Conferencia-testimonio de la filósofa feminista y marxista Alejandra Ciriza, en el Coloquio Internacional sobre Género, Feminismos y Dictaduras en el Cono Sur, celebrado en Florianópolis (Brasil).
Ñaupaman Rishun, la idea que los pueblos indios de nuestra América tienen de la temporalidad, ilustra con bastante fidelidad la noción del tiempo que me ha acompañado durante estos años, treinta y tres, desde que, un 24 de marzo de 1976 la dictadura más asesina que haya asolado mi país, Argentina, iniciaba su aterrador recorrido.
No es que no hubiera habido represiones ni dictaduras anteriores, solo se trata de que entonces se iniciaba una que aplicó una metodología hasta entonces inédita: no sólo se fusiló, encarceló, torturó, sino que inauguraron una nueva forma de tratamiento del /la adversario/ a político: la detención -desaparición forzada de personas.
Milité, tal vez no sea preciso decirlo, no lo sé, en una organización político-militar, el PRT-ERP. Pero tal vez también eso explique más de lo que yo misma desearía.
No es que no hubiera habido represiones ni dictaduras anteriores, solo se trata de que entonces se iniciaba una que aplicó una metodología hasta entonces inédita: no sólo se fusiló, encarceló, torturó, sino que inauguraron una nueva forma de tratamiento del /la adversario/ a político: la detención -desaparición forzada de personas.
Milité, tal vez no sea preciso decirlo, no lo sé, en una organización político-militar, el PRT-ERP. Pero tal vez también eso explique más de lo que yo misma desearía.
Lo cierto es me incorporé tardíamente respecto del tiempo de la revolución. Lo hice cuando la orden de exterminio ya había sido impartida por el gobierno de María Estela Martínez de Perón. Lo hice bajo condiciones no elegidas, bajo las presiones y límites que impuso el reflujo de una de esas oportunidades en las que los y las condenados de la tierra realizan una de sus recurrentes tentativas por tomar el cielo por asalto.
La revolución, que como dice Andrés Rivera, es "un sueño eterno", poblaba mi imaginación política, como la de muchos y muchas de los jóvenes y las jóvenes de mi generación. Habríamos de inaugurar un tiempo nuevo.
En esa trayectoria colectiva e individual, en ese tiempo denso en que se produce lo que Walter Benjamin llama "el salto dialéctico", ese que, "bajo el cielo libre de la historia" produce la revolución, algunas y algunos sobrevivimos y otras y otros perdieron la vida y la libertad.
Nosotras, las feministas de izquierda
Para mí, que transité las experiencias más decisivas de mi vida personal y política en los años setenta, se trata de mantener una relación ambivalente con el tiempo, recordar hacia atrás, y a la vez mirar hacia adelante en una tensión inevitable entre nuestras raíces y nuestras esperanzas, entre nuestros sueños y utopías y las determinaciones de lo dado. Tal vez a ello deba mi obsesión por la historia, por recuperar las marcas que pueda hallar del movimiento de mujeres en Argentina, y las de quienes buscábamos la transformación radical del capitalismo, con la convicción de que la vida misma, humana y natural, es incompatible con su lógica. Lo curioso es que de las condiciones impuestas por la dictadura y de las formas de resistencia resultó la (re)emergencia, si hemos de creerle a Gramsci, del movimiento de mujeres, inesperadas antagonistas bajo las brutales condiciones de la dictadura.
También se trata de sostener la tensión siempre irresuelta que implica la pertenencia a una doble tradición: ser de izquierda y ser feminista; ser feminista y ser de izquierda.
Muchas de nosotras procuramos mantenerla apostando a sostener una perspectiva que tuviera en cuenta la relación clase/género sexual a sabiendas de que no pocas veces sucedería aquello que Heidi Hartmann había señalado: algo en las demandas feministas producía una cierta incomodidad en los espacios de militancia.
De mi parte he sido feminista desde que guardo memoria. Feminista práctica en la infancia, y la primera adolescencia, en compañía de mis primas y mi hermana, niñas insurrectas ante nuestra abuela, una mujer fuerte y libre, fata Morgana de un reino de plantas variadas y maravillosas, bruja de calderos donde se cocían dulces cristalinos y asombrosos, como no he vuelto a comer nunca más desde que ella dejara la cocina. Mi abuela, hada y bruja de mi infancia, era fuerte y libre, pero sexista y autoritaria.
Feminista teórica a partir de que fui hallando, como pude, ávida y curiosa como era, palabras para mis posiciones. Margaret Mead, Simone de Beauvoir, Engels, Alexandra Kollontai.
Feminista en una organización político-militar de izquierda sobre la que vale la pena señalar el compromiso con la transformación de cada uno y cada una de nosotras en sujetos capaces de encarnar subjetiva, personalmente nuestros compromisos políticos.
Feminista hoy, en la producción de teoría y en la práctica política en las organizaciones de mujeres y feministas en mi país.
Feminista y marxista, hermana de mis hermanas políticas, militantes de izquierda, detenidas desaparecidas, torturadas en los centros clandestinos y las cárceles de la dictadura, violadas y asesinadas. Compañera de mis compañeras, que parieron en los centros clandestinos de detención, que nos dejaron como herencia la búsqueda de sus cuerpos y de sus hijos e hijas. Feminista y marxista, compañera de las mujeres encarceladas durante la dictadura, muchas de las cuales pudieron allí transformar sus relaciones con otras mujeres construyendo otras sociabilidades. Compañera de quienes tuvieron que irse fuera, compañera de quienes permanecimos en la zona gris de un país habitado por el terror ejercido por los de arriba.
Compañera fraternal de varones y mujeres con los cuales hemos compartido y compartiremos sueños, y sin embargo muchos de ellos y ellas son consistentemente patriarcales.
Colocada en ese lugar estrecho e incómodo creo que es preciso abrir un boquete que permita reconstruir hacia atrás y públicamente nuestras genealogías, decir que ser mujer no fue indiferente durante los años de plomo, que la tortura tomó formas específicas para con los cuerpos de las mujeres, que la dictadura secuestró mujeres embarazadas y que hay aún en Argentina más de 400 niños y niñas desaparecidos y desaparecidas, muchos y muchas de ellas/ellos nacidas en cautiverio y que la misma iglesia que hoy condena el aborto es la que bendijo el exterminio, las picanas, violaciones y apropiaciones.
Para nosotras y las y los que vienen es necesario mirar hacia atrás y decir públicamente que la resistencia a la dictadura fue mujeril, encarnada en Azucena Villaflor, fundadora de Madres de Plaza de Mayo, en las Abuelas que aún hoy buscan sus nietos y nietas, en las mujeres de sectores populares que ante la prohibición de las actividades sindicales y políticas salieron a reclamar por pan y trabajo. Decir que del exilio muchas volvieron feministas, y que durante el exilio interno muchas otras rumiaron preocupaciones postergadas en el fragor de la pelea. Eso que Eva Giberti llamó la "cultura de catacumbas".
En los 80, erguidas sobre las ruinas de la dictadura, el primer 8 de marzo en democracia, las mujeres tomábamos en Argentina el espacio público para reclamar por nuestros derechos específicos: de las entrañas donde se gestó, durante la resistencia a la dictadura más cruel que conociera la Argentina, paríamos, un 8 de marzo de 1984, la irrupción pública del movimiento de mujeres y feministas en Argentina.
Sobrevivir y testimoniar
Para nosotras, quienes hemos sobrevivido, se hace indispensable al menos la intentona de horadar en la doble muralla de estas tradiciones des-encontradas.
Sobrevivir… En el diccionario de la Real Academia Española la palabra correcta es superviviente, del latín, supervīvens, -entis. Se dice de quien "conserva la vida después de un suceso en el que otros (y otras) la han perdido".
Hace un tiempo me preguntaba qué me /nos impulsaba a testimoniar y qué deseaba/mos transmitir, me preguntaba qué me/nos ha impulsado cada 24 de marzo a la calle, qué obstinación nos mantiene alertas a los juicios por verdad y justicia, qué lazo me/nos une a quienes fueron nuestros compañeros y compañeras de militancia, aún cuando muchos de ellas y ellos ya no están, aún cuando la historia y la política nos haya separado en muchos casos, aún cuando sea tan difícil reunirse.
La cuestión del testimonio ha sido objeto de debates filosóficos de los que no voy a ocuparme. No porque los desconozca o los considere improcedentes desde el punto de vista conceptual, pero tal vez por una vez no es ahora mi función, según parece, colocarme en esa posición que es, de alguna manera, también mía. No es como académica, se me dijo, que se me invita, sino por haber transitado la experiencia de la militancia, la supervivencia, el exilio interno.
Tal vez una de las marcas más claras tenga que ver con la ruptura de las solidaridades, de la continuidad de nuestras historias personales y políticas. Interrumpidas nuestras vidas, colocados en una suerte de extrema individualización y silencio: conservando apenas, algunas y algunos, nuestras vidas cuando otras y otros la habían perdido, sin haber podido en muchos casos elaborar las ausencias, cumplir con los rituales de despedida, hacer el trabajo de duelo.
Tal vez para que la vida recobrara su sentido es que muchos hemos procurado recuperar los lazos que nos ligaban y nos ligan a ese pasado significativo, no sólo por lo doloroso, sino por los sueños y las prácticas que fueron posibles mientras duró.
Quienes sobrevivimos a menudo procuramos testimoniar y transmitir un relato, no sólo del 24 y del horror, sino un relato en que el horror no se transforme en parálisis, el relato de nuestros sueños y utopías, de nuestra resistencia, de las luchas aún en democracia.
Transmitir, no sólo con las palabras, sino con las prácticas, pues aún cuando nada digamos transmitimos lo que somos, lo que pudimos hacer con nuestra historia, lo que encarnamos: nuestras solidaridades y nuestros odios, nuestras pequeñeces y nuestros dolores, nuestros deseos, esos que tanto nos costó recuperar una vez oscurecido el deseo de la revolución, incluso lo que no desearíamos transmitir, lo que nos atraviesa desde la subjetividad, desde el cuerpo y el inconsciente, desde los dolores no tramitados, desde las condiciones no elegidas y sus marcas en nuestras subjetividades y en los límites que impone a nuestras prácticas e imaginación política.
De mi parte he deseado transmitir esa herencia tensa y doble que me liga a mi/nuestro pasado político y al deseo de transformar el mundo sobre la base de la idea de que la reproducción de la vida humana y el cuidado de la naturaleza son imposibles en el capitalismo, bajo la idea de que la revolución, si alguna vez la transitamos, no podrá hacerse sin nosotras, las mujeres de todos los colores y todas las orientaciones sexuales.
En mí insiste la idea de esa suerte de densidad del tiempo que a veces sólo la poesía puede invocar, como ahora, por ejemplo, con el gesto de traer al presente nuestro pasado y encarar el futuro, como lo hacía Paco Urondo para decir con él la pura verdad:
Suelo confiar en mis fuerzas y en mi salud
y en mi destino y en la buena suerte:
sé que llegaré a ver la revolución,
el salto temido y acariciado, golpeando a la puerta de nuestra desidia.
Estoy seguro de llegar a vivir en el corazón de una palabra;
compartir este calor, esta fatalidad que quieta no
sirve y se corrompe.
Puedo hablar y escuchar la luz
Estar hablando, sostener
esta victoria, este puño; saludar, despedirme
Sin jactancias puedo decir
que la vida es lo mejor que conozco.
Francisco Urondo, escritor y militante político, tenía 46 años cuando fue asesinado en Mendoza el 16 de junio de 1976 en Guaymallén, junto a Alicia Raboy, su compañera.
Yo tenía 19 años cuando, un 24 de abril de 1976, llegaba a Mendoza desde Córdoba, tras la desaparición de mis compañeras de militancia, María del Carmen y Adriana Vanella, asesinadas en Córdoba por los esbirros de Menéndez un 20 de abril de 1976.
Alejandra Ciriza, militante por los Derechos Humanos, activista feminista y socialista, es profesora de filosofía política en la Universidad de Mendoza, Argentina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario