Pedro Miguel
La Jornada Aunque el fenómeno empezó en el salinato, fue en los primeros años del desgobierno de Zedillo cuando la opinión pública tuvo la primera oportunidad de escandalizarse por la estadística acumulada de feminicidios en Ciudad Juárez. Han transcurrido más de 20 años desde los hallazgos sucesivos de los cuerpos de Alma Chavira Farel, Gladys Janeth Fierro, María Rocío Cordero y otras nunca identificadas: bárbaramente golpeadas, violadas, lesionadas, estranguladas. Una década después las organizaciones de familiares calculaban que los feminicidios en la urbe fronteriza habían sobrepasado los 300. Para el año pasado la cifra se estimaba en más de 700.
Por el palacio de gobierno de Chihuahua han pasado Francisco Barrio Terrazas, Patricio Martínez García, José Reyes Baeza y César Duarte Jáquez. En Los Pinos han calentado el asiento, además de Salinas y Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, y decenas de procuradores estatales y federales han tenido en sus escritorios los expedientes de las asesinadas. Además de las policías municipal y estatal han participado en las pesquisas la General de la República y hasta la estadunidense FBI.
Los feminicidios de Ciudad Juárez fueron explicados, en un principio, como obra de un asesino serial. Luego, a punta de torturas, las corporaciones policiales obligaron a unos pobres infelices a declararse culpables de los crímenes, pero éstos siguieron ocurriendo. Se habló de rituales satánicos, de tráfico de órganos, de fiestas de narcos servidas con carne humana desechable, de la supuesta producción de películas snuff, de un machismo inveterado y exacerbado. Desde 1998 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y el comité para la eliminación de la discriminación contra la mujer han emitido varias condenas contra el Estado mexicano por su tolerancia ante los feminicidios, por la indolencia y el desaseo de las investigaciones, por abdicar a su responsabilidad de garantizar la seguridad de las mujeres y por discriminación de género. Sobre los asesinatos se han producido decenas de documentales, se han montado performances y obras de teatro, se han escrito docenas de libros.
Y nada. El fenómeno no sólo no se ha frenado, sino que se ha extendido a otras ciudades y a otros estados. En el tiempo transcurrido han sido asesinadas madres y familiares de las primeras víctimas, así como activistas que denunciaban los feminicidios. Ayer, el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer encontró al país sumido en un pantano de impunidad generalizada –del que buena parte corresponde a los feminicidios sin resolver– y en una inseguridad persistente –a pesar de la sordina decretada por el peñato–, en la que las mujeres resultan especialmente vulnerables. La máxima expresión de la violencia contra las mujeres es el asesinato y cada día 6.4 mujeres son víctimas de este delito en el país; más de 30 mil asesinadas desde 1993 (Violencia feminicida en México, 2012), y en no pocas de esas muertes el género de las víctimas desempeñó un papel central.
Pero el machismo y la misoginia son muy anteriores a la actual epidemia de feminicidios y no pueden, en consecuencia, explicarla por sí mismos, como no lo explican, en forma aislada, la "guerra" de Calderón, el auge del narco, el tráfico de órganos, los rituales satánicos o los asesinos seriales más o menos fabricados. La clave está más bien en otra parte: en el dato de que se hizo justicia sólo en 3 por ciento de los casos de mujeres asesinadas.
Formulado de otra manera: ¿por qué hay tantos feminicidios en México? Pues porque, independientemente de la motivación inmediata del verdugo –macho celoso, criminal en busca de entretenimiento perverso, explotador sexual–, es posible cometerlos con 97 por ciento de probabilidades de impunidad. Si dejas de pagarle 100 pesos a un banco seguramente acabarás embargado o en la cárcel. Pero si matas a una mujer lo más probable es que no te pase nada.
Hace más de dos décadas el fenómeno se disparó en la inminencia de la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio y en el escenario preciso de los explotaderos fronterizos de la maquila, un entorno social caracterizado por la extrema indefensión de las mujeres: muchas de ellas, migrantes internas, madres solteras, trabajadoras sin sindicato. Fue la primera consecuencia del proceso de devaluación de la población que implicaba la inserción neoliberal de México en la economía globalizada: había que abaratar a la gente porque era, junto con el petróleo y las drogas, la principal mercancía de exportación; había que ser competitivos en los mercados internacionales. Y en términos de salario, de derechos, de relevancia social, las mujeres eran el sector más barato de la población y uno de los más devaluados en razón de una cultura ancestralmente misógina. En realidad, los feminicidios de Ciudad Juárez prefiguraron y anunciaron lo que vendría después: la pérdida generalizada de valor de la vida humana.
Fuente original: http://www.jornada.unam.mx/2013/11/26/opinion/024a1mun
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