer tienen trabajos remunerados de similar hora­rio, el problema no es la existencia de trabajo doméstico, sino la adjudicación de su exclusiva responsabilidad a la mujer. Y en segundo lugar, porque el capitalismo no necesita esencialmente la existencia de trabajo doméstico.

En efecto, lo más que podemos afirmar es que históricamente, y hasta el presente, el trabajo doméstico ha sido funcional para el capitalismo, al abaratar la reproducción de la fuerza de trabajo. Pero no es impensable una elevación de la productivi­dad en el sector servicios que permita socializar el trabajo doméstico. Más aún, probablemente la clave en este punto es la actitud del movimiento obrero y de los sindicatos en particular. Frente a una presión suficiente, y en una nueva etapa de expansión capitalista, los empresarios individuales pueden preferir una socializa­ción del trabajo doméstico (a través de servicios de empresa y/o del Estado) antes que subidas salariales que permitan a sus trabajadores obtener los correspondien­tes servicios en el mercado.

FEMINISMO Y PATRIARCADO
Llegados a este punto, los marxistas vulgares debemos admitir que los intentos de vincular esencialmente el problema de la mujer con la explotación de clase no lle­van a ninguna parte, y que es preciso enfocar el asunto de otra manera. Para no re­negar totalmente de nuestras costumbres podemos partir una vez más del trabajo doméstico y buscar su influencia en la lucha de clases. ¿En qué beneficia primordialmente al capital el hecho de que el trabajo doméstico corresponda exclusiva­mente a la mujer?

La respuesta, evidentemente, es que semejante división sexual del trabajo en la casa legitima la consideración de la mujer como mano de obra de segunda catego­ría. El trabajo de la mujer fuera de la casa es sólo un trabajo subsidiario: su labor primordial es la doméstica. Por tanto se produce una segmentación del mercado de trabajo, que supuestamente justifica el hecho de que las mujeres reciban salarios in­feriores o se especialicen en trabajos de baja calificación. De esta forma, las mujeres se convierten en una reserva de trabajo adicional. Y. como sabemos por nuestras lecturas de juventud, la función de un ejército de reserva en un mercado de trabajo es crear divisiones entre los trabajadores para disminuir su fuerza.

Al recordar esto suena una campanilla en el lento cerebro del marxista (vulgar).¿Qué otro caso de segmentación del mercado de trabajo en beneficio del capital se conoce? La discriminación racial, por supuesto: la utilización de mano de obra extranjera o de diferente origen étnico. Es preciso admitir, claro, que tampoco éste es un problema previsto en los manuales. Sin embargo, es cada vez más obvio que éste es un asunto de pura jerarquización social: se hace creer al trabajador blanco e indígena que el trabajador extranjero y/o de color es inferior, y después se le trata en consecuencia.

Las piezas del rompecabezas comienzan a encajar: el problema de la mujer no tiene su origen en la economía ni en la lucha de clases, sino que es un problema de dominación. Es la dominación de la mujer por el hombre lo que el capital utiliza a su favor para obtener ciertas ventajillas: división de los trabajadores y abaratamiento de la reproducción de la fuerza de trabajo. Pero esta dominación no la ha inventa­do el capital, ni tiene ninguna relación con la estructura de clase de la sociedad. Independientemente de cuál sea su origen, aparece como un fenómeno previo y separado del modo de producción capitalista.

Este fenómeno es lo que la literatura feminista designa como patriarcado. El sexo en cuanto hecho natural, se transforma en hecho social a través de lo que pode­mos llamar un sistema de género/sexo. El género es la forma social que adquiere cada sexo una vez que recibe connotaciones específicas en términos de valores y normas. Así, ser mujer implica sensibilidad y ternura, mientras que ser hombre implica racionalidad y agresividad. Las mujeres se ocupan de la esfera de lo privado, los hombres de los asuntos públicos.

El patriarcado, en este sentido, es un sistema de género/sexo que supone la dominación de la mujer por el hombre. Podemos decir entonces que la opresión de la mujer, fruto del patriarcado, es un problema distinto totalmente de la explotación del trabajador por el capital. Más aún, debemos admitir que en general los sistemas de dominación (política) y los sistemas de explotación (económica) no guardan en­tre sí ningún tipo de relación biunívoca, aunque evidentemente debe haber entre ellos cierta compatibilidad, excepto en posibles situaciones de transición.

A estas alturas, el marxista vulgar, nuestro fatigado héroe, puede encontrarse a la vez satisfecho de haber hallado la clave del problema y avergonzado, sin embargo, por haber dado tan arduos rodeos hasta llegar a ella. Puede consolarse, sin embar­go, meditando sobre la paradoja de que una parte del feminismo radical haya rein­ventado el reduccionismo de clase para presentar a la mujer como una clase social, como si el problema de la mujer sólo pudiese adquirir relevancia transformándose en un problema de clase . Se puede afirmar, por el contrario, que esta línea de desa­rrollo teórico no sólo supone una involución respecto a la marcha general de la teo­ría marxista, sino que además crea problemas graves de coherencia a todo intento de establecer criterios formales de definición de clases.

En efecto, para afirmar por ejemplo que la definición de clase de la mujer obrera no viene dada por su subsunción al capital, sino por su dominación por el hombre, es preciso afirmar que esta dominación implica la apropiación de la fuerza de trabajo de la mujer por el hombre, de forma que es el hombre el que vende al capitalista la fuerza de trabajo de la mujer. Pero es fácil ver que esta afirmación, que identificaría la dominación genérica con una forma de esclavitud, está en abierta contradicción con la autonomía, jurídica y efectiva, de la mujer en la sociedad capitalista actual.

La obrera casada puede abandonar a su marido sin renunciar a su trabajo, lo que ciertamente no es el caso del esclavo o del siervo feudal. La situación cambia, sin embargo, dentro de la casa: al realizar trabajo doméstico impagado, la mujer se encuentra frente al marido en una situación de incertidum­bre. Parece obvio que en este sentido se puede hablar de unas relaciones de produc­ción domésticas no capitalistas. Pero no todas las mujeres pueden realizar trabajo doméstico. Si se pretende definir a las mujeres como clase por su encuadramiento en las relaciones de producción doméstica se llega al resultado, paradójico e indeseable para una teoría feminista, de que las mujeres de la burguesía o de las clases medias que no realizan directamente trabajo doméstico - sino que emplean para su realización mano de obra asalariada - quedan fuera de la definición. Para solventar este problema es preciso acudir a criterios ideológicos que permitan ampliar la definición: personalmente pienso que la larga y triste historia de la teoría marxista de las clases demuestra que este tipo de artilugios sólo conducen a centuplicar la con­fusión y a vaciar de contenido y operatividad la definición de clase utilizada.

FEMINISMO Y SOCIALISMO
Las anteriores divagaciones muestran con cierta claridad una serie de puntos sobre los que el pensamiento socialista y/o marxista debe modificar su enfoque. El pri­mero de ellos es la interpretación en términos estrictamente económicos del proble­ma de la mujer. Según el razonamiento que hemos desarrollado hasta aquí, ni la existencia de trabajo doméstico, ni el hecho de que muchas mujeres se limiten a re­alizar este trabajo doméstico sin acceder al trabajo asalariado, y ni tan siquiera al hecho de que las mujeres que trabajan a la vez dentro y fuera de la casa deban rea­lizar una doble jornada de trabajo y padezcan a la vez una notable discriminación salarial, ninguno de estos fenómenos puede considerarse explicativo del problema de la mujer.

Por el contrario, todos ellos son manifestaciones de tal problema, cuya raíz es la dominación genérica de la mujer por el hombre. Otra cosa es que previsi­blemente el proceso de emancipación económica sea más o menos paralelo al pro­ceso de liberación de la mujer, pero es preciso subrayar que el segundo no se redu­ce al primero.

El segundo punto, ya aludido en el análisis anterior, se refiere a la necesidad gene­ral de superar el economismo y el reduccionismo de clase en el análisis político. Pues las mismas razones que han cegado al marxismo para comprender el proble­ma de la mujer son las que explican sus limitaciones al abordar otros problemas de notable envergadura, y entre ellos, muy especialmente, el de la construcción de un nuevo bloque social capaz de ofrecer una alternativa a la dominación del capital.

Llegamos así al tercer punto: el movimiento socialista, a lo largo de su consolidación histórica, desde el último tercio del pasado hasta el presente, ha padecido de un notable corporativismo, manifiesto en su sola identificación con los intereses particulares de la clase obrera. El hecho, por supuesto, no es sorprendente, ya que el movimiento obrero constituye la columna vertebral de los partidos socialistas en este período. (Entre paréntesis, también cabría pedir al movimiento feminista un cierto examen de conciencia; la otra cara de la relación edípica entre socialismo y feminismo en la llamativa tendencia por parte de muchas feministas a exigir a los partidos de izquierda virtudes que éstos sólo pueden desarrollar tras pagar el pre­cio de sus inevitables vicios de nacimiento. Pedir al socialismo que hubiera sido fe­minista desde el comienzo, es decir, que no hubiera sido nunca corporativista, es puro idealismo, que sólo puede explicarse recordando que para muchas feministas los partidos de izquierda no son sólo un difícil partenaire , sino también la imagen del padre idealizado).

Ahora bien, desde Gramsci sabemos que para acabar con la dominación de una cla­se - en esta ocasión la capitalista -, es preciso construir una nueva hegemonía . Y Gramsci subraya, en una párrafo equívoco por las razones que veremos más ade­lante, que la construcción de esta nueva hegemonía supone sacrificios de orden económico-corporativo para asumir los intereses de los demás grupos que van a componer el nuevo bloque. Esto implica que no es posible avanzar hacia el socialismo si la clase obrera y las demás fuerzas progresivas no asumen como propias las reivindicaciones del feminismo. O en otras palabras, sólo cuando la izquierda se someta a una reforma intelectual y moral que la transforme en una nueva izquier­da auténticamente feminista, se producirá una convergencia entre el movimiento socialista y el feminista, pues esta convergencia, como he tratado de mostrar, no es en absoluto una consecuencia inevitable de la existencia de ningún tipo de relación esencial entre lucha anticapitalista y lucha feminista.

Así, el movimiento obrero y los partidos socialistas deben plantearse netamente la apuesta: no es posible arrastrar al movimiento feminista - expresión, además, de innegables connotaciones cavernícolas -, sino que es preciso asumir seriamente sus reivindicaciones, discutir los posibles ritmos de su realización, sin caer en el idea­lismo ni en el oportunismo, y elaborar programas políticos en los que puedan tener un interés objetivo no sólo las tradicionales bases sociales de la izquierda, sino tam­bién las mujeres como grupo social. Sólo así será posible superar, al menos en este aspecto, la actual desintegración de las fuerzas progresistas, pulverizadas, deso­rientadas y escindidas frente a la ofensiva del capital.


LA HEGEMONÍA ES UN EFECTO SIN SUJETO

Es un hecho bien sabido que los conceptos de hegemonía que es posible extraer del discurso gramsciano en los Quaderni del Carcere son inevitablemente ambiguos. Los Quaderni no son una obra acabada, lista para su publicación, y para colmo de males fueron realizados en condiciones que favorecían especialmente el recurso a términos equívocos. Parece, no obstante, que el concepto de hegemonía más fre­cuentemente extraído de la obra gramsciana, y al que yo mismo me he remitido sistemáticamente a lo largo de seis años, debe ser sustancialmente revisado. "El hecho de la hegemonía presupone, indudablemente, que se tienen en cuenta los intereses y las tendencias de los grupos sobre los cuales se ejerce la hegemonía, que se forma un cierto equilibrio de compromiso, es decir, que el grupo dirigente hará sacrificios de orden económico corporativo...".

Este concepto es el que podríamos denominar de hegemonía con sujeto. La idea básica es muy obvia: la clase económicamente dominante, la burguesía, no mantie­ne su dominación política exclusivamente gracias a la fuerza, sino que también la asienta sobre el consenso. Pero dentro de la dominación política, es necesario dis­tinguir dos momentos. El primer momento se refiere a la dominación de un con­junto de clases subalternas por un bloque dominante. El segundo momento remite a la hegemonía, en el sentido de papel dirigente, de la clase económicamente domi­nante dentro de dicho bloque. Tenemos, pues, hegemonía en dos sentidos en cuanto consenso, en lo que se refiere a la relación entre el bloque dominante y las clases subalternas, y en cuanto dirección política, en lo que se refiere a la relación entre la clase predominante y el conjunto del bloque dominante. La discusión pue­de hacerse más matizada distinguiendo distintas fracciones dentro de las clases.

Este concepto de hegemonía burguesa tiene su imagen especular en una hipótesis estratégica sobre la conquista de la hegemonía por el proletariado. Y es aquí donde la noción de hegemonía con sujeto se revela más que nociva: se asume que el proletariado (en cuanto nuevo sujeto histórico) debe crear un nuevo bloque social, den­tro del cual establece su hegemonía. Este nuevo bloque social está destinado a con­vertirse en el nuevo bloque dominante. Así, en lo referente a la relación entre el movimiento obrero y el movimiento feminista las cosas están claras: el movimiento obrero debe conquistar la hegemonía sobre el movimiento feminista, para lo cual debe asumir las reivindicaciones de éste.

Visto en perspectiva, este planteamiento tiene un aspecto positivo: hace hincapié en el hecho de que el movimiento obrero no puede esperar que el movimiento fe­minista le apoye si no es capaz de asumir sus reivindicaciones y propulsarlas. Pero tiene demasiados aspectos negativos. Enprimer lugar, la idea de un movimiento obrero que "conquista la hegemonía" sobre el movimiento feminista puede poner fácilmente los pelos de punta a cualquier compañera de éste último. Y, en segundo lugar, remite a una problemática falsa, precisamente al tipo de problemática que he intentado criticar anteriormente.

En efecto, si negamos la existencia de una correspondencia biunivoca entre dominación económica y dominación política, debemos dejar en claro si al hablar de bloque dominante estamos pensando en términos políticos o económicos. Y es fá­cil ver que el bloque económicamente dominante no coincide con el bloque políti­camente dominante (o bloque de poder, utilizando la terminología de Nicos Pou­lantzas). En efecto, en casi todos los países capitalistas actuales la pequeña burgue­sía está excluida del primero y parcialmente incluida en el segundo, mientras que las mujeres de la burguesía se incluyen en el primero pero no en el segundo. Pero si optamos por ceñirnos al plano de lo político, no hay razón para atribuir a priori la hegemonía a la clase obrera, en una futura sociedad socialista, sobre la base de su postulado económicamente dominante. Tal atribución sería una nueva manifestación de esencialismo, de la creencia más o menos explícita en la existencia de una relación especial entre el plano de lo económico y el plano de lo político.

Más aún, es fácil ver que éste sentido del término (hegemonía dentro del bloque dominante) no es sino la reelaboración gramsciana del problema leniniano de las alianzas, en un contexto marcado radicalmente por la concepción del socialismo como dictadura del proletariado. En este sentido, sería razonable la crítica de numerosos intelectuales italianos, no comunistas, sobre el carácter fundamentalmente leninista de la más usual noción de hegemonía.

Por otra parte, resulta obvio que la cuestión sólo puede plantearse en el marco de una problemática subjetivista, en la que la clase obrera, sujeto de la historia, esta­blece el socialismo al conquistar su hegemonía, en un claro paralelismo con la vi­sión idealista que la burguesía nos ha legado de su propio ascenso histórico y del establecimiento del capitalismo como modo de producción dominante. Ahora bien, si rompemos con esta problemática podemos afirmar que la hegemo­nía no es el atributo de un sujeto dentro de la totalidad social, sino el principio po­lítico fundante de la unidad de ésta: un efecto estructural, por tanto, carente de su­jeto.

En la sociedad burguesa la hegemonía implica la unificación y articulación de un complejo de jerarquías sociales: la dominación capital/trabajo, hombre/mujer, padres/hijos, etc. En una sociedad socialista, por el contrario, la hegemonía se caracterizará por la progresiva disolución de estas jerarquías y por su desarticulación, para sustituirlas por nuevas formas de solidaridad e igualdad social. ¿Qué queda entonces del viejo concepto de hegemonía? En primer lugar, el hecho de que la construcción de una nueva hegemonía, alternativa a la hegemonía capita­lista, exige que el movimiento obrero asuma las reivindicaciones del movimiento feminista; y también a la inversa. Es obvio que éste no puede ser un proceso mecánico por el que se suman las reivindicaciones de uno y otro, sino un proceso de re­forma intelectual y moral, de refundación, de ambos movimientos. Y en segundo lugar, queda el hecho de que esta nueva hegemonía deberá sustentarse económica­mente en un nuevo modo de producción , pues no puede reducirse a un fenómeno puramente ideológico (hegemonía ideológica del proletariado). Por el contrario, la nueva hegemonía deberá legitimar a través de su autorrepresentación por una ide­ología a la que sería un sin sentido tratar de vincular (mediante análisis de sus ele­mentos) con cualquiera de los componentes del nuevo bloque social. Pienso que este nuevo concepto de hegemonía, que debe enmascararse en el hori­zonte de una reelaboración no esencialista del pensamiento marxista, puede per­mitirnos avanzar hacia una nueva teoría política, por supuesto revisionista, pero quizá más apta como herramienta en la lucha por una sociedad sin explotadores ni explotados, sin opresores ni oprimidos.

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